martes, 29 de abril de 2014

Benarés

A Benarés viene la gente a morir. Si mueres en Benarés, no volverás a reencarnarte e irás directamente al paraíso, así que mucha gente viene aquí a pasar sus últimos días. Y en cierta manera, creo que la ciudad misma les ayuda a morirse. Yo mismo, desde que llegué hasta ahora, me noto un poco más muerto: el calor me provocó una leve insolación y constantes dolores de cabeza, la comida insalubre me tiene el estómago al borde de otra gastroenteritis, el aire cargado de humo me ha inflamado la garganta. Aquí viene la gente a morir y la ciudad los mata (este post va a ser un poco truculento).

La ciudad de Benarés, o Varanasi, es un laberinto de callejuelas empedradas a una de las orillas del río Ganges; la otra orilla, a lo lejos, está vacía. El paseo que va junto al río es una sucesión de escalinatas de piedra, llamadas ghats, que bajan desde el laberinto hasta el agua y parecen llevar ahí puestas desde que el mundo existe. Los edificios al borde de los ghats son vetustos, sin ornamentos, casi siniestros. Dicen que son hospicios donde se alojan los moribundos hasta que pasan a la condición de muertos.

Mi experiencia en Benarés estuvo marcada por una tontería que hice el primer día: como un campeón, sin casi descansar y al calorcito de mediodía, me hice una ruta a pie de varias horas, hasta la estación de trenes (imaginad la locura de estación: Varanasi es donde se viene a morir, y la estación es la puerta de entrada), y luego de vuela a los ghats. Todo esto con cuarenta grados a la sombra y bebiéndome las botellas de agua en dos tragos. Cuando llegué a mi habitación, la cabeza me daba vueltas y tenía el estómago embotado. Aquella noche la pasé muy mal, casi con alucinaciones y febrículas. Decidí entonces que debía salir a la calle sólo al amanecer y al anochecer y durante el resto del día refugiarme en mi guarida, ya que morir en Varanasi no está en mis planes, por mucho Nirvana que me espere después.

Así que, muy temprano por la mañana, recorría el laberinto entre mi hostal y el ghat más cercano (el Jain Ghat), me sentaba en lo alto de los peldaños a tomarme un té, y veía cómo se iba despertando la ciudad.

El río es el alma de Benarés, su fuente de agua, su deidad, y también su desagüe y su vertedero. Por la mañana todo el mundo baja al río a bañarse y purificar su alma: los hombres en ropa interior, las mujeres con sus saris de colores, los niños casi en cueros. Después toca cepillarse los dientes: todo el mundo, niños, adultos y viejos, ya estén en el río o sentados en un poyete o asomados a la puerta de sus casas, se cepillan durante un largo rato los dientes, con la boca llena de espuma y como sin darse cuenta. Es muy curioso y casi cómico.

Después de este momentito junto al río, cuando el calor empieza a ser demasiado, me refugiaba en el hostal. Después de la insolación del primer día, pasé el resto de días un poco grogui, durmiendo mucho y vagando por el patio; haciendo amistad con Hassan Ali, un chavalín de dieciséis años que trabajaba allí y que me daba un poco de pena. El último día le regalé unos auriculares.

A como media hora del Jain Ghat, río abajo, se encuentra el ghat principal, de nombre impronunciable (Dashashwamedh Ghat). Cerca de allí hay un bar de lassi llamado Blue Lassi, punto de encuentro de forasteros, donde ponen unos lassis que te rilas. Sobre las seis de la tarde, cuando hace menos calor, es un buen plan ir al Blue Lassi en busca de amistades e historias.

En el camino desde mi hotel hasta el Blue Lassi es cuando te das cuenta de que en Varanasi nada importa demasiado. La gente vive en un límite que hasta ahora no había visto. Supongo que la cercanía de la muerte debe tener algo que ver. Si cada ciudad que he visitado antes hubiera sido una asignatura diferente, podríamos dcir que Benarés fue una especie de selectividad. Es una ciudad muy intensa, una mezcla de todo lo que he visto hasta ahora y más. En el dédalo de callejuelas hay muchísimas tiendas, templos, mercados, restaurantes con pinta insalubre, pastelerías con pinta insalubre-pero-atractiva, gente yendo y viniendo en moto (las calles son demasiado estrechas para los rickshaws). Y todo esto en plena convivencia con los animales, la basura, la enfermedad y la miseria.

Se convive con los animales, de los cuales el más importante (más que el hombre) son las vacas. Son enormes y no tienen reparos en embestir si te pones en su camino (a mí no me pasó, ojo). De pie o tumbadas, bloqueando las calles, rumiando tranquilas, te miran como si supieran algún secreto. Había dos niños atrapados porque les daba miedo pasar junto a una vaca gigante, y como buen samaritano les ayudé a pasar a su lado. También hay búfalos, cabras entrando y saliendo de las casas, ratas, moscas, cucarachas, monos liándola parda. Una tarde hubo una invasión de monos en mi hotel y fue gracioso ver a los recepcionistas (gente por lo demás bastante sosa y saboría) perseguirlos por la terraza con palos y piedras. El último animal en la jerarquía es el perro. Los hay a patadas y los tratan a patadas. Es lamentable. Están tirados en cualquier sitio, llenos de moscas y de heridas, y no dejan de pelearse a mordiscos.

