martes, 29 de abril de 2014

Benarés

A Benarés viene la gente a morir. Si mueres en Benarés, no volverás a reencarnarte e irás directamente al paraíso, así que mucha gente viene aquí a pasar sus últimos días. Y en cierta manera, creo que la ciudad misma les ayuda a morirse. Yo mismo, desde que llegué hasta ahora, me noto un poco más muerto: el calor me provocó una leve insolación y constantes dolores de cabeza, la comida insalubre me tiene el estómago al borde de otra gastroenteritis, el aire cargado de humo me ha inflamado la garganta. Aquí viene la gente a morir y la ciudad los mata (este post va a ser un poco truculento).

La ciudad de Benarés, o Varanasi, es un laberinto de callejuelas empedradas a una de las orillas del río Ganges; la otra orilla, a lo lejos, está vacía. El paseo que va junto al río es una sucesión de escalinatas de piedra, llamadas ghats, que bajan desde el laberinto hasta el agua y parecen llevar ahí puestas desde que el mundo existe. Los edificios al borde de los ghats son vetustos, sin ornamentos, casi siniestros. Dicen que son hospicios donde se alojan los moribundos hasta que pasan a la condición de muertos.

Mi experiencia en Benarés estuvo marcada por una tontería que hice el primer día: como un campeón, sin casi descansar y al calorcito de mediodía, me hice una ruta a pie de varias horas, hasta la estación de trenes (imaginad la locura de estación: Varanasi es donde se viene a morir, y la estación es la puerta de entrada), y luego de vuela a los ghats. Todo esto con cuarenta grados a la sombra y bebiéndome las botellas de agua en dos tragos. Cuando llegué a mi habitación, la cabeza me daba vueltas y tenía el estómago embotado. Aquella noche la pasé muy mal, casi con alucinaciones y febrículas. Decidí entonces que debía salir a la calle sólo al amanecer y al anochecer y durante el resto del día refugiarme en mi guarida, ya que morir en Varanasi no está en mis planes, por mucho Nirvana que me espere después.

Así que, muy temprano por la mañana, recorría el laberinto entre mi hostal y el ghat más cercano (el Jain Ghat), me sentaba en lo alto de los peldaños a tomarme un té, y veía cómo se iba despertando la ciudad.

El río es el alma de Benarés, su fuente de agua, su deidad, y también su desagüe y su vertedero. Por la mañana todo el mundo baja al río a bañarse y purificar su alma: los hombres en ropa interior, las mujeres con sus saris de colores, los niños casi en cueros. Después toca cepillarse los dientes: todo el mundo, niños, adultos y viejos, ya estén en el río o sentados en un poyete o asomados a la puerta de sus casas, se cepillan durante un largo rato los dientes, con la boca llena de espuma y como sin darse cuenta. Es muy curioso y casi cómico.

Después de este momentito junto al río, cuando el calor empieza a ser demasiado, me refugiaba en el hostal. Después de la insolación del primer día, pasé el resto de días un poco grogui, durmiendo mucho y vagando por el patio; haciendo amistad con Hassan Ali, un chavalín de dieciséis años que trabajaba allí y que me daba un poco de pena. El último día le regalé unos auriculares.

A como media hora del Jain Ghat, río abajo, se encuentra el ghat principal, de nombre impronunciable (Dashashwamedh Ghat). Cerca de allí hay un bar de lassi llamado Blue Lassi, punto de encuentro de forasteros, donde ponen unos lassis que te rilas. Sobre las seis de la tarde, cuando hace menos calor, es un buen plan ir al Blue Lassi en busca de amistades e historias.

En el camino desde mi hotel hasta el Blue Lassi es cuando te das cuenta de que en Varanasi nada importa demasiado. La gente vive en un límite que hasta ahora no había visto. Supongo que la cercanía de la muerte debe tener algo que ver. Si cada ciudad que he visitado antes hubiera sido una asignatura diferente, podríamos dcir que Benarés fue una especie de selectividad. Es una ciudad muy intensa, una mezcla de todo lo que he visto hasta ahora y más. En el dédalo de callejuelas hay muchísimas tiendas, templos, mercados, restaurantes con pinta insalubre, pastelerías con pinta insalubre-pero-atractiva, gente yendo y viniendo en moto (las calles son demasiado estrechas para los rickshaws). Y todo esto en plena convivencia con los animales, la basura, la enfermedad y la miseria.

Se convive con los animales, de los cuales el más importante (más que el hombre) son las vacas. Son enormes y no tienen reparos en embestir si te pones en su camino (a mí no me pasó, ojo). De pie o tumbadas, bloqueando las calles, rumiando tranquilas, te miran como si supieran algún secreto. Había dos niños atrapados porque les daba miedo pasar junto a una vaca gigante, y como buen samaritano les ayudé a pasar a su lado. También hay búfalos, cabras entrando y saliendo de las casas, ratas, moscas, cucarachas, monos liándola parda. Una tarde hubo una invasión de monos en mi hotel y fue gracioso ver a los recepcionistas (gente por lo demás bastante sosa y saboría) perseguirlos por la terraza con palos y piedras. El último animal en la jerarquía es el perro. Los hay a patadas y los tratan a patadas. Es lamentable. Están tirados en cualquier sitio, llenos de moscas y de heridas, y no dejan de pelearse a mordiscos.

Se convive con la basura. La ciudad está desbordada de porquería. En otras ciudades al menos la acumulan en montones; aquí todo se tira al suelo, sin importar donde caiga, sea la puerta de tu comercio o la del comercio de al lado. Plásticos, comida podrida, cerámica (el té y los lassis te los sirven en cuencos de cerámica de usar y tirar), cacas de vaca, todo lo que queráis imaginar, cubre los bordes de las calles. Antes de venir leí que alguien decía que una de las cosas que más atraía de la India era la basura. Creo que lo entiendo. En esta ciudad es imposible perder de vista que el producto final del consumo es la basura. Es muy instructivo, la verdad.

Se convive con la enfermedad. La gente que viene a morir no son precisamente jóvenes llenos de vitalidad. Se ven, renqueando por las calles o durmiendo a lo largo de los ghats, a viejos y viejas que parecen sacados de películas de terror, deformes o tullidos, con los ojos a la virulé, sin dientes, con sarpullidos y lepra.

Se convive con la miseria. Cuando caminas por las callejuelas, desde los rincones se extienden hacia ti manos pidiendo limosna. Santones esqueléticos y barbudos, viejas con los ojos blancos, mujeres con sus hijos desnudos durmiendo en su regazo, viejos cargando con tullidos. Benarés te enseña que quizás no eres tan solidario como pensabas, ni tan generoso, ni tan abierto de mente. Se ven niños harapientos que se pasean con grandes sacos recolectando botellas vacías de plástico, y mujeres recogiendo con palas las boñigas de vaca (las utilizan como combustible, y también para poner parches en las paredes como si fuera cemento).

En este paseo también se encuentra uno con lo peor de Varanasi: indios ofreciendo a los extranjeros hoteles, masajes, paseos en barco, ropa, postales, limpiezas de oreja, y todos los tipos de servicios imaginables. Van como zombies, parecen drogados, identifican al turista a la legua y los ves acercarse directos hacia ti desde lejos. Estos vendedores son lo peor de Varanasi, lo peor de todo este viaje. No te dan un segundo de respiro: estás sentado en los ghats y se te acerca un tío de tu edad con los dientes destrozados de mascar tabaco y la mirada perdida; te dan la mano con falsa camaradería y empieza el asalto, de dónde eres, cómo te llamas, te gusta Varanasi, quieres un paseo en barco, quieres un masaje, quieres hachís, tengo hachís muy bueno, cocaína, éxtasis, heroína, opio, LSD, qué es lo que quieres. Te cogen por banda en las calles, te persiguen para que visites sus tiendas, "money is no important, you are my friend", les da igual que les digas mil veces que no, les da igual interrumpirte si vas hablando con alguien (aunque hacérselo ver funciona como mano de santo). Normalmente es fácil espantarles, pero a veces, sin saber cómo, acabas en situaciones un tanto críticas: yo llegué a encontrarme sentado en el suelo de una sastrería con los tres propietarios y toda la mercancía alrededor, casi convencido para comprar un juego completo de ropa de cama por seis mil rupias. Precioso. Por suerte existe un desfase horario entre la India y España y era una hora intempestiva para llamar a mi madre a ver si ella prefería estampado de elefantes o de pavos reales para su colcha; les prometí que la llamaría y que luego volvería. Ni las moscas, ni las vacas de vaca ni la podredumbre: son ellos los que envenenan el ambiente en esta ciudad. Es muy triste. No les voy a echar de menos.

Por imitación, los niños hacen lo mismo que los mayores, y los críos se te paran para pedirte diez rupias, o una chocolatina, o que les compres un helado como el tuyo. No son niños pobres, son sólo traviesos, están bien alimentados y van todavía con el uniforme del colegio puesto. Estos niños son graciosos y cuando te piden "ten rupees?", lo más divertido es decirles "yes, thank you!" y tenderles la mano; se quedan muy cortados y con una sonrisa de oreja a oreja.

Total, que por fin llega uno al Blue Lassi y se sienta a tomarse un lassi de manzana (hay un señor preparándolos en el suelo, con parsimonia), y el marco de la puerta es como si fueran los bordes de una pantalla de cine: se ven pasar vacas, niños haciendo travesuras, harapientos o con uniforme (ser niño en Benarés debe ser increíble); turistas confundidos, santones con túnica naranja y largas barbas, monjes jóvenes, viejas raquíticas, carros cargados de mercancías inimaginables; y cada quince minutos pasa una procesión de hombres llevando unas angarillas con un muerto en su mortaja. Todo esto mientras te tomas el mejor lassi de manzana de tu vida.

En el Blue Lassi conocí a Anne-Marie, una joven holandesa muy maja y divertida; volvemos a los ghats cuando ya empieza a oscurecer. Los hindúes se bañan en el Ganges, solos o en grupo, rezando, riéndose, salpicándose, tirándose de bomba desde las plataformas, con flotadores a la espalda (me contaron que hace unos días aparecieron dos ahogados). También se bañan los búfalos y los perros. Al andar hay que ir esquivando a gente durmiendo, perros moribundos, riachuelos de agua sucia, niños jugando al cricket, cacas de vaca, barro. A veces da la impresión de que los sentidos no dan abasto. Y aún queda más. 

