martes, 15 de abril de 2014

La ciudad imprevista

Llevaba escrito un post larguísimo y detallado sobre Katmandú: Cat Stevens no se equivocaba, esta ciudad es fascinante, extraña y desconcertante. Pero no me convencía nada en absoluto lo que había escrito, siento que al traducir mi experiencia a palabras, todo se empequeñece. Y de repente, por culpa del dichoso teclado minúsculo, apreté la tecla equivocada y se ha eliminado el post entero. Quizás algún dios nepalí, descontento con lo que había escrito, se hizo momentáneamente con el control de mis dedos, y en el fondo me alegro. Intentaré ahora ser breve y no entrar mucho en detalles; Katmandú es como un libro abierto pero cuyo lenguaje no entiendo: sólo puedo fijarme en las ilustraciones. Demasiados templos y rituales, demasiada gente de ojos achinados y mirada solemne; contrastes brutales entre lo pobre y lo rico, lo bonito y lo repugnante. Katmandú no es un pueblecito bucólico entre las montañas sino una gran ciudad, increíble y excéntrica.

Llegué aquí después de diecisiete horas extenuantes en un pequeño autobús. Atravesamos bosques durante horas y horas, apenas había pueblos o tráfico, sólo bosques interminables. Cenamos en un área de servicio sórdida, y luego, para que el conductor no se durmiera, pusieron música nepalí a todo volumen, lo cual dio al traste con mis pretensiones de dormir durante la noche. El revisor era un chico joven que hizo casi todo el viaje asomado a la puerta abierta, bajándose en marcha en las paradas y los controles militares (había muchísimos), subiéndose también en marcha, avisando al chófer de cuándo podía adelantar, repartiendo botellas de agua entre los pasajeros, siempre moviéndose; pensé que su trabajo era el más entretenido del mundo. Al amanecer ya no había bosques sino montañas y ríos, y después de atravesar muchos suburbios en las laderas, llegamos a Katmandú.

Thamel, el barrio del centro, me chocó muchísimo. Es una zona enteramente dedicada al turismo: una cantidad innumerable de hoteles, restaurantes, agencias de viaje, librerías, se extienden durante calles y calles, todos los establecimientos con sus carteles apiñados en las fachadas y los comerciantes llamándote desde la puerta como si fueras un monedero con patas; y turistas por todos lados. Un tío me dijo que me podía proporcionar una habitación por seiscientas rupias; una vez que hube visitado la habitación, el precio ascendió milagrosamente a dos mil rupias; lo rechacé, y encima les dolió. "You won't find nothin better, sir". Finalmente encontré la excelente Madhuban Guest House por quinientas rupias, con un servicio amabilísimo y una azotea con florecillas. Caí rendido en la cama.

Cuando esa tarde salí a dar un paseo, vi una Katmandú diferente: la de los templos. Todos los alrededores de Thamel son callejuelas, polvorientas y descoloridas, y templos, templos, templos. Templos de todos los tamaños, desde pequeñas hornacinas en la calle hasta enormes pagodas de tejados rojos. Son templos hindúes pero nada que ver con los indios: aquí están adornados con dragones dorados, serpientes de cascabel y demonios grotescos con cuernos y ojos siniestros. También hay templos budistas (estupas), que son como bulbos que sobresalen de la tierra, y desde arriba, pintados en un pivorote, los ojos de Buda observan lo que pasa. Y luego hay templos combinados, un festín de banderolas de colores con plegarias escritas para que el viento las agite, infinidad de campanas que todo el mundo puede tocar, estatuillas de Buda, Shiva, Ganesh; e hileras de cilindros con rezos grabados en ellos, que la gente puede girar para que el rezo se ponga en movimiento. En el centro de todo este lío está la Plaza de los Palacios de Katmandú, una explanada llena de pagodas impresionantes sobre pirámides escalonadas. Me senté un largo rato en la puerta de una de ellas, mirando la plaza a mis pies: coches, perros, bicis, verduleras, zapateros, todo transcurría frente a mis ojos, real, sorprendente y emocionante. Esta plaza es patrimonio de la humanidad de la Unesco.

Por la noche cené en la agradable compañía de una chica americana y su madre, que se disponían a hacer una expedición por el Annapurna. De vuelta al hotel, no había electricidad en las calles, todo el mundo iba con linternas o se congregaba en torno a los comercios que tenían su propio generador; era un ambiente mágico.

A la mañana siguiente hice una excursión andando hasta el barrio de Lalitpur y vi una Katmandú diferente. Vi grandes avenidas con mucho tráfico. Katmandú es una de las ciudades más contaminadas del mundo y mucha gente lleva mascarilla; me compré una y tuvo inesperado efecto secundario: la gente debió creer que era de allí y dejaron de hostigarme; así que desde entonces, incluso en los lugares con menos tráfico, voy con la mascarilla puesta, y es mano de santo.