Se convive con la basura. La ciudad está desbordada de porquería. En otras ciudades al menos la acumulan en montones; aquí todo se tira al suelo, sin importar donde caiga, sea la puerta de tu comercio o la del comercio de al lado. Plásticos, comida podrida, cerámica (el té y los lassis te los sirven en cuencos de cerámica de usar y tirar), cacas de vaca, todo lo que queráis imaginar, cubre los bordes de las calles. Antes de venir leí que alguien decía que una de las cosas que más atraía de la India era la basura. Creo que lo entiendo. En esta ciudad es imposible perder de vista que el producto final del consumo es la basura. Es muy instructivo, la verdad.

Se convive con la enfermedad. La gente que viene a morir no son precisamente jóvenes llenos de vitalidad. Se ven, renqueando por las calles o durmiendo a lo largo de los ghats, a viejos y viejas que parecen sacados de películas de terror, deformes o tullidos, con los ojos a la virulé, sin dientes, con sarpullidos y lepra.

Se convive con la miseria. Cuando caminas por las callejuelas, desde los rincones se extienden hacia ti manos pidiendo limosna. Santones esqueléticos y barbudos, viejas con los ojos blancos, mujeres con sus hijos desnudos durmiendo en su regazo, viejos cargando con tullidos. Benarés te enseña que quizás no eres tan solidario como pensabas, ni tan generoso, ni tan abierto de mente. Se ven niños harapientos que se pasean con grandes sacos recolectando botellas vacías de plástico, y mujeres recogiendo con palas las boñigas de vaca (las utilizan como combustible, y también para poner parches en las paredes como si fuera cemento).

En este paseo también se encuentra uno con lo peor de Varanasi: indios ofreciendo a los extranjeros hoteles, masajes, paseos en barco, ropa, postales, limpiezas de oreja, y todos los tipos de servicios imaginables. Van como zombies, parecen drogados, identifican al turista a la legua y los ves acercarse directos hacia ti desde lejos. Estos vendedores son lo peor de Varanasi, lo peor de todo este viaje. No te dan un segundo de respiro: estás sentado en los ghats y se te acerca un tío de tu edad con los dientes destrozados de mascar tabaco y la mirada perdida; te dan la mano con falsa camaradería y empieza el asalto, de dónde eres, cómo te llamas, te gusta Varanasi, quieres un paseo en barco, quieres un masaje, quieres hachís, tengo hachís muy bueno, cocaína, éxtasis, heroína, opio, LSD, qué es lo que quieres. Te cogen por banda en las calles, te persiguen para que visites sus tiendas, "money is no important, you are my friend", les da igual que les digas mil veces que no, les da igual interrumpirte si vas hablando con alguien (aunque hacérselo ver funciona como mano de santo). Normalmente es fácil espantarles, pero a veces, sin saber cómo, acabas en situaciones un tanto críticas: yo llegué a encontrarme sentado en el suelo de una sastrería con los tres propietarios y toda la mercancía alrededor, casi convencido para comprar un juego completo de ropa de cama por seis mil rupias. Precioso. Por suerte existe un desfase horario entre la India y España y era una hora intempestiva para llamar a mi madre a ver si ella prefería estampado de elefantes o de pavos reales para su colcha; les prometí que la llamaría y que luego volvería. Ni las moscas, ni las vacas de vaca ni la podredumbre: son ellos los que envenenan el ambiente en esta ciudad. Es muy triste. No les voy a echar de menos.

Por imitación, los niños hacen lo mismo que los mayores, y los críos se te paran para pedirte diez rupias, o una chocolatina, o que les compres un helado como el tuyo. No son niños pobres, son sólo traviesos, están bien alimentados y van todavía con el uniforme del colegio puesto. Estos niños son graciosos y cuando te piden "ten rupees?", lo más divertido es decirles "yes, thank you!" y tenderles la mano; se quedan muy cortados y con una sonrisa de oreja a oreja.

Total, que por fin llega uno al Blue Lassi y se sienta a tomarse un lassi de manzana (hay un señor preparándolos en el suelo, con parsimonia), y el marco de la puerta es como si fueran los bordes de una pantalla de cine: se ven pasar vacas, niños haciendo travesuras, harapientos o con uniforme (ser niño en Benarés debe ser increíble); turistas confundidos, santones con túnica naranja y largas barbas, monjes jóvenes, viejas raquíticas, carros cargados de mercancías inimaginables; y cada quince minutos pasa una procesión de hombres llevando unas angarillas con un muerto en su mortaja. Todo esto mientras te tomas el mejor lassi de manzana de tu vida.

