jueves, 24 de abril de 2014

Pokhara

Me iba a quedar sólo una noche en Pokhara, y luego tirar para la India. Pero después del amanecer este que os he contado, cuando abrí las cortinas y vi el increíble espectáculo himalayil, decidí quedarme un día más.

Un inciso para explicar por qué ya no hago couchsurfing, de lo que el lector atento se habrá percatado. Lo de los contactos estaba muy bien, vivir con las familias indias era una fuente de aprendizaje y sorpresas impagable. Pero por otro lado, mentalmente era agotador no tener un minuto de soledad; y además el couchsurfing requiere cierta planificación, lo cual es difícil cuando no se tiene un itinerario fijo y el tiempo que me quedo en los sitios depende de sI me embrujan o me espantan.

Así que en Pokhara me quedé en un hotelito en Damside (el Lado de la Presa), barrio mucho más tranquilo y sobrio que Lakeside (el Lado del Lago), que es una especie de Port Aventura llena de resorts, pizzerías, restaurantes con espectáculos étnicos y pubs con música rock.

El primer día, las montañas se vieron nítidas al amanecer; luego dejaron de verse por culpa de la niebla. Dediqué aquel día a buscar un buen lugar para ver el amanecer siguiente. Eché a andar por un sendero entre los arrozales; la verdad es que el paisaje era bucólico. Los arrozales están escalonados y cubiertos de agua, que pasa de un bancal al otro por un sistema rudimentario pero efectivo de zanjas y tubos. Aquí y allá pastan los búfalos, y lo único que se escucha es el murmullo refrescante del agua al correr. Fnalmente subí hasta lo alto de un monte donde había una estupa gigante y que prometía buenas vistas. Subí por un camino de polvo y sol y casi me da una insolación. Bajé por un sendero que atravesaba la jungla, oscuro y fresco; por suerte las panteras no atacan de día.

A las 4.30 la mañana siguiente, linterna en mano, me puse en camino. Llevaba chaquetón, bufanda y gorro, los cuales demostraron ser inútiles pasados cinco minutos. Había una tiendecita recién abierta al borde del camino y que dejé allí tan fastidiosa carga. Luego me encontré con unos tibetanos que caminaban lentamente en mi misma dirección, y con el mismo propósito. Me dijeron que conocían un atajo y que fuera con ellos; accedí pero les dije que un poquito más rápido, por favor.

Qué infeliz. Cómo no se me ocurrió pensar que un tibetano sabe mejor que yo a qué ritmo subir un monte. Fue terrible, iban rapidísimo por un camino infernal, empinado y rocoso. Yo estaba extenuado y sudaba como un pollo, les decía entre risas que estaban matándome, pero por dentro no me reía tanto. A todo esto, el perro del hotel, un perro muy simpático, me había seguido a lo largo de todo el camino, a pesar de mis aspavientos iniciales para que volviera al hotel. Total, que a mitad del camino lo perdí de vista y me dio muy mal rollo; se lo dije a los tibetanos y me dijeron que no me preocupase, que el perro volvería solo.

Llegamos a la estupa justo cuando salía el sol, y el espectáculo fue asombroso. Una hilera de montañas se levantaba frente a nuestros ojos, bañadas desde un lado por la luz anaranjada del sol. Creo que nunca he visto nada tan impresionante. Me quedé asomado a una baranda del templo, embobado; la luz cambiaba casi a ojos vista, y con ella, el perfil de las montañas y el color de la nieve. Habíamos unos cuantos allí como yo, todos fascinados, todos nos mirábamos sonriendo y sin decir nada porque ¿qué íbamos a decirnos?

Yo llevaba un mapita para identificar los picos. A la izquierda del todo, una mole solitaria como caída del cielo, el Dhaulagiri, la séptima montaña más alta del mundo. No se la veía la más alta, pero se notaba lo lejos que estaba porque, cuando en los picos más cercanos ya se veía la nieve blanca, el Dhaulagiri aún se veía anaranjado. El siguiente, el Annapurna 1, otro gigante de más de ocho mil metros de altura. Luego, el pico más impresionante, el Macchapucchre o Aleta de Pez; mide siete mil metros de alto pero nunca nadie ha llegado a la cima porque es un monte sagrado e intocable. Luego el Annapurna 3, el 4 y el 2, que a mis ojos expertos parecía el más fácil de escalar porque tenía las laderas más lisitas. Los picos se perdían en el horizonte y mi mapita no llegaba hasta tan lejos; un alemán que se grababa a sí mismo en video en plan documental me señaló un pico más en la distancia, el Manaslu, la octava montaña más alta de la Tierra. No era ninguna tontería de vistas, la verdad.

Decidí quedarme allí arriba hasta que la niebla se levantase. Me tomé un té y un huevo cocido en un puestecillo. Pero los dioses me tenían preparada otra sorpresa: ese día no hubo niebla. El cielo se volvió azul, en un monte cercano empezaron a volar los ultraligeros y los aparentes, en el templo unos monjes tocaban unos tambores hipnóticos; y el perfil del Annapurna seguía viéndose igual de impresionante. Se me sentó un francés mayor al lado, muy simpático, conductor de trenes retirado y que llevaba 24 años yendo a la India cada dos por tres, y charlamos durante varias horas. Luego bajamos juntos a la ciudad por el camino de la jungla, y al despedirnos me dijo lisa y llanamente una gran verdad entre los mochileros pero que pocos se atreven a decir: que no íbamos a vernos nunca más en nuestras vidas, pero que, no por fortuito y efímero, nuestro encuentro había sido menos bueno.