También vi la Katmandú pobre, la que vive en torno a los ríos, alejada de las zonas turísticas. Paseé junto a los ríos Bagmati y Bishnumati, y estos ríos han sido una de las cosas más deprimentes que he visto, no ya en este viaje sino en toda mi vida. Un cauce enorme y polvoriento, en medio del cual fluye un arroyo negro y pestilente; el resto del cauce vacío es un vertedero descomunal, terrible, donde se persiguen los perros. Había familiad viviendo junto al Bishnumati, niños correteando, unos jóvenes tamizando el lodo, gente haciendo sus necesidades y una excavadora removiendo la porquería. Y yo me preguntaba, si esta gente visitase Europa, ¿les olerían tan mal las calles como a mí su río?

Lalitpur significa "la Ciudad de la Belleza" y es sin duda muy hermosa, con templos y más templos, y una Plaza de los Palacios imponente pero que sólo vi de lejos porque costaba 750 rupias entrar y no me merecía la pena. Me tomé una fanta en una terraza con vistas a un horizonte de pagodas, y había unas señoras extranjeras a mi lado que trataban con mucha insolencia a los camareros y me daban ganas de decirles algo. Los camareros eran casi niños. En Katmandú, los niños trabajan: entré el otro día en la cocina de un restaurante para lavarme las manos, y el friegaplatos no tenía más de doce años.

Subí a un monte-templo budista de nombre impronunciable (Swayambhunath). Había que subir muchísimos escalones vertiginosos, y a falta de seis escalones para la cima hay una oficinita donde a los extranjeros les exigen doscientas rupias. Yo no llevaba encima ese dinero (o quizás sí), y le comenté a los encargados que deberían poner la oficina debajo, no arriba; se rieron y me dejaron pasar. Allí arriba había una estupa gigantesca y muchísimos otros monumentos sagrados, campanas, velas, rodillos giratorios (soy fan de girar rodillos), puestecillos de helados, un estanque donde tirar monedas, monos y turistas. También muchos monjes con túnicas naranjas y pelo rapado jugando a una especie de billar, y otros cuantos en un patio jugando al cricket. Y ahí debajo se veía Katmandú, descolorida, enorme y neblinosa.

Volví al hotel con la cabeza girando, como los rodillos, ante tantas cosas. Empezó a llover un poco. Vi una hoguera gigante donde quemaban basura. Y muchas pandillas en la calle: chicas de ojos achinados con minifalda y tacones, chicos con tupé y la camisa desabotonada. Había cierto ambiente festivo pero, de todas las opciones posibles, la última que imaginé fue que estuvieran celebrando la nochevieja.

Me enteré a la mañana siguiente. Escuché hablar español en el pasillo del hostal y no pude resistirme a salir: así conocí a Andrés, Anabel y Leo cada uno de un país latinoamericano distinto. Se disponían a desayunar en la terraza, al solecito, y literalmente me acoplé con ellos: no se puede desaprovechar tan a la ligera la oportunidad de hablar la lengua materna. Ellos me contaron que la noche anterior fue la nochevieja nepalí y que hoy era el primer día del año 2071. Fui a comprarme mi desayuno a la tienda de la esquina (yogur, galletas y mermelada de ciruela), y el tendero, efectivamente, me saludó con un "happy new year!".

Pasé el día con estos tres chicos, que eran muy majos y tenían muchas cosas interesantes que contar. Y echamos el día visitando dos lugares sagrados para el budismo pero diferentes como el día de la noche: primero fue el monasterio de Kolpan en lo alto de una colina: aquello era todo paz, silencio, césped bien cortado, estatuas inmaculadas; no había turistas, sólo niños rapados ataviados con túnicas rojas y naranjas, y monjes adultos que paseaban tranquilamente. En un pequeño edificio había un rodillo gigante que hice girar con gran satisfacción. En el centro del monasterio había un templo magnífico custodiado por estatuas siniestras.

Luego vino la estupa gigante de Boudhanath: el ruido, la masa. El taxi nos dejó junto a la entrada de una plaza de la que entraba y salía un río desbordado de gente. Esta estupa es una de las más grandes del mundo y había mucha, mucha gente dándole vueltas. En la plaza se aglomeraban los grupos de fieles sentados en el suelo, rezando, comiendo arroz y frutas y haciendo girar rodillos portátiles. Había vendedores de todo lo imaginable (un tío le vendía flautas a los niños); había incluso un puesto portátil que, no me preguntéis por qué, hacía chequeos sanitarios por tres mil rupias. Buscamos en las callejuelas adyacentes un sitio donde comer y encontramos un restaurante tibetano junto a un templo del que salía una música relajante. Después, agotados, cogimos un taxi (el gremio de los taxis hizo el agosto con nosotros) y volvimos a Thamel, el gueto turístico, donde al menos entendemos lo que está pasando, con sus carteles de Bob Marley y de free wifi.