De entre todos los ghats (hay más de cien), hay dos que son especiales: los ghats de cremación. Uno grande (Manikarnika) y uno pequeño (Harishchandra). Alrededor de ambos se acumulan montones y montones de madera apilada. Y en la orilla del río están las hogueras. No se si recordaréis lo que conté de las piras en Katmandú. Aquí es bien diferente. Es mucho menos ceremonioso, menos estético. Los cuerpos arden de cualquier manera sobre montones de madera. No hay plataformas donde hacerlo; un par de metros cuadrados en el ghat es suficiente. La gente mira el espectáculo desde poca distancia; las vacas y los perros también parecen interesados. Hay cremaciones las 24 horas del día; el suelo y los edificios alrededor están negros de tanto humo. Al contrario que en Katmandú, se ven y se huelen cosas morbosas; me las ahorraré por si hay niños aún despiertos. Bajo unos soportales arde un fuego pequeño y enigmático: lleva ardiendo mil años, y todas las piras funerarias las encienden con fuego de esta hoguera. Dan escalofríos pensar que hasta no hace mucho las viudas ardían vivas con sus esposos difuntos. El camino vespertino por los ghats, a la luz de las llamas y de todas estas historias, transcurre como un sueño siniestro.

Y a pesar de todo esto que os he contado, he encontrado en Varanasi una magia, una fuerza magnética casi inexplicable. He entendido a la gente que me decía "ve a Varanasi, ve a Varanasi". 

Cada noche, en el ghat principal (no en el de cremación, en el otro), se celebra un aarti, que es un ritual religioso en honor al río y al Universo. Un grupo de monjes hacen unos movimientos y bailes cuyo significado sólo ellos conocen, con flores, humo, agua, y sobre todo fuego. No es una ceremonia silenciosa: hay música en directo amplificada por altavoces gigantes, por todos lados suenan campanas y tambores, la gente da palmas, habla y se ríe; los perros ladran, los niños intentan ponerte puntitos rojos en la frente a cambio de diez rupias, las niñas intentan venderte velas y flores para que las ofrezcas al río. Cientos de personas se sientan en los escalones, de cara al río, y los monjes siguen agitando antorchas con forma de serpiente y abanicos con símbolos raros. El ritual, que es precioso, se acaba en un silencio solemne; la multitud se disuelve, y los indios que te han echado el ojo desde hace media hora aprovechan para acercársete y pedirte si se pueden echar una foto contigo; y los abuelos que si puedes estrecharle la mano a su nieto.

Esa es la magia de Varanasi, lo que le deja perplejo a uno, lo que le hace a uno no querer irse. Varanasi te enseña algo muy importante; las vidas de esta gente están gobernadas por la basura, la desigualdad, la casta, la pobreza, la enfermedad; y sin embargo cada noche se reúnen para, sencillamente, dar las gracias por la vida y la belleza.

sábado, 26 de abril de 2014

Desde Pokhara hasta Benarés

Me desperté a las cinco de la mañana. Abrí las cortinas pero las montañas no se veían por culpa de las nubes: era hora de irme de Pokhara. Me despedí del perro y del pastelero y fui a la estación de autobuses. Esta estación me daba muy mala espina porque era la "tourist bus station", es decir, una estación sólo para turistas, con los precios de billetes inflados e insistentes vendedores de té. Pero bueno, qué le vamos a hacer; el día anterior había estado explorando la estación auténtica y era un caos terrible; en la de los turistas al menos hablaban en inglés.

Mi autobús salió a las 7. Era una carraca. Un aparato infernal con poquísimo espacio para las piernas y que parecía que en cada bache iba a desmontarse en mil pedazos. El interior estaba pintado de colorines, colgaban flores del parabrisas, y en las paredes se leía "love is peace", "peace is inside of you", etcétera. El conductor puso musiquita nepalí, canciones pastoriles muy simples y dulces que se repetían hasta el infinito. Fue un comienzo de viaje la mar de agradable, y en una de las paradas me hice amigo de uno que luego se me sentó al lado para seguir hablando. Le conté la vida semificticia que me he montado (soy periodista, estoy de vacaciones, gano 500 euros al mes, soy del Barça), y luego él me contó que era un gorkhali, uno de esos soldados con reputación internacional. Lo flipé bastante. Era un retaquillo y muy buena gente, lo cual no se ajusta al perfil de guerrero sanguinario que yo había imaginado. Cada dos por tres lo llamaba su mujer, no sé para qué. Ahora se dirigía a Cachemira para pasar seis meses de patrulla en la frontera; me contó los países en que había estado destinado y era impresionante: Pakistán, Afganistán, Bangladesh...

Sin embargo, a pesar de la agradable compañía, empecé a marearme con tanta curva y baches. El gorkhali (nunca supe su nombre) se durmió en mi hombro y yo iba con la ventana abierta intentando contener la náusea. El paisaje conforme salíamos de los Himalayas era impresionante; luego, poco a poco, fue haciéndose más y más liso, y también más y más caluroso. De hecho, el calor se volvió casi insoportable, el autobús era un horno metálico, y la música pastoril seguía en su bucle, después de siete horas seguía sonando la misma canción, era una tortura. Yo deseaba ser como el señor que ocupaba el asiento de delante, que estaba borracho y que, después de amenizarnos con un baile típico, se durmió profundamente en una postura que parecía incomodísima, propia de un gimnasta olímpico. Aunque cuando sus pies tocaron a la señora que estaba al lado, ésta se quitó la zapatilla y le pegó.

En la ciudad intermedia de Butwal cambiamos de autobús, cogimos uno peor todavía aunque por suerte con música más variada; pero calculé mal, elegí el asiento equivocado y volví a caer en el lado del sol, mal rayo me parta.

Mi destino era la ciudad de Sunauli, que está partida en dos por la frontera con la India. Justo antes de llegar le pedí al gorkhali que me ayudase a cruzar, y me dijo que sí. Pero al llegar a la estación todo se fue al garete. Se suponía que íbamos a coger otro autobús hasta la frontera, a cinco kilómetros; pero había allí unos cuantos rickshaws para aprovecharse de los turistas inexpertos como yo, insistiendo en que la única manera de cruzar la frontera era, ya no sólo en rickshaw, sino en SU rickshaw. Quise pedir ayuda al gorkhali, pero se ve que el buen hombre no quería afectar de esa manera al trabajo de su compatriota; me dijo que sí, que mejor cruzase la frontera en rickshaw, y luego se esfumó. Me dio pena pero entendí su dilema, y cogí el maldito rickshaw rompe-amistades.

Era un rickshaw a pedales, y la verdad es que la labor del tío fue titánica. A las tres de la tarde, con un calor asfixiante, carreteras llenas de polvo y muchisimos camiones que hace tiempo que no han pasado la ITV a juzgar por lo que sale de su tubo de escape. Llegamos a la frontera: en el lado nepalí me pusieron un sello en el pasaporte, luego el rickshaw driver me condujo un poco más hasta pasar bajo un arco donde ponía "Welcome to India". Entré en la oficina india de inmigración, me sellaron el pasaporte una vez más, y ya está, bienvenido a la India.

Fue cruzar el arco, lo juro, y cambiar el ambientillo. Tiendas apretujadas, mercancías expuestas en la calle, bocinas, pastelerías con dulces indios (¡gracias al cielo!). El rickshaw me dejó en la estación de autobuses, que era una especie de vertedero infame, e incluso me ayudó a encontrar el autobús hasta Benarés, que iba a salir a las cinco de la tarde.

Comí unas pastitas y unos pasteles en un restaurante bastante cutre, y luego fui al autobús y elegí un buen asiento (cosa harto difícil porque la mayoría están sueltos o torcidos). Y esperé. Esperé. Esperé. Ahí nadie, ni siquiera el chófer, sabía a qué hora salíamos hacia Benarés. El jefe de la estación era un tío mudo, que sólo se expresaba mediante gritos guturales (llegué a verle incluso hablar por teléfono, cosa sorprendente), y que no dejaba de liarla, echándole agua a los chóferes y riéndose todo el rato como un loco. Por fin, a las siete de la tarde, nos dejó partir.

Resulta que el asiento que había elegido era el del revisor. Maldita sea. Además, tiene delito porque es la segunda vez que me pasa, ya otra vez vino el revisor a decirme que ese era su sitio. Total, que me fui detrás del todo, a un asiento torcido junto a dos indios (los asientos son para dos o tres personas). Pensamientos funestos llenaban mi mente. Pero, oh, milagro, a las pocas horas, en una ciudad perdida en la negrura, los indios se fueron, dejándome las tres plazas para mi sólo; y, encima, en todo el viaje no vino nadie más a ocuparlos. Aleluya.

Recorríamos las llanuras de Uttar Pradesh. Recuerdo que la primera vez que leí este nombre fue de casualidad, un libro decía que era uno de los lugares más densamente poblados de la tierra, y me recuerdo pensando, lo juro, que probablemente nunca estaría en un lugar así. Pero al final acabó sucediendo. Había pueblos y más pueblos, ciudades y más ciudades apiñadas en torno a la carretera, casi sin solución de continuidad. Cuando pasábamos junto al campo, se veía que era la noche de quemar rastrojos, y eran como mares de fuego, brillantes en mitad de la noche, muy impresionante.

Me dispuse a dormir. Ya que tenía tres asientos, la cosa prometía. Qué infeliz. A mitad del viaje, se ve que el presupuesto en carreteras se les acabó. Aquello era como una montaña rusa, los baches eran descomunales y el chófer no iba precisamente lento. Algunos botes me levantaron literalmente medio metro del asiento. En algunos momentos yo no podía parar de reirme: la situación rozaba el absurdo. Por lo menos las luces estaban apagadas, y me encontraba lejos de los primeros asientos, donde la música sonaba a todo volumen. El asiento estaba muy torcido y toda la sangre se me iba a la cabeza; improvisé una almohada con la caja de cartón donde poco antes había unos pasteles deliciosos y creo que, al menos durante media hora, me dormí.