Llegué al hotel y me encontré allí al perro, y nos miramos con rencor porque mutuamente consideramos que el otro nos había abandonado; pero al rato volvimos a llevarnos bien. Desde el pueblo, la visión de las montañas, aunque no tan perfecta, era igualmente impresionante; si no más, pues se veía mejor su auténtica escala, enorme en comparación con las casas y las calles. Me dediqué el resto del día a merodear, sentarme en cualquier banco, visitar algún parquecillo, entrar en librerías. Por la noche me acordé del chaquetón. A la mañana siguiente fui a recogerlo; los de la tienda lo habían metido en la caja donde guardaban los fideos.

Me iba a quedar una noche en Pokhara y finalmente me quedé cuatro. Y no era por los paisajes bucólicos ni por el clima ni por el relax: es por la gente. Una vez que se ha pasado la inevitable frontera del intercambio económico ("come to see my shop my friend"), los nepalíes son tan amables, tan calurosos...

Un señor en una tienda me enseñaba unas tijeras abiertas y me decía que las cuchillas eran India y China, y que en el medio está Nepal, indefensa entre esos dos colosos, pero resistiendo. Los nepalíes son muy patrióticos, y todos hablan con pasión de los gorkhalis, que son el orgullo nacional: unos soldados tan bien entrenados que los contratan los ejércitos de otros países. También son un poco victimistas, se refieren a si mismos con cierta autocompasión; y hablan de la India con desprecio. Te preguntan que cuál te gusta más, la India o Nepal. Un nepalí visiblemente borracho me decía, con una ofuscación muy poco budista, que Buda nació en Nepal pero que esos malditos indios dicen que nació en la India.

Aparte de todo esto, los nepalíes me parecieron gente muy pacífica y relajada, mucho más tranquilos que los indios. Me hice amigo de un pastelero (la Boston Bakery) que se me quejaba de que no tenía clientes; en esto pasaron unos guiris por la puerta y les llamó, "hello my friends!". Entonces yo le dije al pastelero que esa no era manera de captar clientes, que si él me hubiera llamado así yo nunca hubiera entrado en su pastelería, y que mejor pusiera un cartel o algo en la calle. El pastelero me miraba como si yo fuera un profeta revelándole algún secreto ancestral. El último día estaba muy preocupado porque a su hija pequeña le había salido una pupa en la boca. Yo, convertido en gurú, le dije a la niña que dejara de tocársela con el dedo y al pastelero que no se preocupase. Una gran persona, la verdad.

Me hice amigo de la gente del hotel, que era una familia de Indo-japoneses un poco raros. La madre y la hija se preocupaban mucho por qué había comido y dónde; el padre porque no le ensuciara las páginas del periódico; y el hijo era un alma en pena, siempre limpiando el jardín o los pasillos o los cristales; pero un día le encontré en un rincón tocando la guitarra, y creo que incluso sonreía un poco.

Más nepalíes... la vendedora que me sirvió un té y que, cuando le pregunté por su marido (pregunta de rigor) me dijo con cierta satisfacción que estaba muerto. El señor un poco sinvergüenza que me pidió si podía escribirle un email en inglés a unos posibles clientes (digo lo de sinvergüenza porque me tuvo liado una hora y media y no me ofreció ni un mísero té). El camarero del restaurante al que iba a cenar todas las noches, que se aprendió lo que iba a pedir (unos fideos que habían demostrado ser inofensivos para mi estómago, un poquillo chungo últimamente), y que se me despedía muy contento diciéndome "see you tomorrow!". Los pintores que se ponían en fila al final de una calle a pintar todos el mismo paisaje del perfil montañoso (que claramente no era lo que se veía desde allí), y la pequeña multitud, niños, niñas y viejos, que en silencio observaban el movimiento de los pinceles como si fuera un milagro (en los últimos tres meses, nunca he visto un grupo de gente tan silencioso, tan respetuoso con el trabajo ajeno). Por la tarde, en el río que bajaba de la presa, se ponían unos pescadores con sus cañas y bastante poco éxito. Y, para resumir, sencillamente todo el que saludaba con un alegre "namasté!!", y que hicieron mis días en Pokhara geniales e inolvidables.

Habréis notado que este post es un poco soso y meloso; no os preocupéis porque a continuación vienen curvas. Nunca mejor dicho. El próximo día os cuento mi viaje hasta la frontera y Benarés; cómo un gorkhali utilizó mi hombro de almohada, y yo utilicé a su vez una caja de cartón. Se acabó la paz.

2 comentarios:

  1. Fectivamente, un poco soso y meloso. Igual que este comentario, iyo. Me ha caído bien el perrito, he visto que has puesto una foto de un perrito en el siguiente pos, espero que sea ese.
    Supongo que habrás hecho fotos a los Annapurnas, no? que irte hasta allí na mas que pa engloriarte tú, ya te vale.
    Ea.

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  2. (Parece que Eleuterio y yo nos hemos puesto de acuerdo para comentar este post y el siguiente, que se nos han pasado varios días sin hacerlo)
    Me gusta cómo nos cuentas la impresión que te produjeron las montañas, supongo que habrá que verlas en vivo para comprenderla bien. Y más me gusta todo lo que cuentas de la gente que has conocido. El francés amigo que te echaste dice realmente lo que es verdad!, pero pasa entre mochileros y entre no mochileros... Así es la vida.

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