Me echaron del hotel: mea culpa, que dije que me quedaría sólo una noche y ya íbamos por la tercera. Por suerte en Katmandú no es difícil encontrar alojamiento y en menos de tres minutos ya estaba instalado en el hotel de al lado, que tenía cuarto de baño privado pero cortes permanentes de electricidad: pasé la tarde a la luz de una vela.

Cuando anocheció y salí a dar una vuelta con mis tres amigos para festejar el año nuevo, una Katmandú diferente volvió a sorprenderme. En la Plaza de los Palacios habían instalado dos escenarios con música y bailes (la plaza es enorme y hay espacio suficiente). Me subí a lo alto de la pagoda más alta y era increíble, estaba todo lleno de gente, las pirámides y las calles; en el escenario más cercano había una chica oriental haciendo contorsiones al ritmo de un sitar, y a lo lejos, en el otro escenario, se veía a la multitud dando botes al ritmo de rock and roll.

Más tarde, después de cenar en un bar adornado con lámparas y globos de colores, pasamos por una calle enorme en la que había instalado un tercer escenario. Aquí el desfase era completo. Cientos de jóvenes (muy pocas chicas, sólo hombres) bailaban como locos al ritmo de una música ensordecedora y machacona. Bajo el escenario, varias personas dormían; desconozco por qué escogieron precisamente ese lugar. Láseres y focos iluminaban el cielo, probablemente consumiendo los megavatios que faltaban en mi hostal. Hasta mucho después de dejar de verse el escenario, la música seguía escuchándose. Era una situación surrealista, un colofón inesperado, como todo en esta ciudad, incluyendo mi propia presencia.

Katmandú es muy diferente a las ciudades indias que he visitado... Por decirlo así, es como si las ciudades indias fueran más inocentes, más naïves, y Katmandú más perversa. Militares con metralletas patrullan las calles. Se ve que hay mucha droga, se ve que hay mucha miseria, y se intuye, bajo tanta sala de masaje y espectáculos de baile exótico, mucho comercio sexual. Un ejemplo tonto pero, a mi vista, significativo: en la India, la gente cree que se ponen malos por culpa del clima... en Katmandú llevan mascarillas. Sin embargo, es una ciudad única y que atrapa, no le encuentro sentido a nada de lo que pasa pero la alegría, la tristeza, el asombro, son lenguajes universales.

A todo esto, no sé si mis valoraciones son válidas, a fin de cuentas llevo menos de una semana en Nepal. Así que no me toméis muy en serio.

Para terminar, no sé si a los dioses les habrá satisfecho esta vez el post. Supongo que no; pero habrán sentido lástima de mi y me dejarán en paz por esta vez.

3 comentarios:

  1. Ricardo, me parece buen post, aunque creas que no refleja lo que tu vives, y, para colmo, lo hayas tenido que resumir. Con tantas curiosidades como cuentas algo nos trasmites, no te creas, pero me parece que hablas de que hay dos Plaza de los Palacios.(Primero la visitas, y luego en otro barrio hay otra??).
    Muy buena idea la de la mascarilla, así pasas desapercibido, que te la han intentado colar varias veces.
    Los rodillos deben de ser atractivos,me lo imagino como en los reportajes de la tele. Entérate de lo de los chequeos médicos, ¿cuántos euros?
    !!Que disfrutes!!

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  2. Si, aqui plaza de los palacios es como decir plaza mayor en españa, hay una en cada pueblo. Para mas informacion, hay tres plazas de los palacios en katmandu y alrededores y las tres son patrimonio de la humanidad!

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  3. Ricardo, tienes enchufá a tu madre, que le contestas los pos, así cualquiera. Al migue y a mí, cuando nos contestas es solo para soltarnos un bufido.

    Oye, tiene buena pinta eso de Katmandú, y del ambientiyo que cuentas. Tu madre habla de dos plazas de nosequé, pero yo he contado hasta tres "...y entonces ví una Katmandú diferente..."

    Qué perita eso de que los dioses leen tus bloj, iyo. Cualquier día vemos un pos de Hanuman, o de Ganesh, o de Vishnu. También tien su lado malo,ten cuidadín con lo que escribes, vayamos a liarla y termines reencarnao en una gallina, que no es la primera vez que pasa, que en el olimpo son muy traicioneros, yasabetu.

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