jueves, 27 de febrero de 2014

Bicho malo pillé

Después de un mes despertándome con miedo a estar malo, por fin, el otro día me desperté y estaba malo. Yo que sé, después de leer tanto sobre los peligros sanitarios en la India, la "diarrea del viajero" y tal, yo ya había empezado a preocuparme y creer que me había equivocado de país o algo así. Pero el martes se me fueron del cuerpo la tontería junto con litros y litros de agua, y no daré más detalles al respecto.

No estaba malo cuando me desperté, más bien tuve una especie de premonición. Hice lo de otros días, pasear por el barrio, fijarme en detalles, ver lo que la gente hace. También me dediqué a planificar la continuación de mi ruta (no sé si os habréis dado cuenta pero he cambiado la entradilla del blog, he quitado el número 40...). Y durante todo el día tenía ese presentimiento o barruntamiento estomacal, como negra nube sobre mi ánimo. La cosa se desencadenó al anochecer, y no puedo dejar de maravillarme ante la feliz coincidencia de que precisamente me encontrase tomándome algo en una cafetería regentada por una chica catalana, con lo que ello implica: cuarto de baño tipo occidental, limpio y perfumado, y papel higiénico en abundancia. No es ninguna broma. No es que en ningún sitio haya papel, es que en la mayor parte de sitios ni siquiera hay cuarto de baño.

Así que, después del espectáculo ofrecido en la cafetería (tengo que volver, que se estaba muy a gusto), pero aún sintiéndome entero y confiado en mi metabolismo, cogí un rickshaw hacia casa. Craso error. El humo que se metía en la cabina, los volantazos y frenazos en seco, el claxon constante, echaron por tierra mi entereza y confianza. Pedí al rickshaw wala (así se les llama a los conductores) que me llevara a una farmacia cerca de casa. No sé en qué punto la comunicación falló, el caso es que me quiso dejar en la puerta de una ferretería en un callejón oscuro; refusé bajarme y le pedí que me llevara a casa. Una vez allí, y seguramente al ver que yo no tenía demasiada predisposición a discutir en ese momento, el muy HDP me cobró un pastón, más del doble de lo que sé que costaba el viaje. Vomité un poco en la calle y me arrepentí de no haberlo hecho dentro del rickshaw. Recorrí como un zombi los cien metros que me separaban de la casa y entré al salón cual espectro.

Gracias al cielo que vivo con una familia, que tendrán sus más y sus menos, como toda familia, pero cuidaron de mi como si de un hijo se tratara. Me acostaron en el sofá, fueron a la farmacia a por medicina, y la madre dio a masticar clavo y otras especias, que funcionaron como mano de santo para parar la vomitera. El resto de síntomas (pensad mal y acertareis) no había quien los parase. No podía ni siquiera beber un vaso de agua. Estos días estaba de visita la señora abuela, gordita, con cara de viejísima, seria, con su sari y su bindi, en un estado de perpetuo adormecimiento; cuando me vio entrar me preguntó "how is your health?", y no sé por qué se me ha quedado eso clavado en la memoria. Se fueron pronto a la cama y yo, después de mucha lucha conmigo mismo, conseguí dormirme.

Desperté sediento y dolorido pero mejor que el día anterior, y cada día he seguido mejorando. No he hecho gran cosa, he de decirlo, pues no quiero ir muy lejos de casa. He estado racionando y escondiendo el papel higiénico (¡recordad que la madre hizo desaparecer mi anterior rollo!); grata sorpresa fue ayer cuando vi que la madre encontró el rollo pero, lejos de tirarlo, lo hizo más accesible para mi, así que ya no hay motivo para esconderlo.

La dieta aconsejada es frutas, arroz y  yogur (y pollo y pescado; pero eso es difícil aquí dado que en Gujarat más de un 80% de la peña es vegetariana). Respecto al yogur, ayer me pedí un yogur en una tienda y los malditos le echaron pimienta (le echan pimienta a todo), por lo que terminarmelo fue todo un reto. Respecto al arroz, ah, destino cruel y bromista, ¿recordáis que os dije que en Junagadh se estaba cociendo una celebración importante? Se trataba de Shivratri, el cumpleaños del dios Shiva, aquél que desordena y destruye el Universo; lo celebran en todas partes, todo el mundo, en Ahmedabad también, y uno de los preceptos es que durante esos días NO SE COMA ARROZ. Así que, hala, a ver quién es el guapo que va a la tienda a por un paquetito de arroz y lo prepara a escondidas de mi madre adoptiva. Así que sigo adelante con el picante, la leche hervida y rehervida, y mil cosas más; mi dieta suave de de estos días esta siendo bastante más agresiva que la más agresiva de las dietas españolas (pero he leído por ahí que ésta es una enfermedad autolimitada, es decir, que una vez que te entra, no hay nada que hacer para empeorarla ni mejorarla, sólo el tiempo la soluciona).

El tema de la fruta merece mención aparte. Compré unas manzanas, kiwis, naranjas y papaya, y el tío hizo como que hacia cálculos mentales y me cobró un dineral. Total, que volví a casa y le comenté a la madre, como quien no quiere la cosa, que creía que el frutero me había timado. Comí plácidamente la fruta (excepto la papaya, a la que la madre le echó limón, sal, pimienta y pimentón; a las manzanas no la dejé acercarse). Al día siguiente la acompañé a hacer algunas compras, y al pasar junto al puesto de la fruta (que es un carrillo en la calle), la madre me dijo "espera un momento", y fue a encararse con el frutero, a decirle que por qué me había cobrado tanto dinero el día anterior; y el frutero me miraba con ojos asesinos, y yo pensaba que ya tenía un enemigo en Ahmedabad.

Así han sido, están siendo, los días de mi enfermedad. Ahora mismo son las 10 de la mañana y en breve me voy a aventurar a ir lejos de casa: a la estación de trenes, para ver si compro algún billete que el próximo lunes me lleve a otro sitio donde quién sabe qué sorpresas me esperarán. Por si las moscas llevaré conmigo un cargamento de papel higiénico. Cuando uno sale de casa en Ahmedabad, nunca sabe cuándo ni en qué condiciones llegará.