Pero eso, poco tiempo. El bamboleo era tan exagerado que empecé a marearme así que me senté con la ventana abierta, deseando que aquel infierno acabara pronto. (Aunque, poniendo las cosas en perspectiva, más infernal debía ser para las dos chicas que estaban en el asiento delante mía. Eran árabes, iban sentadas con un señor que debía ser su padre o su tío o su marido; iban enteras cubiertas de negro, y no hablaron, no se movieron, no se bajaron del autobús ni tomaron nada en todo el viaje).

Por fin, a las cinco de la mañana, cuando comenzaba a clarear, llegamos a Benarés, o Banaras, Varanasi, Kashi, o como queráis llamarla. Una de las ciudades continuamente habitadas más antiguas del mundo, y probablemente una de las más locas. Salí del autobús, escabulléndome de los rickshaw walas que asediaban a los pasajeros somnolientos. Me senté en un bordillo a mirar un mapa en mi móvil. En esto se me acercó una chica boliviana que estaba igual de perdida que yo pero que al menos sabía el nombre de un hostal; me propuso que fuéramos juntos y acepté. He de decir que a esa hora ya empezaba a hacer cierto calorín.

Un rickshaw wala se ofreció a llevarnos por un precio muy bueno. Pero el canalla tenía otros planes para nosotros. Nos llevó a otro hostal diferente, muy lejos del que pretendíamos. Nos dijo que se había confundido pero que, ya que estábamos, lo visitásemos. Curiosamente, el recepcionista y el conductor eran amigos.

El sitio era cutre y siniestro. Le dijimos que por favor nos llevara adonde queríamos, y nos volvió a llevar a otro hostal diferente. También lo visitamos, también era cutre y el recepcionista parecía drogado. Le volvimos a decir al del rickshaw que por favor nos llevase adonde le habíamos dicho. Nos llevó a un tercer hostal de su red mafiosa. A mi me gustó y decidí quedarme; además la situación empezaba a cansarme. La chica se empeñó en que le llevara adonde ella quería. Entonces el traidor nos dijo de malos modos que el camino para llegar allí era largo y que no podía ir allí con su rickshaw, y se largó. Todo un ejemplo de cortesía y honradez.

Acompañé a la chica hasta donde quería, a aproximadamente media hora de allí, por la orilla escalonada del río, ayudándole a cargar su mochila monstruosa. Eran sólo las ocho de la mañana pero el calor empezaba a ser mortal. Esaba cansado, sudoroso, y me dolía la espalda. La chica se quedó en su habitación (como un pringado le subí la mochila hasta la cuarta planta), y yo volví a mi hostal sintiéndome un poco grogui, casi con fiebre. Desayuné una tortilla francesa y me acosté con el ventilador a tope, preguntándome en qué ciudad me había metido; preguntándome por qué todo el mundo a lo largo de mi viaje me había dicho "ve a Varanasi, ve a Varanasi". Por ahora, lo único que podía decir es que era una ciudad-horno, polvorienta y llena de moscas y rickshaws ladrones. Quizás al despertar descubriría una Benarés diferente, me dije en mi delirio.

jueves, 24 de abril de 2014

Pokhara

Me iba a quedar sólo una noche en Pokhara, y luego tirar para la India. Pero después del amanecer este que os he contado, cuando abrí las cortinas y vi el increíble espectáculo himalayil, decidí quedarme un día más.

Un inciso para explicar por qué ya no hago couchsurfing, de lo que el lector atento se habrá percatado. Lo de los contactos estaba muy bien, vivir con las familias indias era una fuente de aprendizaje y sorpresas impagable. Pero por otro lado, mentalmente era agotador no tener un minuto de soledad; y además el couchsurfing requiere cierta planificación, lo cual es difícil cuando no se tiene un itinerario fijo y el tiempo que me quedo en los sitios depende de sI me embrujan o me espantan.

Así que en Pokhara me quedé en un hotelito en Damside (el Lado de la Presa), barrio mucho más tranquilo y sobrio que Lakeside (el Lado del Lago), que es una especie de Port Aventura llena de resorts, pizzerías, restaurantes con espectáculos étnicos y pubs con música rock.

El primer día, las montañas se vieron nítidas al amanecer; luego dejaron de verse por culpa de la niebla. Dediqué aquel día a buscar un buen lugar para ver el amanecer siguiente. Eché a andar por un sendero entre los arrozales; la verdad es que el paisaje era bucólico. Los arrozales están escalonados y cubiertos de agua, que pasa de un bancal al otro por un sistema rudimentario pero efectivo de zanjas y tubos. Aquí y allá pastan los búfalos, y lo único que se escucha es el murmullo refrescante del agua al correr. Fnalmente subí hasta lo alto de un monte donde había una estupa gigante y que prometía buenas vistas. Subí por un camino de polvo y sol y casi me da una insolación. Bajé por un sendero que atravesaba la jungla, oscuro y fresco; por suerte las panteras no atacan de día.

A las 4.30 la mañana siguiente, linterna en mano, me puse en camino. Llevaba chaquetón, bufanda y gorro, los cuales demostraron ser inútiles pasados cinco minutos. Había una tiendecita recién abierta al borde del camino y que dejé allí tan fastidiosa carga. Luego me encontré con unos tibetanos que caminaban lentamente en mi misma dirección, y con el mismo propósito. Me dijeron que conocían un atajo y que fuera con ellos; accedí pero les dije que un poquito más rápido, por favor.

Qué infeliz. Cómo no se me ocurrió pensar que un tibetano sabe mejor que yo a qué ritmo subir un monte. Fue terrible, iban rapidísimo por un camino infernal, empinado y rocoso. Yo estaba extenuado y sudaba como un pollo, les decía entre risas que estaban matándome, pero por dentro no me reía tanto. A todo esto, el perro del hotel, un perro muy simpático, me había seguido a lo largo de todo el camino, a pesar de mis aspavientos iniciales para que volviera al hotel. Total, que a mitad del camino lo perdí de vista y me dio muy mal rollo; se lo dije a los tibetanos y me dijeron que no me preocupase, que el perro volvería solo.

Llegamos a la estupa justo cuando salía el sol, y el espectáculo fue asombroso. Una hilera de montañas se levantaba frente a nuestros ojos, bañadas desde un lado por la luz anaranjada del sol. Creo que nunca he visto nada tan impresionante. Me quedé asomado a una baranda del templo, embobado; la luz cambiaba casi a ojos vista, y con ella, el perfil de las montañas y el color de la nieve. Habíamos unos cuantos allí como yo, todos fascinados, todos nos mirábamos sonriendo y sin decir nada porque ¿qué íbamos a decirnos?

Yo llevaba un mapita para identificar los picos. A la izquierda del todo, una mole solitaria como caída del cielo, el Dhaulagiri, la séptima montaña más alta del mundo. No se la veía la más alta, pero se notaba lo lejos que estaba porque, cuando en los picos más cercanos ya se veía la nieve blanca, el Dhaulagiri aún se veía anaranjado. El siguiente, el Annapurna 1, otro gigante de más de ocho mil metros de altura. Luego, el pico más impresionante, el Macchapucchre o Aleta de Pez; mide siete mil metros de alto pero nunca nadie ha llegado a la cima porque es un monte sagrado e intocable. Luego el Annapurna 3, el 4 y el 2, que a mis ojos expertos parecía el más fácil de escalar porque tenía las laderas más lisitas. Los picos se perdían en el horizonte y mi mapita no llegaba hasta tan lejos; un alemán que se grababa a sí mismo en video en plan documental me señaló un pico más en la distancia, el Manaslu, la octava montaña más alta de la Tierra. No era ninguna tontería de vistas, la verdad.

Decidí quedarme allí arriba hasta que la niebla se levantase. Me tomé un té y un huevo cocido en un puestecillo. Pero los dioses me tenían preparada otra sorpresa: ese día no hubo niebla. El cielo se volvió azul, en un monte cercano empezaron a volar los ultraligeros y los aparentes, en el templo unos monjes tocaban unos tambores hipnóticos; y el perfil del Annapurna seguía viéndose igual de impresionante. Se me sentó un francés mayor al lado, muy simpático, conductor de trenes retirado y que llevaba 24 años yendo a la India cada dos por tres, y charlamos durante varias horas. Luego bajamos juntos a la ciudad por el camino de la jungla, y al despedirnos me dijo lisa y llanamente una gran verdad entre los mochileros pero que pocos se atreven a decir: que no íbamos a vernos nunca más en nuestras vidas, pero que, no por fortuito y efímero, nuestro encuentro había sido menos bueno.

Llegué al hotel y me encontré allí al perro, y nos miramos con rencor porque mutuamente consideramos que el otro nos había abandonado; pero al rato volvimos a llevarnos bien. Desde el pueblo, la visión de las montañas, aunque no tan perfecta, era igualmente impresionante; si no más, pues se veía mejor su auténtica escala, enorme en comparación con las casas y las calles. Me dediqué el resto del día a merodear, sentarme en cualquier banco, visitar algún parquecillo, entrar en librerías. Por la noche me acordé del chaquetón. A la mañana siguiente fui a recogerlo; los de la tienda lo habían metido en la caja donde guardaban los fideos.

Me iba a quedar una noche en Pokhara y finalmente me quedé cuatro. Y no era por los paisajes bucólicos ni por el clima ni por el relax: es por la gente. Una vez que se ha pasado la inevitable frontera del intercambio económico ("come to see my shop my friend"), los nepalíes son tan amables, tan calurosos...

Un señor en una tienda me enseñaba unas tijeras abiertas y me decía que las cuchillas eran India y China, y que en el medio está Nepal, indefensa entre esos dos colosos, pero resistiendo. Los nepalíes son muy patrióticos, y todos hablan con pasión de los gorkhalis, que son el orgullo nacional: unos soldados tan bien entrenados que los contratan los ejércitos de otros países. También son un poco victimistas, se refieren a si mismos con cierta autocompasión; y hablan de la India con desprecio. Te preguntan que cuál te gusta más, la India o Nepal. Un nepalí visiblemente borracho me decía, con una ofuscación muy poco budista, que Buda nació en Nepal pero que esos malditos indios dicen que nació en la India.