En el Blue Lassi conocí a Anne-Marie, una joven holandesa muy maja y divertida; volvemos a los ghats cuando ya empieza a oscurecer. Los hindúes se bañan en el Ganges, solos o en grupo, rezando, riéndose, salpicándose, tirándose de bomba desde las plataformas, con flotadores a la espalda (me contaron que hace unos días aparecieron dos ahogados). También se bañan los búfalos y los perros. Al andar hay que ir esquivando a gente durmiendo, perros moribundos, riachuelos de agua sucia, niños jugando al cricket, cacas de vaca, barro. A veces da la impresión de que los sentidos no dan abasto. Y aún queda más. 

De entre todos los ghats (hay más de cien), hay dos que son especiales: los ghats de cremación. Uno grande (Manikarnika) y uno pequeño (Harishchandra). Alrededor de ambos se acumulan montones y montones de madera apilada. Y en la orilla del río están las hogueras. No se si recordaréis lo que conté de las piras en Katmandú. Aquí es bien diferente. Es mucho menos ceremonioso, menos estético. Los cuerpos arden de cualquier manera sobre montones de madera. No hay plataformas donde hacerlo; un par de metros cuadrados en el ghat es suficiente. La gente mira el espectáculo desde poca distancia; las vacas y los perros también parecen interesados. Hay cremaciones las 24 horas del día; el suelo y los edificios alrededor están negros de tanto humo. Al contrario que en Katmandú, se ven y se huelen cosas morbosas; me las ahorraré por si hay niños aún despiertos. Bajo unos soportales arde un fuego pequeño y enigmático: lleva ardiendo mil años, y todas las piras funerarias las encienden con fuego de esta hoguera. Dan escalofríos pensar que hasta no hace mucho las viudas ardían vivas con sus esposos difuntos. El camino vespertino por los ghats, a la luz de las llamas y de todas estas historias, transcurre como un sueño siniestro.

Y a pesar de todo esto que os he contado, he encontrado en Varanasi una magia, una fuerza magnética casi inexplicable. He entendido a la gente que me decía "ve a Varanasi, ve a Varanasi". 

Cada noche, en el ghat principal (no en el de cremación, en el otro), se celebra un aarti, que es un ritual religioso en honor al río y al Universo. Un grupo de monjes hacen unos movimientos y bailes cuyo significado sólo ellos conocen, con flores, humo, agua, y sobre todo fuego. No es una ceremonia silenciosa: hay música en directo amplificada por altavoces gigantes, por todos lados suenan campanas y tambores, la gente da palmas, habla y se ríe; los perros ladran, los niños intentan ponerte puntitos rojos en la frente a cambio de diez rupias, las niñas intentan venderte velas y flores para que las ofrezcas al río. Cientos de personas se sientan en los escalones, de cara al río, y los monjes siguen agitando antorchas con forma de serpiente y abanicos con símbolos raros. El ritual, que es precioso, se acaba en un silencio solemne; la multitud se disuelve, y los indios que te han echado el ojo desde hace media hora aprovechan para acercársete y pedirte si se pueden echar una foto contigo; y los abuelos que si puedes estrecharle la mano a su nieto.

Esa es la magia de Varanasi, lo que le deja perplejo a uno, lo que le hace a uno no querer irse. Varanasi te enseña algo muy importante; las vidas de esta gente están gobernadas por la basura, la desigualdad, la casta, la pobreza, la enfermedad; y sin embargo cada noche se reúnen para, sencillamente, dar las gracias por la vida y la belleza.

1 comentario:

  1. Todavía me acuerdo, Ricardo, la primera vez que me dijiste que querías ir a India, y me quedé sorprendido cuando me comentaste que no pasarías por Benarés. Me alegro que las circunstancias de tu viaje te lo hayan permitido, iyo, el viaje habría estado incompleto sin pasar allí unos días. Por lo menos, ya sabes a qué huele una cremación. Una de dos, en Katmandú son inoloras, o tú estabas mu resfriao en aquel entonces.

    Mu bueno el pos, Rixal. Mu buena la descripción, aunque stienes que ser consciente de que es casi imposible transmitir lo que es un lugar así y lo que se siente sin haber estado alli, por muy bien que se describa todo, cosa que tú haces de maravilla.

    Marchando un subrayadillo de algunas de las cosas geniales que te cuentas:

    -Este post va a ser un poco truculento. (¿ah, sí? ¿de verdad?)

    -A veces, sin saber cómo, acabas en situaciones un tanto críticas: yo llegué a encontrarme sentado en el suelo de una sastrería con los tres propietarios y toda la mercancía alrededor, casi convencido para comprar un juego completo de ropa de cama por seis mil rupias. Precioso. Por suerte existe un desfase horario entre la India y España y era una hora intempestiva para llamar a mi madre a ver si ella prefería estampado de elefantes o de pavos reales para su colcha...

    -Ser niño en Benarés debe ser increíble

    -Benarés te enseña que quizás no eres tan solidario como pensabas, ni tan generoso, ni tan abierto de mente.

    -He entendido a la gente que me decía "ve a Varanasi, ve a Varanasi".

    Enga, perfe, Rixi. A seguir bien.
    Y lástima que no te haya dado tiempo a conocer al Zanahorio, todo un personaje.

    E.I.E.

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