domingo, 23 de febrero de 2014

Junagadh, segunda parte

JUNAGADH: SEGUNDA PARTE
Me desperté tosiendo, claro, por culpa del ventilador. Eran las 5.30 de la mañana y había que empezar a subir los 10.000 escalones del monte Girnar cuanto antes para que no nos hiciera demasiado calor durante la subida. Mientras Bharghav se despertaba y arreglaba, me di un breve paseo por el lugar. Parecía que nadie dormía allí: los peregrinos llevaban ya horas en pie, cantando y comiendo, no dejaban de llegar autobuses con gente y agunos trabajadores levantaban carpas e instalaban focos superpotentes. La negra silueta de Girnar, monte altísimo, empezaba a perfilarse poco a poco, y una serpiente de luces hacía zigzag en la ladera mostrando la subida.
No íbamos a subir solos Bharghav y yo: dos de sus estudiantes se habían apuntado con nosotros, y Bharghav, siempre tan bueno, fue a Junagadh en moto para recogerlas, y yo esperé junto a la puerta de piedra que marca el comienzo del ascenso pensando, comiendo una especie de pasteles como desayuno y mirando con miedo la escalera que subía y subía.
Empezamos la subida a las 7. Tres cosas digo desde el principio para que no se me olvide: la escalera está en un perfecto estado de conservación, parece que los escalones los tallaron ayer, cosa que me sorprendió; sólo vi 3 no-indios haciendo la subida (a lo largo del día hubo un indio que me preguntó si yo era africano, y otro que si era japonés); y diez mil escalones son MUCHOS escalones.
(Un inciso. Voy ahora en un autobús y acabo de pasar junto a un camión enorme accidentado, tumbado de lado, y había gente parando los coches para hacerse fotos subidos en las ruedas...)
La subida a Girnar ha sido de las mejores cosas que he hecho desde que he llegado a la India. Me encantó, y seguro que a vosotros también así que ya sabéis, saudiairlines.com y couchsurfing.org.
Al principio, a cada lado de la escalera se abren tiendas y más tiendas vendiendo chucherías, bebidas, fruta, legumbres, estampitas, collares, discos de música... y hay templos, ídolos, objetos sagrados por todos lados. Una piedra pintada de naranja, es suficiente para que la gente le cuelgue collares de flores, le echen rupias, y se toquen el corazón al pasar a su lado. Así dicho puede parecer una especie de romería o de fiesta, pero es diferente. No sé cómo explicarlo. Yo tenía un poco la sensación de ser un voyeur, viendo a tanta gente envueltos en algo tan íntimo para ellos.
Conforme subíamos, la densidad de puestecillos y altares disminuía, el bosque alrededor daba paso a cortados de piedra, y la vista se hacía más impresionante (éstos son los únicos montes en muchísimos kilómetros a la redonda así que imaginad hasta dónde puede abarcar la vista). Subir y subir, y hacer descansos cada tres minutos porque nos cansábamos (sobre todo las niñas que no dejaban de quejarse las pobres). La gente saludaba diciendo Jay girnari, algo así como "buen Girnar" o "bendito Girnar" o yoquesé. A los peregrinos ancianos o más gordos, los subían en angarillas unos portadores que merecen mi pasmo y admiración. Por doquier rocas y más rocas sagradas, y una pequeña cueva que había que cruzar en cuclillas y salir a un voladizo vertiginoso para, o eso decía un santón, limpiar mis errores del pasado. Habia gente comiendo coco y me ofrecían trozos, riquísimos; y alguien me dio una limonada con especias. Retretes, olvidaos: a hacer las necesidades al monte, escondidos detrás de cualquier templo o tiendecilla. Me pusieron un talik (un punto de color en la frente). Nos parábamos cada dos por tres pero no importaba porque, en Girnar tuve esa sensación con más claridad que nunca, lo importante no era la meta sino el camino.
Cinco mil escalones después, hicimos cumbre: era un pequeño poblado alrededor de uno de los templos más importantes de Girnar. Precisamente coincidimos allí con uno de los estudiantes de Bharghav, cuyo hermano es sacerdote, y nos invitó a almorzar con ellos más tarde, allí en el templo. Una oferta difícil de rechazar. Pero aún quedaban cinco mil escalones más. Éstos no eran sólo cuesta arriba, sino arriba y abajo para alcanzar, una tras otra, tres cumbres más que están alineadas y cuya visión quitaba el aliento. Así que nos pusimos en marcha. En esta parte del trayecto había muchos menos puestecillos, y el sol empezaba a pegar fuerte. Visitamos el siguiente templo, que coronaba una peña vertiginosa, y conseguí a la primera que una moneda de rupia se quedase pegada en una piedra sagrada que va a hacer mis deseos realidad; en la última cumbre había una especie de ashram donde nos invitaron a comer pero declinamos la oferta. Dimos media vuelta y sobre las dos llegamos al templo para comer.
Una vez más me di cuenta de que, si bien yo soy un turista, la gente alrededor no lo es. Comimos descalzos, en el suelo y con los dedos (como siempre desde hace un mes, también hay que decirlo) una comida riquísima, en un rincón del templo; a nuestro alrededor la gente rezaba, se santiguaba y hacían sonar la campana para avisar al dios de que habían llegado. Un monje sentado en un camastro tosía y se reía y se fumaba un porro nepalí. Nunca he comido en un sitio parecido. Me he dado cuenta también de que, si hay alguien comiendo, nadie le dejará levantarse para hacer nada, ni echarse más agua ni recoger su bandeja ni ponerse otro pan: alguien que no esté comiendo lo hará por ti, algo así como si el momento de la comida fuese sagrado.
Después de comer, nos ofrecieron descansar en unos colchones en una habitación contigua. Eso hicimos, Bharghav, las dos niñas y yo; yo caí inmediatamente rendido gracias al parloteo gracioso e incomprensible de las niñas.
Cuando hubimos descansado, en el templo nos ofrecieron un té pero se nos hacía tarde, así que emprendimos la bajada (menos cansada pero más dolorosa que la subida, sobre todo para las rodillas). Se veían ya menos peregrinos, y muchos vendedores y trabajadores que subían o bajaban fardos sobre sus cabezas con mercancías para los puestecillos; cada uno de ellos con el móvil en el bolsillo con música gujarati. Era la hora de los monos y las ardillas: por todos lados jugaban y se asomaban al camino. Y alguien nos contó que pocos días atrás un león había salido del bosque y la había liado un poco.
Estoy dejando para el final hablar de las niñas. Porque es difícil y sobre todo triste. Especialmente una de ellas, M.*, que apenas sabía hablar inglés y dios sabe qué la había impulsado a venir a Girnar. La otra niña era dicharachera y graciosa y flirteaba un poco cm Bharghav. M. en cambio pertenece a  una casta muy conservadora (intentaré explicar lo que son las castas cuando lo sepa mejor; por ahora sólo puedo empezar a intuirlo...), que cuando se case la obligará a cubrirse el rostro por completo; y vive en una residencia de estudiantes en Junagadh de la que se fue sin avisar adónde y con quién iba porque no se lo hubieran permitido. Al principio del día iba muy tímida, al final intentaba explicarme que lo que ella quería era irse y visitar otros lugares, que en su entorno todo el mundo tenía la mente muy cerrada y que su futuro era una condena. Me preguntaba si en mi cultura los chicos y las chicas podían ser amigos, y yo tenía la triste impresión de que quizás yo era el primer extranjero con el que hablaba en su vida. Y sin embargo, una sonrisa siempre en la cara, una aceptación pacífica de su situación, que creo que es lo que tienen en común los mil millones de indios y que es quizás la piedra angular de este país.
Llegamos abajo del todo, reventados, y con mucha pena me despedí de las niñas que cogieron un rickshaw para casa. Luego Bharghav y yo fuimos al ashram de Patrek a por mi mochilón, y fuimos en la moto hasta Junagadh. Para entonces, al pie del monte Girnar parecía que hubieran cien mil personas más que el día antes, rezando, cantando, haciendo allí su vida; y yo me alegré de volver a Junagadh porque era suficiente para mi cerebro.
Bharghav me ofreció dormir en su apartamento secreto, y, claro, acepté encantado. Conocí a los vecinos, que me invitaron a cenar en la escalera e hicieron un corrillo en torno a mí hasta que, mitad por sueño y mitad por vergüenza, y también por un poco de hastío, me retiré a dormir. El apartamento era grande y estaba vacío, y el camastro era pequeño para mis piernas (los indios son muy bajitos); tardé un rato largo en dormirme y a la mañana siguiente (hoy) me he despertado con un montón de agujetas.
Me da pena irme de Junagadh y despedirme de Bharghav, que ha estado conmigo hasta el último momento, me ha contado su vida y enseñado los lugares de ésta; me ha abierto su corazón y su casa. Pero también he de confesar que tanta hospitalidad, gana amabilidad, tanta invitación, pueden llegar a saturar un poco. Es triste, pero no estoy acostumbrado a que la gente sea taaaan amable; a que me llamen desde un balcón y me inviten a tomar un té. Pero bueno, Junagadh ha sido una experiencia alucinante, me ha encantado la ciudad y su gente. Ahora vuelvo a Ahmedabad, mi ciudad natal, en un compartimiento muy cómodo en un autobús-cama.  Cuando llegue espero descansar un poco y planificar lo que me queda de ruta. Os mantendré informados. Jay girnari!!
* Aprovecho que el post me ha salido cortito para explicar el tema de las iniciales. Es que tengo la impresión de que aquí, en la India, hay mucha gente que quiere mantener cosas en secreto. Por ejemplo la primera chica española a la que conocí, S., parecía estar aquí casi de estranjis, sin hablar de su pasado ni de su familia ni amigos; el otro R., por ejemplo, daba una habitación de su hotel para los couchsurfers, situación que puede serle un poco delicada; y esta M. de Junagadh había venido a Girnar sin autorización de nadie, lo cual para mí puede ser una tontería pero para ella era todo un mundo. Es verdad que el tema de las iniciales se me fue un poco de las manos y que nadie jamás de esta gente leerá mis palabras; pero si hay quien quiere que sus pasos sean invisibles, ¿quien soy yo para desvelarlos?


sábado, 22 de febrero de 2014

Junagadh, parte 1

Retomaré la historia donde la dejé porque esto ha sido un no parar, y en dos partes para no aburriros, o digamos más bien para dosificaros el aburrimiento.