Aparte de todo esto, los nepalíes me parecieron gente muy pacífica y relajada, mucho más tranquilos que los indios. Me hice amigo de un pastelero (la Boston Bakery) que se me quejaba de que no tenía clientes; en esto pasaron unos guiris por la puerta y les llamó, "hello my friends!". Entonces yo le dije al pastelero que esa no era manera de captar clientes, que si él me hubiera llamado así yo nunca hubiera entrado en su pastelería, y que mejor pusiera un cartel o algo en la calle. El pastelero me miraba como si yo fuera un profeta revelándole algún secreto ancestral. El último día estaba muy preocupado porque a su hija pequeña le había salido una pupa en la boca. Yo, convertido en gurú, le dije a la niña que dejara de tocársela con el dedo y al pastelero que no se preocupase. Una gran persona, la verdad.

Me hice amigo de la gente del hotel, que era una familia de Indo-japoneses un poco raros. La madre y la hija se preocupaban mucho por qué había comido y dónde; el padre porque no le ensuciara las páginas del periódico; y el hijo era un alma en pena, siempre limpiando el jardín o los pasillos o los cristales; pero un día le encontré en un rincón tocando la guitarra, y creo que incluso sonreía un poco.

Más nepalíes... la vendedora que me sirvió un té y que, cuando le pregunté por su marido (pregunta de rigor) me dijo con cierta satisfacción que estaba muerto. El señor un poco sinvergüenza que me pidió si podía escribirle un email en inglés a unos posibles clientes (digo lo de sinvergüenza porque me tuvo liado una hora y media y no me ofreció ni un mísero té). El camarero del restaurante al que iba a cenar todas las noches, que se aprendió lo que iba a pedir (unos fideos que habían demostrado ser inofensivos para mi estómago, un poquillo chungo últimamente), y que se me despedía muy contento diciéndome "see you tomorrow!". Los pintores que se ponían en fila al final de una calle a pintar todos el mismo paisaje del perfil montañoso (que claramente no era lo que se veía desde allí), y la pequeña multitud, niños, niñas y viejos, que en silencio observaban el movimiento de los pinceles como si fuera un milagro (en los últimos tres meses, nunca he visto un grupo de gente tan silencioso, tan respetuoso con el trabajo ajeno). Por la tarde, en el río que bajaba de la presa, se ponían unos pescadores con sus cañas y bastante poco éxito. Y, para resumir, sencillamente todo el que saludaba con un alegre "namasté!!", y que hicieron mis días en Pokhara geniales e inolvidables.

Habréis notado que este post es un poco soso y meloso; no os preocupéis porque a continuación vienen curvas. Nunca mejor dicho. El próximo día os cuento mi viaje hasta la frontera y Benarés; cómo un gorkhali utilizó mi hombro de almohada, y yo utilicé a su vez una caja de cartón. Se acabó la paz.

viernes, 18 de abril de 2014

Últimos días en Kasthamandap

Son las siete de la mañana y escribo esto desde un banco junto al lago Phewa en Pokhara, la segunda ciudad más grande de Nepal. La esperanza que perdí en Katmandú, Pokhara me la ha devuelto.

Una mañana, en Katmandú, dejé la mochila en la recepción del hotel (cosas sin importancia: medicinas, pasaporte, jabón, calzoncillos limpios); cogí lo verdaderamente importante (cargador para el móvil, paquete de galletas, bote de mermelada) y me fui en trasporte público hasta el pueblo vecino de Nagarkot, en las montañas. Aclaro lo de trasporte público porque es toda una experiencia: el autobús se coge en mitad de la calle (sólo hay que esperar a que pase uno con el revisor gritando "¡Nagarkot!" desde la puerta), hay un apretujamiento máximo, música nepalí a todo volumen y gente viajando en el techo. Yo querría haber viajado en el techo pero aún había asientos libres cuando lo cogí.

Katmandú está situada en un amplio valle neblinoso rodeado de montañas; Nagarkot es un pueblecito idílico en la cresta de un monte, varias casas y hostales desperdigados, y muchísimos senderos que se pierden en todas direcciones. Los nagarkotíes son muy amables (en este post os prometo un gentilicio aún más exótico), siempre sonrientes y saludando con un Namasté caluroso (he aprendido que Namasté quiere decir "lo Divino que hay en mí saluda a lo Divino que ha en ti"). Una vez me hube instalado en un hostal, me di un paseo por la zona y vi una puesta de sol surrealista; el sol amarillo desapareció bajo el horizonte, un poco más abajo reapareció naranja, volvió a desaparecer y un poco más abajo volvió a salir, rojo. Luego volví a Nagarkot haciendo footing porque se hacía de noche y me daban miedo las panteras. Pero el objetivo principal de estar allí era el amanecer de la mañana siguiente. Me habían dicho que, al amanecer, antes de que suba la niebla, se ve en el horizonte el perfil majestuoso del Himalaya y, si está particularmente claro el día, es posible ver incluso el Everest.

Así que me desperté a las cuatro de la mañana, me enfundé en mi chaquetón porque hacía mucho frío, y subí a la terraza del hotel a ver cómo amanecía. Me puse incluso musiquita mística, apropiado para lo sublime del momento. Aquel sería el clímax de mi viaje y, quizás, de mi vida; tendría una revelación o algo.

Finalmente, no se vio un mojón. Ni el Everest, ni el Kanchenjunga, ni siquiera un miserable pico nevado sin importancia. Tenía la misma visibilidad del Himalaya que de los Andes. El sol salió entre la niebla y a las diez de la mañana, cuando ya me había escuchado toda la música mística y no mística que hay en mi móvil, y era evidente que no se iba a ver nada por culpa de la niebla, desayuné las galletas y la mermelada, que me supieron amargas, y me fui a dormir.

Se ve que en Nagarkot los miércoles son el día de bañar a los niños: aquella mañana en la puerta de cada casa estaban las madres bañando a sus hijos en barreños. La verdad es que el pueblo es bucólico hasta decir basta; pero los perfiles montañosos que se ven en las fotos son un engañoso cebo para los pringadillos como yo.

Katmandú, Kasthamandap, "el Refugio de Madera", la ciudad que es a la vez un sueño plácido y una pesadilla, siguió sorprendiendome. Un día me di un largo paseo hasta el templo de Pachupati; es increíble, en una sola mañana, las variaciones urbanas que pueden verse: la zona turística, reconfortante pero falsa; la zona de las empresas, con tráfico atroz y edificios futuristas espantosos; la zona pobre, junto al río-alcantarilla, con senderos rocosos y embarrados en lugar de calles; la zona residencial, con casitas bonitas, templecitos y niños que van al colegio en uniforme. Finalmente, el conjunto de templos de Pachupati. Irónicamente, el ídolo principal del templo principal es una escultura fálica. Para entrar al recinto había que pagar 1500 rupias, pero me hice el longuis, me puse la mascarilla y entré sin problema. Paseé entre las monumentales pagodas y vi que salía humo de cerca de una de ellas. Algún tipo de hoguera ritual, me dije. Me acerqué a mirar. Piras funerarias.

Me voy a poner serio. Mi primera reacción fue una gran impresión. Sobre todo, porque no me lo esperaba: yo sabía que tarde o temprano vería piras funerarias (el corrector insiste en cambiarme Piras por Puras, qué mal rollo macho), pero no esperaba verlas en ese momento, tan de repente. Ahí, junto a un río sucio, se levantaba una hilera de plataformas de piedra: en algunas no había nada, en otras había madera amontonada, y en otras ardían hogueras. Una parte de mi cerebro se resistía y pensaba que probablemente lo que ardía era sólo madera, como si estuvieran ensayando cómo hacer la pira. Jajaja. Crucé un puentecito, me senté a la sombra de una especie de capilla, y ante mis ojos se desarrolló lo siguiente.

Unos hombres llegaron cargando unas angarillas con un bulto envuelto en telas naranjas, y lo dejaron en el suelo. Un cadáver, vamos. Entretanto, un sacerdote había apilado madera en una de las plataformas de piedra, y disponía a su alrededor hierba seca y paja mojada, para que ardiera más lentamente. La familia del muerto iba reuniéndose poco a poco; a todo esto, pasaban vendedoras con botellas de agua, y un grupo de niños la estaba liando muy cerca. Dos empezaron a pegarse y de una capillita salió un hombre con un palo para que se relajaran. Otros niños nadaban en el riachuelo y pasaban por el fondo imanes atados a cuerdas para capturar monedas. No os imaginéis un río grande: no eran más de dos metros de ancho, y el agua es negra y maloliente. Hay monos y perros merodeando. A todo esto, al muerto nadie le hacía ni caso (un soplo de viento levantó la tela y desveló que era una muerta). Trajeron luego un par de cadáveres más, y esto que os cuento empezó a desarrollarse por triplicado.

Pusieron a la muerta en una plataforma inclinada, y ahí la cubrieron de polvos rojos, flores y arroz. Le encendieron varillas de incienso y luego dejaron al descubierto su rostro y le dieron a beber agua del río. Se me ocurren muchas bromas al respecto pero me las ahorraré. Luego transportaron el cuerpo, entre lloros, hasta lo alto de las maderas apiladas. Uno de los familiares cogió una antorcha y la colocó a la altura del cuello de su difunta; el sacerdote cubre de paja el cuerpo, y al poco todo empieza a arder; primero con mucho humo, luego mucho fuego feroz.

Cuando sólo quedan cenizas y madera carbonizada sobre la plataforma, y ya hace tiempo que la familia se ha ido, el sacerdote empuja los restos con palos y escobas al río; limpian la plataforma humeante con agua, y se queda esperando a la siguiente pira. A la pregunta morbosa que todos nos hacemos, ¿a qué huele?, respondo: a nada. Ni se huele ni se ve nada mórbido ni siniestro. De hecho, pasado el choque inicial, al final lo encontré todo muy natural, incluso relajante: había un cadáver y al final no queda nada: polvo somos... Aunque no negaré que me quedé tocado para el resto del día; pero fue la primera impresión, los primeros segundos de espanto, los que más marcados se me quedaron en el interior.

A la mañana siguiente me iba del hostal, pero todos dormían profundamente y la puerta estaba cerrada con llave. Grave problema: mi autobús hacia Pokhara salía en media hora. Debajo de una escalera encontré durmiendo en un colchón a los mozos del albergue y, en un poyete, vi una llave; probé suerte y era la de la puerta principal. Dejé la llave donde estaba y me fui, riéndome al imaginarme lo perplejos que se quedarían cuando despertasen.