JUNAGADH: PRIMERA PARTE

El padre de la novia me dejó en la parada de autobuses de Rajkot con el coche nupcial. La parada no es más que una explanada llena de gente, vacas, perros y charcos hediondos. Le pregunté a un joven muy bien arreglado que cuál era el bus para Junagadh y me dijo que me quedase con él porque también iba para allá. Al final de la historia, nos hicimos super amigos, y esta noche incluso he dormido en su apartamento secreto... pero vamos por partes.

Nos pasamos todo el viaje hablando. Luego llegamos a Junagadh y él se fue a casa y yo a buscar un hotel al calorín de mediodía. Encontré un hotelucho un poco cutre (el hotel Rajá), me instalé y me eché una siesta intentando que hubiera el mínimo contacto entre mi piel y las sábanas. Luego, con fuerzas renovadas y un poco hambriento, salí a darme una vuelta por esta ciudad increíble.

El caso es que el paisaje de Gujarat es liso lisísimo, y en mitad de la nada hay cinco o seis montes escarpados y peñas rocosas, y claro, siendo así tenía todas las papeletas para convertirse en lugar sagrado para el hinduismo: Girnar. Junagadh está al pie de estas montañas, y es una ciudad pequeña pero muy densa; antiquísima, con callejuelas que suben y bajan, templos en cada esquina y mezquitas con sus minaretes ennegrecidos por el polvo y el humo. El ambiente era como viajar al pasado: cabras entrando y saliendo de las casas, vacas y búfalos comiendo en las calles, y mucha gente comprando, vendiendo, empujando carros, tomando té en cuclillas en las esquinas, orinando en cualquier sitio, joyeros puliendo cristales, vendedores de comida cocinando en grandes ollas, pelando cebollas, exprimiendo cañas de azúcar, y mil cosas más que mis sentidos captan pero que mi cerebro no tiene capacidad para procesar.

Quedé con Bharghav (el joven bien arreglado) en un templo (aunque yo me confundí de templo, joler, es que son todos mu parecidos), y me llevó en moto a un puesto en la calle a probar lo más típico de Junagadh, el lassi, una especie de batido con yogur. Bharghav me contó su vida. Se dedica a dar clases particulares de inglés, y tiene una novia con la que lleva cinco años en secreto porque las familias son de castas diferentes y no aprueban la relación (y no es ninguna tontería; el padre de ella tiene una espada en casa...). Bharghav y yo nos hicimos super amigos. Me llevó en su moto a visitar un templo impresionante, donde sonaban campanas y tambores; y luego fuimos a Bavnath, el barrio donde comienza el ascenso al monte sagrado de Girnar. El sitio me impresionó. Dentro de dos semanas se celebra una importante fiesta sagrada en Girnar, y más de un millón de peregrinos se concentrarán a Bavnath. Y el ambiente empezaba a notarse. No puedo describirlo. Hombres, mujeres y niños viviendo en las calles, las carreteras, las plazas, sentados alrededor de fuegos, durmiendo junto a perros y vacas, con túnicas naranjas y amarillas, rezando, acarreando sacos, mascando tabaco, dando vueltas en torno a los templos y altares que se erigen en cualquier esquina. No todos los peregrinos eran así: también los había que llegaban en autobuses, uno detrás de otro, y ocupaban los hoteles del lugar, algunos siniestros y otros de lujo. Era como estar en una película, pero muy muy raro porque no era una película. Para esa gente, ésa es la vida: yo soy un espectador pero ellos no son actores.

Hay en Bavnath un ashram (albergue/centro de meditación/lo que sea) regentado por un amigo de Bharghav, Pratek; así que nos dirigimos allí a saludarle. Claro está que Pratek nos invitó a cenar en el comedor de allí, y luego a tomarnos un té en un puestecillo al pie de Girnar. Diferentes amigos y trabajadores del ashram se nos unían durante un rato y luego se iban, todos se interesaban por mi pero ninguno hablaba inglés así que menos mal que estaba Bharghav de intérprete (las preguntas, como siempre eran las mismas, al final el pobre las respondía sin preguntarme siquiera). Me invitaron a dormir en el ashram pero mis cosas estaban en el hotel Rajá; prometí que a la noche siguiente me quedaría alli, mientras me engañaba a mi mismo diciendome que aquella cucaracha que se paseaba por la habitación debía ser la única del ashram. A las tantas, Bharghav me llevó de vuelta en su moto, me embadurné en crema antomosquitos y me dormí.

A la mañana siguiente paseé por Junagadh, sin dejar de sorprenderme. Mi hotel está en una zona sobre todo musulmana, y yo no podía dejar de decirme cuán diferente era todo a como me lo había imaginado estando en España. Comí unas pastas muy ricas con zanahoria y unos redondeles de miel; luego cogí un rickshaw y fui hasta Bavnath. Lo bueno de la India, desde que llegué, es lo rápido que uno se hace al lugar, lo rápido que uno puede sentirse como en casa. Fui al ashram y me sentía como en casa. Comí en el comedor con Pratek y otros cuantos; luego me enseñaron las instalaciones del ashram: habitaciones, establo, residencia de estudiantes, templo; incluso saludé al gurú (el jefe espiritual del ashram) tocándole los pies, barba blanca, gafas gruesas, túnica naranja, y meciéndose en un columpio. Luego me eché una siesta en un camastro en una habitación refrescante, porque necesitaba descansar un poco de tantas sensaciones.

Por la tarde bajé de nuevo a Junagadh, donde Bharghav me había invitado a asistir y colaborar en una de sus clases. Era en una pequeña aula, un grupito de niñas de diecinueve años, tímidas y graciosas. Me pasé la clase hablando con ellas en inglés, las pobres no tenían ni idea pero empeño no les faltaba. En plena clase llegó un niño diminuto y muy serio que se sentó en primera fila y abrió una libreta más grande que él para tomar apuntes (en la foto, con Bharghav).

Total, que las niñas se envalentonaron y una me invitó a cenar en su casa, y a los cinco minutos su compañera que era muy guapa me invitó a merendar en su casa, así que el plan de la tarde quedó hecho. No es que yo crea que tenían interés en mi; más bien creo que vieron ahí la oportunidad de un acercamiento a Bharghav, tan guapito, tan arreglado, siempre sonriente y cordial.

Fuimos pues a casa de Pooja, la guapa, a tomar té y pastelitos con su familia, una casa limpia y ordenada; y luego a casa de la otra, más campechana, a cenar con su numerosa familia. Bueno, cenamos Bharghav, el padre y yo: las mujeres cenarían más tarde. Fue divertido, les hablé de mi vida, les enseñé billetes de euro y ellos me enseñaron rupias antiquísimas; y aprendí entre risas a decir los números del 1 al 10 y Te quiero (lo decía sin mirar a ningún punto en particular, no fuera a ser que el padre tuviera por ahí alguna espada guardada). Luego otro té más, y más dulces, y por fin Bharghav y yo cogimos la moto y me llevó al ashram. Poco hubo que insistirle para que se quedase allí a dormir conmigo y Pratek. Nos tomamos un té en el bar de Bavnath; desde la mañana el número de peregrinos había aumentado ostensiblemente, había mucho ruido, campanas y tambores; y hogueras por todas partes. Lo del té me pilló de improviso (aunque ahora mientras escribo me digo que debería habérmelo imaginado) y salí a tomármelo en pijama. Luego nos metimos en las camas en la habitacion dr Pratek, con el ventilador demasiado a tope, y a dormir.

miércoles, 19 de febrero de 2014

La boda en Rajkot

Me las prometía yo muy felices en la casita en Ahmedabad, descansando un poco de mi familia adoptiva, cuidando de las plantas y tal; pero al día siguiente me llamó Jaye desde Rajkot (donde la boda de la prima) y me dijo que tirase pa'llá, que estaba invitado. Así que a la mañana siguiente bien temprano, después de despachar al hombre de la limpieza y decirle que no volviera en unos días, cogí un autobús que en cuatro horas me dejó en Rajkot. Yo hubiera querido dormir un poco pero pusieron una película malísima a todo volumen sobre un indio que corría una carrera contra un australiano y el australiano iba ganando pero al final el indio gana.

En Rajkot hacía un calor abrasador. Tráfico malo, barrios de chabolas, barrios residenciales con torres modernas y horripilantes, muchas vacas; ningún cartel en inglés, ningún extranjero. Cogí un rickshaw hasta el lugar de la boda, encontré un metro cuadrado de sombra y esperé; Jaye llegó al cabo de un rato y nos tomamos un té para desestresar. Luego me acompañó a unas habitaciones destartaladas junto al recinto, donde me "arreglé". Se fue nosedonde, qué misterioso es este chico, y por suerte me topé con un chavalito que vivía en una residencia de estudiantes cercana y que se ofreció entusiasta a guardar mi mochila hasta el final del día.

Iba a explorar un poco el lugar (una esplanada con un estrado y muchas sillas, una zona detrás para el bufé, y un edificio al lado que parece traído de Chernobil), pero en esto me encontré con la madre de Jaye (a la cual tuve que explicar mi presencia allí, porque Jaye no le había dicho nada), y me acompañó a un gran salón para almorzar. Pero no os imagineis un salón hermosamente decorado, ni un almuerzo comunal, ni nada de eso. El sitio era más bien feo y allí cada uno comía donde quería y cuando quería; había unas fuentes de comida en una mesa. La gente del catering era una gran familia, con niños trabajando con ellos y su propia carpa en el patio donde cocinar y descansar; me resultaba muy chocante verles, casi harapientos, recogiendo del suelo las bandejas y vasos vacíos.

No sé cómo fue que empecé comiendo en una silla solo, bajo la mirada de algunas ancianas, y acabé en un corrillo con la novia, el padre de la novia, la prima guapa y Jaye, que había vuelto de sus misteriosos asuntos. Manali, la novia, también muy guapa, aún no se había arreglado, llevaba los brazos y piernas enteros cubiertos de tatuajes de henna, y parecía que tenía la cabeza en otra cosa. Nos quedamos al final Jaye y yo solos hablando en voz baja sobre el matrimonio y sus implicaciones, y luego fuimos a una pequeña cafetería donde nos conectamos a Internet y charlamos con los lugareños.

Sobre las cinco empezó a llegar desde la calle cierto jaleo y Jaye me invitó a asomarme y unirme al alboroto: el coche con el novio se acercaba lentamente proveniente del hotel, acompañado de un carro-organillo y unos tamborileros, y a su alrededor las familias bailaban, aplaudían, tiraban petardos, los hombres echaban al aire montones de billetes, y allí que me metí yo, absolutamente fascinado. No sólo fascinado: también emocionado. El ritmo de los tambores, el baile en círculos que hacían los jóvenes de ambas familias, era hipnótico y lo más animado que he visto nunca. Uno que era hermano del novio se me acercó y me invitó a formar parte del corro, y allí que me puse yo, casi como en una ensoñación. El novio salió del coche, con un vestido beige y un gran turbante, las mujeres le tocaban la frente y las rodillas, le daban bofetones y le frotaban billetes en la cabeza, y la hermana de la novia (la guapa) se le acercó con una copa en la cabeza de la que el novio tomó algo; los tambores aceleraban y teníamos al tráfico trastornado.

Finalmente, la comitiva llegó al recinto y la gente empezó a sentarse en las sillas. La madre de Jaye me llamó y me senté a su lado, y me presentó a algunos sobrinos suyos con los que entablé conversación (Jaye tenía muchas cosas en las que ayudar y no podía quedarse haciéndome la visita; el pobre venía cada dos por tres a asegurarse de que no me estaba aburriendo, jeje, como si eso hubiera sido posible).

La ceremonia tardó horas en empezar, y luego duró otras tantas. Pero la gente no se desesperaba: para el final de los rituales no había casi nadie mirando, todo el mundo estaba en el bufé. Yo mismo hice una escapada para la merienda. Pero es que el número de rituales escapaba a mi razón: simbólicamente incomprensibles y estéticamente maravillosos. Me encantó, me atrapó como una buena obra de arte. Primero estaba sólo el novio sentado en un trono plateado, y le daban de comer, le pasaban polvos y cosas por la cabeza y una chica le acariciaba la espalda constantemente con una bola metálica. Luego llegaba la novia debajo de un palio de flores, antecedida de sus tías y primas que bailaban con desenfreno y exhuberancia; se encontraba con el novio y se ponían el uno al otro un collar de flores mientras iban subidos a hombros de sus parientes. La novia llevaba tantísima joyería, tantísimo henna en los brazos, que no se le veía nada de piel. Luego empezaban a atarse los ropajes con hilos y cuerdas, se daban de comer el uno al otro, las familias se daban regalos, y un monje rezaba mientras ellos echaban cosas a un fuego en una vasija. A todo esto, el público a lo suyo: las abuelas charlando en el bufé, los niños correteando, los padres y madres buscando posibles consuegros; todo el mundo arreglado con muchísimo color y brillantes. Una banda tocaba música romántica india. La gente del catering (un catering diferente, más lujoso; los pobres recogían la basura que se acumulaba en el suelo) no dejaba de pasar ofreciendo agua y zumos de todos los colores; nada de alcohol. A veces me daba la impresión de que yo era el único mirando a los novios. Y una de las primas me hacía ojitos, lo juro, pero no era la guapa así que yo me hacía el tonto.

Al final, los novios dan cuatro vueltas en torno al fuego y a su alrededor los invitados tiran flores y confeti. No se cómo me las apañé para estar ahí en el estrado, tirándoles flores desde la primera fila. El estrado acabó lleno de pétalos, polvos de colores, especias; y la ceremonia se acabó. Para entonces yo ya estaba saturado de ritos y música y fui a cenar algo con los primos de Jaye, que eran niñillos pero bueno. Y ay dios, qué cena. El bufé era impresionante. Al principio yo quería intentar recordar todo lo que probaba para poder contaroslo; pero todo era tan diferente, tan raro, tan rico, que al final lo único que podía hacer era disfrutar al máximo cada plato, sabiendo que probablemente sería la primera y última vez en mi vida que probaba algo así.

Los recién casados y su familia inmediata (me dijeron que había 400 invitados) cenaron en unas grandes mesas. Yo estuve charlando con un grupillo de jóvenes, y luego se me acercó una niña y me dijo que su amiga quería conocerme. La cosa empezaba a irseme de las manos. Conocí a la chica en cuestión, que quería a su vez que conociera a sus padres. Conocí a los padres y charlamos un poco, pero por suerte antes de que empezaramos a hablar de planes de boda llegó el final de la celebración. Los novios abandonaban el lugar y se iban a vivir a casa de él. De repente, el jaleo y el ruido dejaron paso al silencio: creo que ha sido el momento más silencioso que he vivido desde que llegué a la India. La novia deja de pertenecer a su familia y pasa a pertenecer a la de su novio. Así que toda la familia de la novia estaba llorando, el padre desconsolado abrazando a la guapa, que es la única hija que le queda ahora; y la familia del novio llorando por contagio... lágrimas rituales, puede ser; pero no por ello menos conmovedoras.

Sería sobre medianoche; fui a por mi mochila a la residencia de estudiantes, me despedí de la gente que había conocido y me monté en un taxi con la familia de Jaye (madre, hermano, hermana y sobrinillo). El taxi nos llevó a un barrio residencial, un complejo de torres recién construidas, feas y solitarias. El padre de la novia había alquilado toda la primera planta de una de ellas, cuatro apartamentos vacíos y polvorientos, para los invitados. Había una pila enorme de colchones y mantas, me instalé una camita junto a la de Jaye y me dispuse a dormir.

Ya estábamos acostados cuando llamaron a la puerta del apartamento. Eran algunos jóvenes que estaban jugando a las cartas en otro de los apartamentos, y que nos invitaban a jugar con ellos. Así que acabé el día de la manera más bonita y surrealista: en unos colchones con un montón de jóvenes gujaratis, a mi lado mi frustrada pretendienta que insistía en enseñarme a jugar, frente a mí la prima guapa que hace un rato lloraba y que ahora se reía muchísimo...

Podría haberme quedado toda la noche allí pero no lo hice: estaba cansadisimo, no me enteraba del juego ni del gujarati; volví a mi habitación donde Jaye ya llevaba un rato acostado, y, en la gloria, me dormí.