No es que yo quiera hablar de cosas malas, pero lo peor de este país no son los cortes de electricidad programados, ni los ríos, ni los vendedores de hachís; lo peor son los turistas. Yo soy turista, lo sé; y me alegro de ver y poder hablar con otros turistas, porque es más fácil compartir ideas e impresiones con un valenciano que con un jatamansino. Pero en Katmandú el turismo está masificado y hay gente que va en un plan muy chungo, y como el blog es mío pues aquí me desahogo. He visto a personas adultas regatearle cinco rupias (cuatro céntimos de euro) a una mujer que vendía botellas de agua. En las piras funerarias, había turistas con sus cámaras de fotos que se acercaban al fuego más incluso que el sacerdote. En una calle, después de rechazar a la gente que te va ofreciendo taxis, masajes, excursiones, hachís, me viene una chica europea a darme el flyer de un pub irlandés, como si estuviéramos en la calle Larios. Y mi última noche en el hotel estaba sentado en la recepción charlando con el recepcionista, y su hijo pequeño jugando por ahí con una pelota, cuando llegó un mochilero italiano muy maleducado. Sin siquiera preguntar el precio dijo que no quería pagar mucho así que prefería quedarse en el sofá de la recepción. El recepcionista accedió y el tío, sin preguntar siquiera, se puso a liarse un porro ahí mismo. Seguro que en Italia no hace lo mismo; perdonad que me ofusque pero me fastidió mucho.

Así que venía con un poco de miedo a Pokhara, que por lo que había escuchado es una especie de mochilerolandia; por suerte la experiencia nos hace más sabios. Nada más llegar pregunté a un chaval por dónde estaba la zona turística (para ir en la dirección contraria) y he encontrado un hotel precioso, junto al lago, con unas vistas espléndidas. Esta mañana, sin ningún tipo de esperanza, abrí las cortinas y vi lo que ayer me ocultaba la niebla cuando llegué, lo mismo que me ocultó la niebla en Nagarkot: una enorme cordillera nevada, majestuosa y que da casi miedo: el Annapurna. Si lo llego a saber, me pongo musiquita antes de descorrer las cortinas.

Pero ya me he extendido mucho por hoy y quiero darme un paseo. El próximo día os cuento de Pokhara.

martes, 15 de abril de 2014

La ciudad imprevista

Llevaba escrito un post larguísimo y detallado sobre Katmandú: Cat Stevens no se equivocaba, esta ciudad es fascinante, extraña y desconcertante. Pero no me convencía nada en absoluto lo que había escrito, siento que al traducir mi experiencia a palabras, todo se empequeñece. Y de repente, por culpa del dichoso teclado minúsculo, apreté la tecla equivocada y se ha eliminado el post entero. Quizás algún dios nepalí, descontento con lo que había escrito, se hizo momentáneamente con el control de mis dedos, y en el fondo me alegro. Intentaré ahora ser breve y no entrar mucho en detalles; Katmandú es como un libro abierto pero cuyo lenguaje no entiendo: sólo puedo fijarme en las ilustraciones. Demasiados templos y rituales, demasiada gente de ojos achinados y mirada solemne; contrastes brutales entre lo pobre y lo rico, lo bonito y lo repugnante. Katmandú no es un pueblecito bucólico entre las montañas sino una gran ciudad, increíble y excéntrica.

Llegué aquí después de diecisiete horas extenuantes en un pequeño autobús. Atravesamos bosques durante horas y horas, apenas había pueblos o tráfico, sólo bosques interminables. Cenamos en un área de servicio sórdida, y luego, para que el conductor no se durmiera, pusieron música nepalí a todo volumen, lo cual dio al traste con mis pretensiones de dormir durante la noche. El revisor era un chico joven que hizo casi todo el viaje asomado a la puerta abierta, bajándose en marcha en las paradas y los controles militares (había muchísimos), subiéndose también en marcha, avisando al chófer de cuándo podía adelantar, repartiendo botellas de agua entre los pasajeros, siempre moviéndose; pensé que su trabajo era el más entretenido del mundo. Al amanecer ya no había bosques sino montañas y ríos, y después de atravesar muchos suburbios en las laderas, llegamos a Katmandú.

Thamel, el barrio del centro, me chocó muchísimo. Es una zona enteramente dedicada al turismo: una cantidad innumerable de hoteles, restaurantes, agencias de viaje, librerías, se extienden durante calles y calles, todos los establecimientos con sus carteles apiñados en las fachadas y los comerciantes llamándote desde la puerta como si fueras un monedero con patas; y turistas por todos lados. Un tío me dijo que me podía proporcionar una habitación por seiscientas rupias; una vez que hube visitado la habitación, el precio ascendió milagrosamente a dos mil rupias; lo rechacé, y encima les dolió. "You won't find nothin better, sir". Finalmente encontré la excelente Madhuban Guest House por quinientas rupias, con un servicio amabilísimo y una azotea con florecillas. Caí rendido en la cama.

Cuando esa tarde salí a dar un paseo, vi una Katmandú diferente: la de los templos. Todos los alrededores de Thamel son callejuelas, polvorientas y descoloridas, y templos, templos, templos. Templos de todos los tamaños, desde pequeñas hornacinas en la calle hasta enormes pagodas de tejados rojos. Son templos hindúes pero nada que ver con los indios: aquí están adornados con dragones dorados, serpientes de cascabel y demonios grotescos con cuernos y ojos siniestros. También hay templos budistas (estupas), que son como bulbos que sobresalen de la tierra, y desde arriba, pintados en un pivorote, los ojos de Buda observan lo que pasa. Y luego hay templos combinados, un festín de banderolas de colores con plegarias escritas para que el viento las agite, infinidad de campanas que todo el mundo puede tocar, estatuillas de Buda, Shiva, Ganesh; e hileras de cilindros con rezos grabados en ellos, que la gente puede girar para que el rezo se ponga en movimiento. En el centro de todo este lío está la Plaza de los Palacios de Katmandú, una explanada llena de pagodas impresionantes sobre pirámides escalonadas. Me senté un largo rato en la puerta de una de ellas, mirando la plaza a mis pies: coches, perros, bicis, verduleras, zapateros, todo transcurría frente a mis ojos, real, sorprendente y emocionante. Esta plaza es patrimonio de la humanidad de la Unesco.

Por la noche cené en la agradable compañía de una chica americana y su madre, que se disponían a hacer una expedición por el Annapurna. De vuelta al hotel, no había electricidad en las calles, todo el mundo iba con linternas o se congregaba en torno a los comercios que tenían su propio generador; era un ambiente mágico.

A la mañana siguiente hice una excursión andando hasta el barrio de Lalitpur y vi una Katmandú diferente. Vi grandes avenidas con mucho tráfico. Katmandú es una de las ciudades más contaminadas del mundo y mucha gente lleva mascarilla; me compré una y tuvo inesperado efecto secundario: la gente debió creer que era de allí y dejaron de hostigarme; así que desde entonces, incluso en los lugares con menos tráfico, voy con la mascarilla puesta, y es mano de santo.

También vi la Katmandú pobre, la que vive en torno a los ríos, alejada de las zonas turísticas. Paseé junto a los ríos Bagmati y Bishnumati, y estos ríos han sido una de las cosas más deprimentes que he visto, no ya en este viaje sino en toda mi vida. Un cauce enorme y polvoriento, en medio del cual fluye un arroyo negro y pestilente; el resto del cauce vacío es un vertedero descomunal, terrible, donde se persiguen los perros. Había familiad viviendo junto al Bishnumati, niños correteando, unos jóvenes tamizando el lodo, gente haciendo sus necesidades y una excavadora removiendo la porquería. Y yo me preguntaba, si esta gente visitase Europa, ¿les olerían tan mal las calles como a mí su río?

Lalitpur significa "la Ciudad de la Belleza" y es sin duda muy hermosa, con templos y más templos, y una Plaza de los Palacios imponente pero que sólo vi de lejos porque costaba 750 rupias entrar y no me merecía la pena. Me tomé una fanta en una terraza con vistas a un horizonte de pagodas, y había unas señoras extranjeras a mi lado que trataban con mucha insolencia a los camareros y me daban ganas de decirles algo. Los camareros eran casi niños. En Katmandú, los niños trabajan: entré el otro día en la cocina de un restaurante para lavarme las manos, y el friegaplatos no tenía más de doce años.

Subí a un monte-templo budista de nombre impronunciable (Swayambhunath). Había que subir muchísimos escalones vertiginosos, y a falta de seis escalones para la cima hay una oficinita donde a los extranjeros les exigen doscientas rupias. Yo no llevaba encima ese dinero (o quizás sí), y le comenté a los encargados que deberían poner la oficina debajo, no arriba; se rieron y me dejaron pasar. Allí arriba había una estupa gigantesca y muchísimos otros monumentos sagrados, campanas, velas, rodillos giratorios (soy fan de girar rodillos), puestecillos de helados, un estanque donde tirar monedas, monos y turistas. También muchos monjes con túnicas naranjas y pelo rapado jugando a una especie de billar, y otros cuantos en un patio jugando al cricket. Y ahí debajo se veía Katmandú, descolorida, enorme y neblinosa.

Volví al hotel con la cabeza girando, como los rodillos, ante tantas cosas. Empezó a llover un poco. Vi una hoguera gigante donde quemaban basura. Y muchas pandillas en la calle: chicas de ojos achinados con minifalda y tacones, chicos con tupé y la camisa desabotonada. Había cierto ambiente festivo pero, de todas las opciones posibles, la última que imaginé fue que estuvieran celebrando la nochevieja.

Me enteré a la mañana siguiente. Escuché hablar español en el pasillo del hostal y no pude resistirme a salir: así conocí a Andrés, Anabel y Leo cada uno de un país latinoamericano distinto. Se disponían a desayunar en la terraza, al solecito, y literalmente me acoplé con ellos: no se puede desaprovechar tan a la ligera la oportunidad de hablar la lengua materna. Ellos me contaron que la noche anterior fue la nochevieja nepalí y que hoy era el primer día del año 2071. Fui a comprarme mi desayuno a la tienda de la esquina (yogur, galletas y mermelada de ciruela), y el tendero, efectivamente, me saludó con un "happy new year!".