Es difícil explicar mis sensaciones; todo fue intenso para los sentidos y las emociones. Ahora releo todo lo que he escrito y me parece ridículo y me dan ganas de borrarlo todo y volver a escribirlo de nuevo. Pero no tengo tiempo. Al día siguiente de la boda ayudé  a limpiar los apartamentos (más que ayudar, mejor sería decir que los limpiamos Jaye y yo: ¡todo el mundo se escaqueó!), luego me despedí con emoción del padre de Manali y le regalé una moneda de un euro; me llevó en el coche nupcial hasta la parada de autobús, y emprendí mi camino hacia una nueva ciudad que explorar: Junagadh. Mañana quiero intentar subir los diez mil escalones hasta el templo de Girnar. Yo sé que la vida no es ni puede ser siempre así, de ciudad en ciudad, de aventura en aventura; pero tenía tantas ganas de venir a la India que no estoy dispuesto a perder la oportunidad de hacerlo.

sábado, 15 de febrero de 2014

Un tahivillero en Ahmedabad

En mi último y polémico post quizás se dejaba ver, a pesar de su última y polémica frase/oración, un deje de angustia al encontrarme de repente en una ciudad tan grande, extrema, alienígena. Sin embargo, una de las capacidades de este país es lo sorprendentemente rápido que uno puede acostumbrarse a las cosas y aceptar lo extraordinario como parte de la rutina. Llevo en Ahmedabad una semana y casi casi ya me siento como en casa. Me encanta esta ciudad. Voy a contar cosas sobre estos últimos días.

MI FAMILIA ADOPTIVA

La convivencia con la familia va como la seda, una vez que se aceptan una serie de reglas. La principal es: a excepción del baño, no hay espacio privado. Cualquier persona puede irrumpir en cualquier habitación, a cualquier hora. Incluyendo horas de sueño: deben dormir como troncos porque, aunque haya alguien durmiendo en algún sitio, entrarán a buscar lo que sea, entenderán las luces, hablarán en voz alta, etcétera, como lo más normal del mundo. Por las mañanas, mientras me desperezo (duermo en el salón), un senorín entra por el balcón con una escoba y barre y friega a mi alrededor para luego irse con sigilo. El primer día me quedé chocado pero ahora, sinceramente, me permito hasta tontear con mi móvil último modelo mientras el hombre agachado limpia el salón (él también tiene un móvil, que lo he visto). Otra norma es que yo no soy un couchsurfer occidental que viene a contarles cosas exóticas: yo soy un hijo más y se me regañará si hablo demasiado fuerte mientras están viendo la tele o si no me termino toda la comida. A propósito, aquí no tienen cubo para basura orgánica. El otro día no pude terminarme algo espantoso, una especie de jengibre agrio, y busqué un contenedor donde tirarlo; no la encontré y me entró el pánico hasta que Jaye me dijo que la comida que sobra la ponen en el muro de la terraza para que se la coman los pájaros, las ardillas y las hormigas. Supongo que el afán de la madre por indianizarme es lo que la motivó a hacer desaparecer del cuarto de baño mi rollo de papel higiénico (por suerte tenía otro de reserva). Otra norma: no hay por qué decir gracias ni por favor ni hola ni adiós, y si hay que discutir en gujarati delante mía y pronunciando muchas veces mi nombre, pues se hace. Eso sí: yo puedo entrar y salir a la hora que quiera (avisando antes a mi madre adoptiva, claro), comer a la hora que quiera (siempre hay comida preparada en esta casa), dormir, leer, estar a mi bola... Una vez que aceptas estas cosas, de repente te sientes como en casa. Yo me paseo en pijama por la casa hasta mediodía.

EL CUMPLEAÑOS MAS RARO DEL MUNDO

Puedo llegar a la hora que quiera excepto el día del cumpleaños del hermano. Ya desde por la mañana la madre me avisó que esa noche nada de cenar fuera: era el cumpleaños de su hijo e iba a preparar una cena para celebrarlo. Total, que hice un poco de turismo y luego al anochecer llegué a casa y disfruté de las dotes culinarias de la madre, que realmente prepara algunos platos riquísimos (ese fue el día del jengibre, pero aparte de eso, bien). ¿Y por qué digo que fue el cumpleaños más raro del mundo? Porque el cumpleañero no apareció. Y cuando pregunté por su paradero o si no deberíamos esperarle para empezar, me dijeron con toda naturalidad que él estaba celebrando su cumple con sus amigos.

RELIEF ROAD

La segunda o tercera noche me entró angustia y decidí irme a un hotel el día siguiente. Leí en Internet que la calle de los hoteles es la Relief Road, la calle principal del casco antiguo, al otro lado del río. Allí pasé toda la mañana, buscando hoteles baratos y recorriendo la calle arriba y abajo sin dejar de maravillarme. Reservé habitaciones en un par de hoteles (nunca está mal tener un plan B; estoy seguro de que la habitación que te enseñan de muestra es la más limpia y mejor ubicada del hotel) y visité unos cuantos que daban miedo, especialmente algunos a los que se llegaba tras subir una escalera empinada y claustrofóbica y cuya "recepción" era más bien un zulo polvoriento. Y la calle, me encantó. Es estrecha y un poco sinuosa, y esta llenísima de comercios, un tráfico salvaje, las aceras en obras jajaja, gente empujando carros hasta los topes de comida (me comí algo como turrón que estaba ohmygod); vacas, cabras y hasta un elefante. Qué sitio increíble. Las callejuelas de los lados se apiñan en conjuntos llamados "pols", y éstos alternan según la religión de sus habitantes: hindú o musulmán, y algún que otro cristiano; cada uno con su templo o mezquita, sus colores diferentes, sus lenguas, sus tiendas y comidas. Realmente interesante y emocionante, ver juntas tantas cosas que siempre he visto como separadas. Finalmente, al llegar más tarde a casa, la madre puso el grito en el cielo y me dijo que de ninguna manera me dejaría irme a un hotel, así que se me pasó la angustia y me quedé.

LA CIUDAD

La ciudad, la sexta o séptima en población del país, está partida en dos por el río Sabarmati, un monstruo de agua que hace parecer al Sena un riachuelo. Río muy limpio, la verdad, y sagrado; ni siquiera hay tráfico fluvial. Al este del río está el casco antiguo, la Relief Road, los pols y las callejuelas atestadas. Al oeste está la parte más nueva, con avenidas más grandes y la universidad, aunque no vayáis a imaginar avenidas como las parisinas: aquí son vastas, descuidadas, sin uniformidad arquitectónica, con vacas y cabras que cualquiera les dice algo, y familias enteras viviendo en la calle (increíble... hasta a esto creo que puede uno acabar acostumbrándose). La ciudad se divide en zonas más que barrios; yo vivo en Ambawadi en la parte oeste del río. Ahmedabad es la ciudad donde vivió Gandhi; es la ciudad del mundo donde más helado se consume; hasta hace poco tenía el título de ciudad más contaminada de la India; tiene una de las tres mejores universidades de comercio del mundo, es sede del instituto espacial indio, y aquí está la pantalla de cine más grande de toda Asia.

SAN VALENTÍN

Hablando de cine, por San Valentín fui al cine a ver una película americana, Her. Te cachean antes de entrar a la sala, puedes pedir que te traigan a la butaca palomitas o lo que quieras, la chica de la butaca de delante sostuvo una conversación telefónica a viva voz en plena peli, y la mitad de la sala se fue cuando aún quedaban cinco minutos para terminar. Bueno, aparte de eso, San Valentín nunca me ha parecido una celebración significativa hasta que he llegado aquí. No es una tontería: es una reivindicación, y lo digo emocionao. El amor, el afecto, en esta sociedad están reprimidos. Una pareja no puede abrazarse en público, casi ni darse de la mano. Los matrimonios son concertados las más de las veces y los programas de la tele son absurdamente castos, cuando no directamente censurados (estuve viendo una película americana en la tele y jajaja, qué elipsis!). Hay una "policía moral", no oficial pero que aun así patrullan las calles. Le propuse a mi amiga visitar el paseo junto al Sabarmati (como amigos of course) y ella me dijo que no, que si la policía moral la iba a liar, blablabla, y yo no pude menos que reirme. Ayer leyendo el periódico me arrepentí de mi risa. La policía moral había tirado tomates podridos y repartido leña entre las valientes parejas que iban al paseo junto al río para abrazarse... al leer eso me di cuenta de que aquí San Valentín es, de hecho, quizás la fiesta más valiosa de todas.

TURISMO

Ayer lo dediqué al turismo. Por ocho euros, tienes toda la tarde un rickshaw todito para ti que te lleva a algunos sitios famosos, otros no tanto, todos igual de fascinantes. Prmero fui al pozo de Adalaj, increíble. Es una construcción subterránea cuyo corazón es un pozo de agua dulce; todo alrededor son columnas, pasillos y plataformas conectadas, donde en el pasado los viajeros descansaban después de un caluroso día de viaje, bebían agua, comerciaban. Un sitio espectacular, todo de piedra. Luego visité un par de templos, uno jainista y otro de la secta Swaminarayan (una variante del hinduismo altamente sexista al parecer); cada uno de ellos único y muy bonito, coloridos y recargados de detalles y esculturas e ídolos por doquier. Visité también el Gandhi Ashram, que es el museo sobre Gandhi a la orilla del río, donde un hombre me enseñó a hacer hilo a partir de un pedacito de algodón, procedimiento que me pareció arte de magia. Después visité una mezquita enorme en pleno centro de la ciudad, con un patio interior gigantesco y que transmitía una paz... en contraste con la locura de las callejuelas. Los fieles se lavaban en una fuente en el centro del patio y luego se postraban para rezar. La verdad,  y no quiero sonar meloso ni naïve, me emocioné. Iba con mi amiga india: una hindú y un cristiano visitando un sitio sagrado para el Islam; y nadie miraba raro sino sonriente, aquello era pura paz. La realidad podrá ser otra (en otras partes de este mismo país, musulmanes, hindúes y budistas se andan matando), pero ese momento y esa sensación fueron igualmente reales. ¿Sabéis qué?, nunca pensé que diría esto pero me alegra pertenecer a una religión. En este país la religión es la vara de medir: un musulmán me pregunta qué soy, le digo que cristiano, y me sonríe y todos contentos. Creo que no tener una religión sería mucho más difícil de explicar y de aceptar... pero bueno, basta de disgresiones. Por último visité el lago Kankaria, enorme y perfectamente circular, donde el paseo que en otra ciudad te lo darían en un barquito romántico, aquí te lo dan en una lancha que va a cien por hora, jajaja. Iluminado de colorines por la noche, con un trenecito que lo rodea, y un globo como el de París que sube y baja amarrado a una cuerda. Lo miraba y me encantaba, y pensaba que los momentos y la historia se repiten...

LA HISTORIA SE REPITE

Sí. Hace una semana cuidaba del jardín de La Arcadia mientras José y Carmen estaban de viaje. Hoy por la mañana la familia con la que me quedo se ha ido a la boda de la prima en Rajkot, que durará tres o cuatro días, y me han dejado al cuidado de la casa. Tengo que regar las plantas, cuidar que una pecera no se quede sin agua, y abrirle la puerta por las mañanas al hombriño que viene a limpiar; y también me han pedido a ver si puedo arreglar el chorrito direccional porque ha perdido su direccionalidad. Antes de irse, y mientras le aseguraba que cuidaría bien de la casa, la madre me ha dicho: primero cuida bien de ti, y ya luego preocupate de la casa. No me he echao a llorar porque era mu temprano. Así que así están las cosas: a ver qué tal se me da esta nueva aventura en este pisito en Ambawadi.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Mi segunda llegada a la India

Escribo desde el teclado minúsculo del móvil. Son las 8.00 de la mañana y al otro lado de la puerta atronaba hasta no hace poco una jauría de perros embravecidos.

Empiezo este post como empecé el primero (parece que hace años!), porque llegar a Ahmedabad, a Gujarat, al norte, ha sido un golpe parecido, casi como llegar a la India de nuevo... bueno, primero cuento el sobrevuelo a Bombay: ¡qué impresionante! Desde el aire parecía que la ciudad no se acababa nunca; son como unos montes a la orilla del mar Arábigo, con edificios y más edificios, algunos enormes, que se perdían hasta el horizonte, y muchísimos otros formando barrios como colmenas de chabolas. Y luego, al aterrizar, el golpe con el norte... si bien hasta hace pocas horas, para llegar a cualquier sitio sólo tenía que preguntar a un lugareño para que veinte paisanos se pusieran a darme indicaciones, aquí la gente miraba para otro lado, o me hablaba en gujarati sabiendo que no entiendo ni papa... al final un indio mudo de aspecto siniestro me ayudó a encontrar mi autobús, el número 50, hasta el barrio de Bopal (no confundir con la ciudad de Bhopal, tristemente famosa por otras razones).

Llegué a mi hotel, y después de instalarme me encontré con mi contacto, que vive a doscientos metros, y fuimos a cenar comida riquísima en un restaurante de semilujo y sorprendentemente barato. Es temporada de bodas, y a lo lejos se veía de cuando en cuando la explosión de unos fuegos artificiales, lo cual parecía curiosamente apropiado.

La habitación 525 del hotel era fea y aséptica, no había papel en el cuarto de baño (cuando pedí que me trajeran un poco me vino un mozo con unas servilletas que traían el logo del restaurante del hotel); y el mánager era un tío con cara de cínico que pretendía ser buena gente conmigo pero cuando hablaba con sus empleados se veía que los tenía tiranizados. La primera noche hizo el numerito de, cuando llegué, preguntarme de qué marca era mi móvil y, delante de un montón de mozos, ponerse a buscarlo en Amazon porque se le había antojado uno igual; un móvil que vale casi lo mismo que el suelo mensual de aquella pobre gente. Total, que desde entonces intenté pasar siempre por la recepción sin mirar mucho al mánager y saludando con efusividad a los mozos, que me miraban como pasmarotes.

Sinceramente, aviso desde ya, no habrá manera de explicaros lo que es esta ciudad: escapa a mi capacidad descriptiva, es demasiado, no es como Málaga que tiene su calle Larios y su plaza de la Merced y Teatinos y El Palo y la Palma Palmilla; esto no puede entenderse ni explicarse de la misma forma, no puedo simplificar.

Pasé dos días en la zona de Bopal, explorando la zona, antes de mudarme a una zona más céntrica, desde donde escribo. Mi manera de proceder era la siguiente: salía de la habitacion, andaba quince minutos y volvía a la habitación, espantado. Luego volvía a salir y esta vez me aventuraba un poco más lejos, y luego volvía al hotel con el rabo entre las piernas, etcétera. No es que me sintiera en peligro en ningún momento, pero la verdad es que el cambio fue bastante brutal, supongo que por la mezcla de no estar ya en el sur sino en el centro-norte; no en zona rural sino en una ciudad de más de 6 millones de habitantes; y para más inri en un barrio de las afueras. El tráfico, una locura absoluta: pegadito a un indio/a para cruzar. Basura por todas partes, de vez en cuando la amontonan y la queman: vuelta a la tos y los ojos rojos. El clima sin embargo es más benigno que en el sur: com si fuera una primavera malagueña. Muchisísimos perros callejeros en un estado lamentable, tristísimos, que la gente trata a patadas. Hasta las vacas parecen aquí más amenazadoras, con sus cuernos enormes y retorcidos. Los edificios tienen cuatro o cinco plantas, las fachadas son todas diferentes y todas descoloridas. La cantidad de establecimientos es abrumadora; los comercios no se abren a la calle sólo en la planta baja de los edificios sino en todas las plantas; se accede a ellos mediante un sistema de escaleras y pasillos que suben y bajan desde las aceras. Aceras, jajajaja. Mejor caminemos por el asfalto. Todo deja su cadáver detrás y eso es más evidente aquí que nunca: del tendido eléctrico cuelgan, a cientos, los restos de las cometas que hace un mes sobrevolaban los cielos en el festival de Uttarayan (Ahmedabad es "la capital de las cometas"). Hay muchísimos árboles y plantas, ardillas por las calles y pájaros raros; ayer vi un elefante y luego un camello, y un grupo enorme de monos han monopolizado los bajos de un puente. Por encima de todo esto, como si fuera una broma, paneles publicitarios anunciando joyas carísimas, o lo flamantes que quedarán las nuevas paradas de autobús, o infografías 3D de unos apartamentos que están ubicados en cierto barrio milagroso donde hay papeleras y farolas en las calles y el césped está bien cortadito.