Pasé el día con estos tres chicos, que eran muy majos y tenían muchas cosas interesantes que contar. Y echamos el día visitando dos lugares sagrados para el budismo pero diferentes como el día de la noche: primero fue el monasterio de Kolpan en lo alto de una colina: aquello era todo paz, silencio, césped bien cortado, estatuas inmaculadas; no había turistas, sólo niños rapados ataviados con túnicas rojas y naranjas, y monjes adultos que paseaban tranquilamente. En un pequeño edificio había un rodillo gigante que hice girar con gran satisfacción. En el centro del monasterio había un templo magnífico custodiado por estatuas siniestras.

Luego vino la estupa gigante de Boudhanath: el ruido, la masa. El taxi nos dejó junto a la entrada de una plaza de la que entraba y salía un río desbordado de gente. Esta estupa es una de las más grandes del mundo y había mucha, mucha gente dándole vueltas. En la plaza se aglomeraban los grupos de fieles sentados en el suelo, rezando, comiendo arroz y frutas y haciendo girar rodillos portátiles. Había vendedores de todo lo imaginable (un tío le vendía flautas a los niños); había incluso un puesto portátil que, no me preguntéis por qué, hacía chequeos sanitarios por tres mil rupias. Buscamos en las callejuelas adyacentes un sitio donde comer y encontramos un restaurante tibetano junto a un templo del que salía una música relajante. Después, agotados, cogimos un taxi (el gremio de los taxis hizo el agosto con nosotros) y volvimos a Thamel, el gueto turístico, donde al menos entendemos lo que está pasando, con sus carteles de Bob Marley y de free wifi.

Me echaron del hotel: mea culpa, que dije que me quedaría sólo una noche y ya íbamos por la tercera. Por suerte en Katmandú no es difícil encontrar alojamiento y en menos de tres minutos ya estaba instalado en el hotel de al lado, que tenía cuarto de baño privado pero cortes permanentes de electricidad: pasé la tarde a la luz de una vela.

Cuando anocheció y salí a dar una vuelta con mis tres amigos para festejar el año nuevo, una Katmandú diferente volvió a sorprenderme. En la Plaza de los Palacios habían instalado dos escenarios con música y bailes (la plaza es enorme y hay espacio suficiente). Me subí a lo alto de la pagoda más alta y era increíble, estaba todo lleno de gente, las pirámides y las calles; en el escenario más cercano había una chica oriental haciendo contorsiones al ritmo de un sitar, y a lo lejos, en el otro escenario, se veía a la multitud dando botes al ritmo de rock and roll.

Más tarde, después de cenar en un bar adornado con lámparas y globos de colores, pasamos por una calle enorme en la que había instalado un tercer escenario. Aquí el desfase era completo. Cientos de jóvenes (muy pocas chicas, sólo hombres) bailaban como locos al ritmo de una música ensordecedora y machacona. Bajo el escenario, varias personas dormían; desconozco por qué escogieron precisamente ese lugar. Láseres y focos iluminaban el cielo, probablemente consumiendo los megavatios que faltaban en mi hostal. Hasta mucho después de dejar de verse el escenario, la música seguía escuchándose. Era una situación surrealista, un colofón inesperado, como todo en esta ciudad, incluyendo mi propia presencia.

Katmandú es muy diferente a las ciudades indias que he visitado... Por decirlo así, es como si las ciudades indias fueran más inocentes, más naïves, y Katmandú más perversa. Militares con metralletas patrullan las calles. Se ve que hay mucha droga, se ve que hay mucha miseria, y se intuye, bajo tanta sala de masaje y espectáculos de baile exótico, mucho comercio sexual. Un ejemplo tonto pero, a mi vista, significativo: en la India, la gente cree que se ponen malos por culpa del clima... en Katmandú llevan mascarillas. Sin embargo, es una ciudad única y que atrapa, no le encuentro sentido a nada de lo que pasa pero la alegría, la tristeza, el asombro, son lenguajes universales.

A todo esto, no sé si mis valoraciones son válidas, a fin de cuentas llevo menos de una semana en Nepal. Así que no me toméis muy en serio.

Para terminar, no sé si a los dioses les habrá satisfecho esta vez el post. Supongo que no; pero habrán sentido lástima de mi y me dejarán en paz por esta vez.

jueves, 10 de abril de 2014

Camino a Nepal, segunda parte

No me puse camino a Nepal por gusto. El caso es que la visa de turismo para 6 meses, como la mía, tiene la condición de que tengo que dividir mi estancia en dos partes: "cada estancia no podrá exceder los 90 días", dice bien clarito. Así que tenía que salir del país tarde o temprano; España me pilla un poco a trasmano y mi barba aún no ha crecido lo suficiente como para pasar desapercibido en Afganistán; así que Nepal me pareció una buena opción, y la frontera desde Banbassa (en la India) hasta Bhimdatta (en Nepal), la más cercana.

BANBASSA

De nuevo un viaje infernal, desde Haridwar a Banbassa. Los dos autobuses anteriores eran privados o "deluxe". Éste era un autobús de línea... durante ocho horas... por una carretera absolutamente destrozada, y un conductor kamikaze claxonero. Por suerte era en llano y no había curvas. La conducción aquí es un puro adelantamiento, hay dos carriles y ambos se pueden utilizar para los dos sentidos; los arcenes también. A veces pasábamos por zonas de cultivos o de bosque, pero por lo general el paisaje parecía un pueblo continuo, siempre hay casas, siempre hay tiendas, siempre hay gente, parados o en movimiento, a caballo o en bici o en carros o embutidos en furgonetas. Es verdaderamente abrumadora la cantidad de gente que hay en todos lados.

Quiero hacer un paréntesis-mención a los camiones indios. Son numerosísimos, creo que es el tipo de vehículo que más circula, y son muy divertidos. He leído por ahí un símil muy acertado, y es que parecen carrozas del desfile del orgullo gay. Y es verdad. Todos los camiones, sin excepción, van pintados de colorines, sobre todo la cabina. Por encima de los colores, dibujos, sobre todo corazones, ojos y pavos reales. De todas partes cuelga espumillón, cascabeles, borlones, cintas brillantes; hay muchos camiones de cuya delantera cuelga una zapatilla. También tienen pintados muchos símbolos religiosos, Oms (que es el símbolo más sagrado de todos) y esvásticas y lo que se les ocurra. Por encima de todo este color y brillantina, mucha información escrita: números de teléfono, tipo de permiso de circulación (toda India, o bien sólo algunos estados), y una serie de emblemas: "India is great"; "claxon por favor" y "echa las largas por la noche" (para los que quieran adelantar); y "deja distancia de seguridad, que yo no lo hago". Además, el claxon suele ser alguna cancioncilla estridente y las luces de posición no son blancas ni amarillas sino de colorines intermientes. En resumen, cruzarse con un camión es todo un festival para los sentidos. Cierro paréntesis.

Si de algo he pecado en este viaje, ha sido de leer de antemano demasiada  información sobre los sitios que iba a visitar, o las situaciones a las que me iba a enfrentar. Había últimamente dos asuntos en particular que me preocupaban. El primero, que al parecer uno no podía salir de la India y luego entrar al día siguiente, sino que había que esperar como mínimo DOS MESES. Esto hubiera complicado un poquito mis planes, la verdad. El segundo asunto era que la frontera de Banbassa era difícil de cruzar: que si sólo abría a determinadas horas, que si los polis están borrachos, que si no es segura, que si hay que pagar la visa nepalí con dólares americanos y nadie sabe con seguridad si admiten euros. En Internet, la gente habla y habla sobre estos temas pero nadie sabe nada con certeza; y yo, cagueta como soy, me las veía negras para salir sano y salvo de este trámite. Así que en principio tenía pensado pasar de largo de Banbassa y alojarme en la ciudad vecina de Tanakhpur para al día siguiente, desde primera hora de la mañana, dedicarme con energías renovadas a cruzar la frontera y enfrentarme a todos mis enemigos. Y sin embargo, cuando el autobús paró en el pueblecito fronterizo de Banbassa a eso de las cuatro de la tarde, no se bien por qué impulso suicida, me bajé. Al cuerno los foros de Internet.

Banbassa es una aldea en medio del campo, cuatro casas y un bazar. Le pregunté a un señor que por dónde se iba a la frontera y me dijo que le siguiese, que él también iba para allá. Nos montamos en su moto y me condujo por las callejuelas y luego por un bosque de árboles majestuosos, un atajo, me dijo. Luego fuimos paralelos a un río durante un trecho, río que hace de frontera; luego cruzamos un puente muy largo y finalmente nos encontramos con el primer puesto de control. Ya está, aquí empieza la hecatombe, me dije. El señor no tenía que presentar ningún papel ni nada. Yo me bajé de la moto y entré en una cabaña-oficina. Allí había dos funcionarios, pero no estaban borrachos. Al contrario, eran muy agradables. Me hicieron algunas preguntas (algunas formales, otras por pura curiosidad), sellaron mi pasaporte, y cuando les expuse mi mayor miedo con voz temblorosa, me dijeron que podía volver a entrar en la India mañana mismo si quería, que lo de los dos meses no era cierto.

Volví con el señor de la moto (cuya amabilidad era un tanto sospechosa), y cruzamos un kilómetro de campo, tierra de nadie entre los dos países. Luego cruzamos otro riachuelo y volví a entrar en una oficina-casucha, esta vez de la autoridad nepalí. Ya está, ahora es cuando me dicen que no aceptan euros, sólo dólares, me dije; y hasta mañana no puedo entrar en la India a cambiar dólares así que voy a pasar la noche en tierra de nadie, a merced de las panteras. Pero nada de eso. El funcionario que me atendió estaba sentado en una silla con la funda de Justin Bieber. Veinte euros, varias preguntas, dos formularios, pasaporte sellado y hala, bienvenido a Nepal.

BHIMDATTA

El señor de la moto me llevó a la pequeña ciudad de Bhimdatta, la primera a este lado de la frontera. Me dijo que me ayudaría a encontrar un hotel, y yo no pude menos que aceptar. Un par de ellos estaban llenos, y al tercero encontramos una habitación bastante sórdida por un precio abusivo, pero que aún así vale menos que un yogur en Noruega, así que la acepté. Luego el señor de la moto desveló torpemente sus intenciones ocultas; me dijo que yo era muy simpático y me preguntó que si era verdad que en España las relaciones homosexuales eran legales, que si tal y que cual. Me dio mucha pena, la verdad; le di cien rupias por haber sido tan amable ayudándome a cruzar la frontera, y le dije que ya podía arreglármelas yo por mi cuenta.