Pero poco a poco, como viene pasando, uno empieza a adquirir los ritmos de la ciudad, a ver lo extraordinario como normal. Con mi amiga dimos un paseo alrededor del lago Vastrapur, muy bonito, y luego fuimos a una muestra de agricultura ecológica con escenario para unos músicos y bailarinas. La fui a recoger un día a su trabajo, que es un edificio rodeado de unos jardines frondosos. Luego me llevó a su casa, donde conoci a su madre y hermana y cenamos cosas superindias. Después de dos noches en Bopal, ayer martes me mudé al barrio de Ambawadi, en el centro de la ciudad.

El autobús que me llevó de un sitio al otro pasaba por una zona de hoteles de lujo, y cuando yo ya me decía "vale, esta es la zona de los hoteles de lujo", entonces se veía una calle llena de chabolas, niños semidesnudos, gente durmiendo en camastros al aire libre; y cuando yo ya me decía "vale, entonces no, es la zona de los pobres", entonces venía un edificio de apartamentos modernos, y al lado una fábrica y al lado un hotelazo, una autopista elevada haciendo sombra a un dédalo de callejuelas, etcétera; la India es un recordatorio constante de que las cosas NO tienen por qué estar ordenadas. Niños trabajando en los puestos callejeros se mezclan con estudiantes universitarios con gafas de sol que se mezclan con personas y perros moribundos; y nadie me mira, sólo un niñillo sin camiseta y cargando un saco me saludó sonrientísimo una vez y yo me pregunté que adónde iría tan contento.

Llegué embotado a casa de Jaye, mi contacto couchsurfer (llegar fue harto complicado porque las calles no tienen nombre: cada edificio tiene su nombre particular, y muchas direcciones son relativas al comercio que haya al lado; al estar todo en gujarati la cosa se complica). Jaye es un chico muy curioso; gafitas, perilla, menudo; se define a sí mismo como minimalista, se dedica a ayudar a su madre en las labores del hogar, y cuando llegué tenía el suelo de su cuarto lleno de herramientas y trastos porque los estaba ordenando. Vive con su madre, campechana y maestra de inglés, y su hermano, estudiante de matemáticas. Nada más llegar Jaye y yo fuimos con su moto a hacer algunas compras. Me cayó inmediatamente muy bien. Me contó, atentos al percal, que ese día tenían una comida familiar porque una de sus primas se casa el lunes y la tradición es que la familia de la prima vaya a su casa a invitarles a la boda, y a cambio ellos les preparan una comilona de agradecimiento. Nos tomamos un chai en la calle y volvimos a casa. La casa por dentro es así: las zonas comunes muy limpias y ordenadas, los cuartos pelados y sin decoración alguna, y los pasillos con las paredes sin pintar y cables por el techo, y una foto de un señor que debe ser su padre que murió. La cocina atiborrada de cacharros y una barbaridad de tarros con especias y legumbres; y un altarcito a la diosa Parvati con estampas, estatuillas y luces de colores. Cuarto de baño minúsculo sin papel higiénico pero con chorrito de agua direccional jejeje que aún no he probado.

Jaye se acostó para echarse una siesta y yo me quedé en la cama de su hermano, leyendo mi libro y preguntándome cuándo llegarían los invitados porque me moría de hambre. Llegaron sobre las 16h, cincuenta páginas después. Cuando escuché que empezaba a llegar gente, he de confesar que tuve una especie de ataque de pánico, llamémoslo pánico escénico. ¿Qué demonios hago yo aquí? Decidí, lo juro, irme sin comer, poner alguna excusa y comer cualquier cosa en la calle, quizás incluso buscar un hostal. Pero en el pasillo me encontré con la madre de Jaye, que me puso en la mano una bandeja con comida y me dijo que me sentase en un sofá del salón y comiese todo lo que quisiera. Y el pánico desapareció al momento. Go with the...

Qué comilona. Comida picante, salada, amarga, dulce, riquísima. De todas las formas, texturas y colores. Todo el mundo hablando gujarati, las primas guapísimas y yo sin saber siquiera si podía mirarlas a la cara hasta que alguien me hizo una pregunta y empecé a hablar con ellas. La madre sirviéndome comida y más comida. Me dio hasta pena irme, pero había quedado con mi amiga; la madre no me dejó salir de la casa sin un jersey porque luego refrescaba.

Como resumen o conclusión, qué ciudad tan difícil, tan desafiante; pero, siendo esto tan contradictorio como sólo puede serlo algo en la India, ésta es la ciudad de la Tierra donde más ganas tengo de estar en estos momentos.

domingo, 9 de febrero de 2014

La Arcadia: segunda parte

Escribo esto desde un avión que me está llevando desde Kochi hasta Ahmedabad. Bueno, en realidad ahora estamos haciendo escala en Bombay, pero el sobrevuelo a esta ciudad ha sido tan impresionante que daría material para un sólo post asi que mejor imaginemos que estoy volando. En principio yo tenía previsto hacer este viaje en tren; pero como me surgió lo de ser jardinero más días de lo que tenía previsto, y como el encuentro en Ahmedabad con mi contacto no podía demorarse más, decidí coger el avión.

Mis días solo en La Arcadia fueron cansados y al mismo tiempo reparadores, y en general muy placenteros, a excepción de cierto incidente con una araña del tamaño de mi mano extendida. Tengo que contar que, antes de irse a su viaje, pude presenciar una clase de inglés de las que José y Carmen imparten a un grupillo de niños de alrededor de diez años. Fue muy divertida, los niños muy avispados y a la vez muy inocentes, mucho tonteo entre los niños y las niñas pero muy disimulado éste. La clase versó en torno a buenas maneras: decir gracias y por favor, caminar por el buen lado de la carretera, y tapaos la boca cuando tosais. Al día siguiente José y Carmen se fueron y empezó mi misión en solitario.

Sólo fueron tres días pero llevé a cabo mi rutina como si llevara tres años haciéndola. Despertarse muy temprano (para mis estándares), inmediatamente desayunar pan con aceite y dar de comer a las gatas unas sardinas machacadas. He de decir que las gatas son muy simpáticas pero a mi me hicieron un poco el vacío, se las veía despechadas porque sus dueños habían desaparecido. Uno de los días encontré una enorme cucaracha moribunda junto al chisme de las sardinas. La rematé con insecticida (perdónenme) y la enterré en el jardín mientras pedía perdón a la naturaleza por ese sacrificio innecesario pero necesario. Después de esto, sacaba afuera a secar unas planchas con pimientas, otra con plátanos, y otra con unas frutas raras llamadas arekas. Y luego empezaba la sesión de riego, agotadora, que duraba aproximadamente 3 horas. Hay en el jardín un sinfín de grifos y manguera, y me empeñaba en optimizar al máximo la longitud de cada manguera. Terminaba sudando, lleno de picaduras de mosquitos y hormigas, y empapado porque a esa hora el sol ya pega fuerte y acabo echándome más agua a mí que a las plantas.

Por suerte las gallinas y los patos no eran tarea mía y venía una mujer del pueblo a hacerlo, porque yo no hubiera tenido tiempo. Llegaba la hora de comer, y después de asaltar los tuppers que me dejaron en la nevera, siesta bajo el ventilador.

Por la tarde, buscaba cocos por el jardín que iban cayendo de las palmeras y los abría con un artilugio abrecocos; luego me iba a dar un paseo por ahí. Un día llegué hasta la playa de Cherai, con la arena bastante sucia de alquitrán pero con muchísima gente, pandillas, familias, colegios, bañándose completamente vestidos. Fue una puesta de sol muy bonita y a la gente se la veía muy alegre. Después de mi paseo, iba al Guru Kulam a ver a Ayith que se convirtió en mi mejor amigo.