Dejé mis cosas en el cuarto y salí a darme un paseo por la ciudad, en parte porque me apetecía mucho y en parte porque la habitación roza lo tétrico. Y la ciudad (más bien un pueblo grande), me sorprendió mucho. Me pareció increíble que con sólo cruzar dos puentes, el paisaje humano pudiera cambiar tanto.

A ver, todo está tan sucio como la la India o incluso más, hay basura por todas partes y en el restaurante en el que cené estaban en la mesa las migajas de antesdeayer. Hay vacas y perros por todos lados.

También hay miseria, quizás incluso más que al otro lado de la frontera, no se ve demasiado pero se nota. Los precios son ridículamente baratos. Por la noche, a la salida del restaurante, había un niño muy pequeño en la puerta, acariciando un billete de diez rupias que quizás es lo único que tiene en su vida. ¿Qué se hace en estos casos? No se puede hacer nada; la vida de ese niño está tan decidida como lo estaba la mía cuando tenía su edad e iba a la escuela. Yo llevaba un pastel en la mano y se lo di; ya sé que un pastel no es nada, pero mi mente europea necesita consolarse de alguna manera.

Pero esta ciudad también me ha dado una de cal y otra de arena. Hay una paz, una tranquilidad, inauditas. Hay tráfico pero muy pocos bocinazos. No hay rickshaws, esos cafres omnipresentes en las calles indias. Se puede andar tranquilamente, no hay aglomeraciones ni gente durmiendo en mitad de la acera. Quizás sólo sea esta ciudad y el resto del país vuelva a sorprenderme; por el momento, es lo único que puedo contar. Es muy llano, hay mucho campo por todos lados, mucho bosque, y en el horizonte se perfilan altas montañas. Me di mi paseíto, y la gente se me quedaba mirando, pero no con frialdad ni para venderme nada, sino con sonrisas y genuina curiosidad.

Me tomé una cocacola en la puerta de una tienda, y varios lugareños se me acercaron, uno de ellos incluso me habló un poco. Saqué dinero, muy bonitos los billetes, con animales y montañas. Y en un momento dado me olió a porro pero sólo era la marihuana que crecía en los bordes de la calle. Un bar, perdido en este lugar a su vez perdido de la mano de dios, anunciaba que sirven cerveza San Miguel. También hice por toda la ciudad una búsqueda de papel higiénico tan humillante como infructuosa.

Después del paseo, volví al hostal, pedí al recepcionista que por favor pusiera agua corriente en mi habitación, y luego, lleno de esta extraña y contradictoria paz, salí a cenar. El camarero que me sirvió se me quedó mirando fijamente mientras comía, con una sonrisa de oreja a oreja, maravillado quizás ante mi destreza con el tenedor.

FINAL MELOSO

Así que mis dudas y mis miedos se esfumaron y ahora parece que nunca existieron, cuando de hecho me he pegado bastantes días preocupado por todo este lío administrativo. En este viaje, todas mis expectativas e ideas preconcebidas están siendo constantemente destruidas... hay tanta gente por todos lados que forzosamente, para que esto no se colapse, las cosas tienen que fluir, que funcionar sin demasiadas complicaciones.

Aquella noche antes de acostarme estuve escuchando la canción "Katmandu" de mi viejo amigo Cat Stevens. No es casualidad, me la puse a propósito, me parecía apropiado escucharla aquí y ahora. Katmandú se desvía un poco de mi ruta; la ciudad de Pokhara me venía muchi mejor. De hecho, llevaba unos días comiéndome la cabeza sobre adónde ir después: Katmandú o Pokhara, Pokhara o Katmandú; pero la canción parecía decidida a convencerme. "Katmandu, I'll soon be seeing you; and your strange, bewildering time, will keep me home...". No estoy del todo seguro de lo que quiere decir pero suena bien. Decidí consultar con la almohada qué hacer después, si ir a Katmandú o seguir mi ruta prevista. Pero de repente tampoco me preocupaba tanto adónde iría a la mañana siguiente.

Camino a Nepal, primera parte

Escribo esto desde la pequeña y pacífica ciudad de Bhimdatta, en Nepal, país al que me convenía venir por motivos de visado. Estos últimos días han consistido básicamente en largos e infernales viajes en autobús, desde la paz de Manali hasta la paz de aquí, que me dispongo a relataros en dos partes para que no os aburrais y para tener así el doble de comentarios.

SHIMLA

Como venía diciendo en el post anterior, me despedí de Manali de madrugada, cuando todo el mundo dormía y nadie podía convencerme de lo contrario; de otra manera hubiera entrado en un bucle y a estas alturas aún estaría rodeado de montañas e israelitas.

Me embarqué en un viaje infernal hacia Shimla; el paisaje era genial pero me mareé así que más que en los Himalayas me concentré en no vomitar. Después de muchas horas y de que unos chavales limpiaban el autobús a manguerazos, llegamos a Shimla, la ciudad-laberinto en la montaña.

Era la segunda vez en este viaje que vuelvo a una ciudad de la que me he ido (la primera vez fue a Ahmedabad después de la boda de Manali, la prima, no la ciudad), y la sensación es muy agradable. De alguna manera, conoces ya un poco la estructura y el ambiente del sitio, y puedes concentrarte más en disfrutar el lugar y explorar los sitios más recónditos. De todas maneras no sé para qué digo esto porque en los dos días que estuve de vuelta en Shimla no dejó de llover así que estuve encerrado en casa con Unara, Tarim, y el lacónico padre de familia.

Me contaron historias de fantasmas. Y os digo una cosa: una historia de miedo en la India, contada por un indio que se la cree a pies juntillas, da mucho miedo. Unara me contó mientras cocinaba cómo una noche hace muchos años llegó a Delhi y se perdió en unas calles neblinosas,  y que un señor vestido de negro al que no llegó a verle la cara la acompañó exactamente al lugar que buscaba y que luego desapareció sin dejar rastro. También me contó que en el oscuro y desierto camino de Shimla a Sanjauli, una noche un joven volvía del cine y se encontró a un vendedor solitario vendiendo naranjas, y que cuando el chico se le acercó, vio que el hombre tenía las uñas larguísimas y horribles; que le dio mucho miedo y en esto pasó un desconocido en moto que se ofreció a llevarle a Sanjauli, pero cuando se acercó vio que sus uñas también eran largas como cuchillos... por último me contó que en esa misma casa había habido un espíritu maligno, precisamente en la habitación donde yo duermo; pero que vino un día un gurú exorcista y lo echó de la casa para siempre. Suena a risa pero con la lluvia arreciando fuera, cuadros por toda la casa representando dioses siniestros, y los ojos temibles de Unara clavados en mí, me rilé bastante.

El nueve de abril, para celebrar la víspera del cumpleaños del dios Rama, celebramos en casa una pooja, que es un pequeño ritual religioso en el cual se le ofrece algo al dios. Todo fue muy solemne. Por la mañana nos duchamos (órdenes de la madre) y Tarim le pasó cristasol a los cuadros de los dioses siniestros; luego nos reunimos en torno a la foto de un templo y unas velas aromáticas, Unara recitó unos versos, luego nos pusimos un punto de color en la frente y nos servimos cada uno un plato de comida, incluyendo un plato para el dios, que más tarde el padre llevaría al templo. Para terminar, nos pusimos unas pulseras cuyo significado desconozco. Bueno, en realidad desconozco todos los significados.

DEHRADUN

El día de la pooja no dejó de llover y granizar, para terror de los monos que no dejaban de gritar por los tejados. Cuando escampó, al anochecer, fue hora de irme. Me las prometía muy felices en un autobús nocturno catalogado como "deluxe". Jajaja.

Fue otro viaje infernal. No pegué ojo en toda la noche, y no porque no quisiera sino porque mi ventana no cerraba bien, y entraba un frío pelón. Además de que el asiento era bastante incómodo. Así que sufrí en silencio toda la noche, pero no era plan de quejarme: ¡algunos indios tenían que ir de pie en el pasillo!

El autobús nos dejó, sobre las 5.00 am, en la ciudad de Dehradun, que permanecerá ignota en mi memoria. A las 5.01 un rickshaw wala se me ofreció, muy seguro de si mismo, a llevarme a Haridwar por ochocientas rupias; a las 5.02 cogí un autobús que me llevó a Haridwar por sesenta.

HARIDWAR

De nuevo en una ciudad que ya había visitado: good vibrations. Ya sabía adónde ir: el Hotel Dorado; sabía hasta qué habitación era la que tenía el cuarto de baño occidental (la 105). Me eché una siesta, luego pasó una boda por la ventana armando gran jaleo y tirando fruta; a mi me lanzaron un plátano, y salí a darme un paseo para comérmelo tranquilo.

Dos pasos di en la ruinosa acera, cuando por no mirar bien, tropecé con algo y se abrió una pequeña herida en el pulgar; nada serio pero con sangre. Maldito país, me dije. Pero la India te da una de cal y otra de arena. Un minuto más tarde, estaba sentado en la parte se atrás de la moto de un desconocido, que me llevó a una farmacia a curarme la herida y ponerme unas tiritas. Bendito país, me dije. Luego me llevó de vuelta al hotel y le regalé lo único que llevaba en la mano: el plátano.

Lo mejor de Haridwar fue un nuevo amigo que hice, un chico canadiense llamado Martin, que se hospedaba en mi mismo hotel. Pasamos juntos el rato, caminando por Haridwar, charlando mucho y maravillándonos una y otra vez ante la gente, siempre la gente.

Era el cumpleaños del dios Rama (que en realidad no es un dios sino una personificación de Vishnu, que sí que es un dios), y al atardecer había una gran multitud a orillas del Ganges, entregada a él. Ruido por todas partes, campanas, tambores, cánticos, rezos por megáfono; fuego, ya sea antorchas agitadas por monjes o pequeñas candelas que el agua se lleva, o en unas bandejitas que pagas unas rupias y puedes pasarte el humo por la cara. Vendedores y vendedoras, timadores, mendigos, santones agitando varas con cascabeles. Gente bañándose, claro, bebiendo el agua, echándola al público; gente casi en cueros, y alguno que otro en cueros. No hay solemnidad ni silencio, es como una gran fiesta, la gente se empuja en el agua, se hacen ahogadillas, los niños pasan redes por el fondo para hacerse con las rupias que otros han tirado; y por encima de las casas, presidiendo la escena, un cartel gigante que dice Nokia Conecting People.

Es tan impactante todo, tan constructivo pero demoledor, que al final me quedé dos días más en Haridwar; y luego fue hora de despedirme de Martin y seguir mi camino.

sábado, 5 de abril de 2014

Shanti, shanti

Total, que me iba a quedar tres noches en Manali y al final por culpa del shanti shanti me quedé ocho. No os vayáis a creer que el shanti shanti es algún tipo de droga; el shanti shanti es la actitud de la gente de esta región de la India ante la vida, y básicamente quiere decir Tranqui tronco, Paz hermano (algo así como el mítico shuiya shuiya). En Manali nadie se apresura por nada. El tiempo pasa a un ritmo diferente entre el río y las montañas, los manzanos, los bancales de cebada y las cascadas. Así que fueron ocho días con un grupo de indios de mi edad majísimos, también unos pocos mochileros igualmente buena gente, muchas historias que compartir y cosas que aprender... más, perdonadme, de las que podrían caber en el blog...

También me di bastantes paseos-rutas por el campo, a pesar de que sabéis que bien prefiero un rascacielos a un ciprés; pero es que el paisaje en Manali es precioso (a propósito, si habéis memorizado cada palabra del blog, como bien espero, recordaréis que la novia de la boda a la que fui, la hermana de la prima guapita, también se llamaba Manali: qué juguetones son estos dioses). En dos ocasiones hice un paseo valle arriba hasta llegar a Solang, que es donde empieza la nieve. Allí hay muchísimos excursionistas, puestecillos de té y comida y de alquiler de equipamiento para esquiar y botas de agua, muchos jeeps, un teleférico, gente haciendo parapente, y sobre todo mucha nieve. Un poco apartado de este jaleo había un pequeño asentamiento tibetano, y tenían varios yaks con ellos. Son como vacas pero con los cuernos brillantes y afilados y el pelaje largo hasta el suelo; muy majestuosos. La segunda vez que fui a Solang fui con dos amigos; nos paramos en las aldeas a tomar té, subimos hasta una cascada, y una perra a la que bautizamos Nutella nos acompañó todo el camino desde Manali hasta Solang y luego de vuelta a Manali.

Las posibilidades de excursiones en Manali creo que son ilimitadas: hay más ríos, montes y cascadas de las que se puedan contar. Lo malo es que aún mucha nieve en las alturas así que aún no se pueden hacer muchas cosas. La carretera que va a Leh ("el Paraíso en la Tierra"), permanece cerrada hasta mayo porque el paso de Rohtang, a varios miles de metros de altura, está cerrado. Están excavando un túnel bajo la cordillera pero, aplicando el factor shanti shanti, tardarán más en construirlo que las pirámides. Pocas veces me he sentido tan dentro de una película como cuando entré en la oficina de turismo y pregunté: "¿está abierto el paso de Rohtang?". Pero no me quejo, faltaría más; es suficientemente placentero andar por un camino rodeado de cultivos que se extienden hacia arriba y abajo en cientos de niveles, saludando a las mujeres y hombres que cargan con cestos, maderas y quéséyo, y a los niños que conducen burros o van al colegio con sus uniformes y sus mochilas gigantes.

En Manali hay dos templos famosos: el dedicado a Manu y el dedicado a Hadimba. Son templos muy pequeñitos, de madera, con poca decoración y cornamentas de animales colgando en la fachada. Al de Manu no entré: me daba pereza quitarme los zapatos (shanti shanti, me dije). El de Hadimba en realidad no es un templo en sí sino una protección para el auténtico templo, que es una pequeña caverna bajo una roca, muy misteriosa, donde arde un pequeño fuego. Hadimba es una diosa-demonio, y según me contaron el templo lo construyeron para que durara siglos sin tener que hacer reformas, pues la diosa se enfada si tocan el templo y entonces hay que sacrificar muchos animales si quieren, por ejemplo, reparar el tejado. Vi también un árbol que era en sí un templo, junto al cual había mujeres con yaks, o sosteniendo en brazos unos conejos enormes: veinte rupias si quieres una foto con el yak o con el conejo. Sin embargo, el templo más chulo no aparece en ninguna guía ni había nadie visitándolo: un día me eché a andar por un sendero monte arriba y en lo alto encontré una pequeña cabaña de madera que era un templito. Allí me quedé un rato largo mirando el horizonte nevado y el pueblecito disperso, shanti shanti total.

El pueblecito. Manali en sí no es nada del otro mundo, una pequeña ciudad turística, con muchos perros, unos pocos monos, tropecientas agencias de viajes y hostales, y muchos indios de otra parte de la India que a veces parecían más guiris que yo mismo. Había excursiones de instituto, grandes masas de niños y niñas ruidosos que hacían, por ejemplo, tirolina en el río. Yo me quedaba en Old Manali, más tranquilo, menos masificado, lleno de israelíes.

Lo de los israelíes en la India es algo bastante sorprendente. Hay muchísimos. El caso es que, después de tres años de servicio militar obligatorio (no es obligatorio, dicen, pero si no lo haces se te considerará un deshecho social), les dan un dinerillo y entonces se vienen a la India de tranquileo, hasta que les dure el dinero. Por lo general no hacen excursiones, no se mueven apenas, no se integran; hacen sus grupillos y van a sus propios restaurantes (en Manali había muchos carteles en hebreo). En mi hostal había dos, muy buena gente. Uno de ellos por la mañana se envolvía en una tela blanca, se agarraba unas correas al brazo y rezaba con la Torá en la mano; luego dejaba todo el instrumental en la habitación y se ponía en el patio a escuchar música machacona a toda voz y a fumar cigarrillos. Me contaron que hay gente en Israel especializada en venir a la India a llevarse de vuelta a los jóvenes que vienen y, entre tanto shanti shanti y marihuana, se "pierden" aquí durante años.

He renegado a veces, lo sé, del contacto con otros mochileros, pero es que a veces llevan un plan jipi-piji-esotérico que no me gusta. Pero es verdad que también hay muchos con grandes historias que contar, y en Manali escuché unas cuantas. Por ejemplo, el chico holandés de diecinueve años y mejillas sonrosadas que se compró un camello en Rajastán y estuvo tres semanas viajando por el desierto de aldea en aldea; luego vendió el camello. También hay historias de gente que lleva viajando años y años y que, al cabo de tanto tiempo, acaban perdiendo un poco el norte. Un chaval coreano, el pobre, que tenía diarrea aguda y sin embargo se hizo un viaje de doce horas en autobús, no sé en qué condiciones. Gente que ha venido veinticuatro veces a la India, gente sin billete de vuelta, gente que viaja sin tarjeta de crédito, gente increíble, en resumen, aventureros sobre los que se podrían escribir libros.

También había unos chavales y una chica de Delhi. Aquí hablan de Delhi como si fuera Nueva York (y probablemente lo sea). Urbanitas, modernos, todo puede suceder en Delhi. Nos contaron que recorrieron la "autopista" hasta Manali a 120 km/h (una parte de mi no se lo cree porque son indios y por lo tanto fantasmas, y otra parte sí porque son indios a secas), y que en Delhi venden los mecheros al peso: dame un kilo de mecheros (esto nos hizo mucha gracia a todos).

El hostal eran cinco o seis habitaciones en fila que daban a un cespecito que a su vez daba a una calle, un río y un bosque. La habitación estaba limpia a pesar de la intrusión de escolopendras, babosas y arañas (una de las cuales era como mi puño de grande e inhabilitó el uso del cuarto de baño durante varias horas). Yo me iba al jardincito a charlar con los indios. Había un montón, siempre entrando y saliendo, shanti shanti. Los que no trabajaban en mi hostal, trabajaban en otro; aunque sinceramente no había mucho trabajo que hacer. Una vez más, es sorprendente la relación con el dinero, extraña, casi perversa. Eran amigos de toda la vida, sin duda; pero se debían constantemente dinero unos a otros, hablaban de engaños; un día me quedé solo con uno que trabajaba en otro hostal e intentó convencerme para que me cambiara, que el suyo era más barato. Por mí mismo, y lo digo sin infantilismo, sentían auténtico aprecio y genuino interés; pero aún así me cobraban más dinero de la cuenta por la habitación, y también por la parca comida; yo prefería ir a un restaurante, para su desconcierto.

Pero aparte de esto, que lo cuento porque es chocante, son gente pacífica y muy amable. No se relacionan con niñas ("no quieren estar con nosotros porque fumamos", me dijo uno). Hablan de animales, de las montañas, de cuándo abrirá el paso de Rohtang, de películas, y de otras cosas pero como es en hindi no me entero. Uno de ellos estaba muy interesado en el reciclaje y las energías renovables (algo en lo que la India ciertamente NO es pionera) y me preguntaba muchas cosas.

Cada uno vive su religión a su manera; uno de ellos venía de una familia musulmana pero llevaba del cuello la foto del Dalai Lama, otro bendecía discretamente los porros antes de fumárselos (hay un cartelón en plaza del pueblo que advierte que está prohibido el consumo de cannabis; pero es difícil controlar esto en un lugar donde la marihuana crece hasta en los arcenes de la carretera). Por las noches a veces encendíamos un fuego (aunque de una manera bastante salvaje, pues para avivarlo le echaban gasolina), ponían música en unos altavoces y hablaban de hacer una cafetería en el tejado: siempre empezarían al día siguiente, pero con el shanti shanti, creo que aún pasarán años antes de que se sirvan cafés allí.

Así pasaron los ocho días, a veces con lluvia, a veces con sol, siempre con un frío pelón. Al octavo día me despedí de madrugada de dos indios madrugadores que estaban en el césped contemplando las montañas, y me fui. Podría haberme quedado, pero tengo aún muchos lugares que visitar, y algunos asuntos consulares que resolver... si en dos semanas no salgo de la India durante al menos un día, tendré ciertos problemas con la ley y se acabó el shanti shanti; por suerte Nepal está a tiro de piedra... así que al lío.