El Guru Kulam es la pequeña clínica ayurvédica (el nombre de la medicina tradicional india) donde está ingresado sin pagar un duro el chico accidentado del que os hablé y que ha empezado poco a poco a recuperar cierta movilidad. Durante tres días le hice visitas que se prolongaron hasta que el Guru Kulam tenía que cerrar. Siempre estaban allí sus amigos (¡desde hace tres años!), yendo y viniendo, trayéndole de estranjis paquetes de frutos secos de afuera, todo el rato charlando y riéndose en una demostración permanente de lealtad que me imagino que se dará en todas las partes del mundo pero que nunca había visto tan de cerca. Era un clima mágico y especial pero al mismo tiempo mundano y ruidoso. Horas y horas hablando, intentando hacernos entender y riéndonos de otro de los pacientes que era un conductor loco de autobús y tenía una esposa y diez novias... La habitación de Ayith era el punto de encuentro de todos los pacientes y visitantes de la clínica, y él en medio, sin más familia que su hermano, siempre riéndose, el chaval que ha vuelto a nacer y de sopetón le enseña a uno lo relativa que es la salud y que un paciente puede estar más sano que quien le visita!

Total, que después, tristecillo, volvía a La Arcadia, metía para adentro las pimientas y los plátanos y las arekas, metía en la nevera los huevos que la señora había cogido del gallinero, daba de cenar a las insolentes gatas, y cenaba yo mismo con musiquita colombiana de fondo. Fue el último día cuando vi en la pared de la cocina una araña gigante y que se movía más rápido que mi percepción asi que era imposible predecir adónde se dirigiría, cual paradoja cuántica. Tras media hora de acechamiento mutuo y de llamar en vano a las gatas a ver si venían a comérsela, conseguí que se metiera por un oscuro ventanuco gracias a que me puse a hacer ruido. Uuff.

Luego ya sólo tocaba atrancar todas las puertas (el autocorrector insiste en que lo que hacia era arrancarlas, lo cual hubiera sido una canallada por mi parte), apagar las luces, y recluirme en mi cuarto solitario en esa casa enorme, pero sin mal rollo. De hecho, la cama de La Arcadia es una de las más cómodas en que he dormido en mi vida.

Han sido, en resumen, unos días muy instructivos y entretenidos, agotadores en lo físico pero muy relajantes. Esta mañana me he despedido de José y Carmen con bastante pena porque tienen un nosequé que les hace a la vez muy muy normales y muy muy especiales; no me importaría volver a pasar otra temporadita en La Arcadia...

Ahora, ya sí, hemos despegado desde Bombay. El avión tiene el aire acondicionado a tope y me estoy arrepentiendo de haber venido en sandalias. Næste station: Ahmedabad.

viernes, 7 de febrero de 2014

Glosario de cosas que no quiero que se me queden en el tintero

Mientras escribo la crónica de estos días como jardinero, os dejo con un pequeño glosario de cosas variadas que me habéis comentado o dicho o que sencillamente quiero decir, que pa algo el blog es mío. Escribo mucho y muy lentamente, lo sé, yo os agradezco vuestra paciencia y constancia; pero es que escribo desde el móvil y entre mis dedos patosos y el autocorrector que pone lo que le da la gana, no hay quien escriba dos lineas seguidas.

ACERAS : Haberlas haylas. Pero por la seguridad del peatón, es mucho más seguro andar por la carretera. Sobre las aceras es como si hubiera caído una bomba atómica.

ALCOHOL : Yo no lo hubiera dicho, pero me dicen José y Carmen que es un auténtico problema en esta parte del país: al parecer la gente bebe mucho, incluyendo mientras trabajan; yo no lo noto pero dicen que, a media tarde, muchos de los indios con los que me cruce estarán borrachos.

BINDI : Es el típico puntito en la frente que llevan las mujeres indias. He de romper un mito: no sólo lo llevan las mujeres, también hay muchos hombres con bindi. Lo lleva mucha gente, puede estar hecho de polvo o ser una pegatinita, y no quiere decir nada (yo creía que tenía algo que ver con si estás casado o no, pero qué va), es como quien lleva unos pendientes. En la puerta de algunos templos ponen un montoncito de polvo y todo el mundo que pasa se pone un bindi de ese polvo, supongo que será un bindi bendecido. Es también curioso que las estatuas en los templos tienen siempre bindis en la frente que la gente les pone.

COMIDA : La comida está siendo una buena sorpresa, pues estoy encontrando platos que son poco picantes, e incluso los picantes los llevo más o menos bien, aunque a veces después de comer tengo la boca como anestesiada... Lo que no me gusta es que desayunan, comen y cenan lo mismo; y desayunar arroz con curry es bastante triste. Tampoco me gusta que no toman fruta de postre. He probado muchas cosas, lo más típico es el chapati (panecillo con salsas de coco, mango, garbanzos...), el biryani (arroz con verdura o pollo), el khakhra (una oblea de pan), y mi favorito, el uthapan (una especie de pan con trozos de cebolla). A los indios también les gusta lo dulce y en los puestos callejeros venden por cuatro rupias mucha variedad de dulces que tienen en común la saturación extrema de azúcar. Para beber, chai a todas horas, es té con leche y azúcar bastante adictivo.

FAMILIA Y AMIGOS : ¡Os echo de menos! Tres semanas en la India parece que son ya muchos meses... Pero os echo de menos de una manera curiosa: no es que quisiera volver allí a estar con vosotros, sino que me gustaría que vinierais vosotros aquí a experimentar esto conmigo. Os encantaría. Los miedos, las inseguridades, todas esas sensaciones que parecían tirar de mi para que no hiciera este viaje, se han disuelto poco a poco y ahora me pregunto cómo pude alguna vez siquiera tener miedo de venir. Y me gustaría que vosotros, familia y amigos (y compañeras de piso, que sois un híbrido de ambas cosas), experimentarais conmigo esta misma liberación, alegría y fascinación que siento cada instante que estoy pasando aquí. Así que ya sabéis... ¡Saudi Airlines tiene vuelos baratos!

GRIFOS : Es curioso, en las calles hay muchos grifos a disposición de la gente. También lo he viso en las estaciones de tren. No son lo que se dice fuentes y dudo mucho de la calidad de su agua; pero cada dos por tres sale un tubo del suelo con un grifo, útil para lavarse las manos o los pies o sonarse la nariz.

LUNGHI : Hay cierto comentarista que insiste en que me ponga un lunghi. El lunghi es una especie de falda que suelen vestir aquí la mayoría de los hombres. Tiene la peculiaridad de que se puede recoger por la cintura de manera que se puede cambiar de longitud (por los pies o por las rodillas) dependiendo del calor o de yoquesé; cuando está recogido en la cintura parece una especie de pañal gigante. Siento decepcionaros pero por ahora no tengo planes de pillarme un lunghi.

POBREZA : Yo tenía muchos prejuicios antes de venir; entre otros, pensaba que yo sería un rico entre pobres, que la pobreza a mi alrededor sería insoportable. Dicen José y Carmen que la India ha exportado la imagen de su pobreza como España ha exportado la del toreo y las sevillanas o Francia la del glamour y los crepes: esa imagen atrae al dinero. Está todo muy descuidado, sucio y roto; pero creo que eso no tiene que ver con la pobreza sino con el hecho de que a esta gente les han llegado muchas cosas "modernas" demasiado rápido. A ver, que pobreza hay, sí, y supongo que conforme suba al norte veré más y más; pero aqui también hay exuberancia: los mercados están llenos, montañas de frutas y verduras desbordan de las tiendas, hay muchas farmacias, clínicas, escuelas, agua por doquier; en los restaurantes puedes repetir cuantas veces quieras; y la gente, que yo imaginaba que serían casi todos como mendigos, trabajan en oficinas o en el campo, sonríen mucho y charlan en grupo y tienen smartphones y les encantan las fiestas.

PRECIOS : Las cosas aquí, para nuestros estándares, son muy baratas. Puede parecer un tópico pero es verdad. Además hay algo muy bueno, y es que en todos los productos que vienen de fábrica (por ejemplo un bote de zumo, una cuchilla de afeitar o un rollo de papel higiénico), el precio viene impreso en el envoltorio desde la fábrica, con lo que los tenderos lo tienen muy difícil para timarte. El tema de regatear lo llevo regular, pero creo que es algo psicológico: si me ofrecen unos buenos pantalones por menos de 3 euros, aunque soy consciente de que debería regatear hasta al menos un tercio de ese precio hay una parte de mi cerebro que dice "bah, pa qué".

RESTAURANTES : Se come con la mano (derecha), lo cual es genial, aunque a veces es difícil no usar la izquierda para quitarle las espinas a un pescado, por ejemplo. Los restaurantes son muy pequeños. En todos hay un fregadero a la vista de todos donde hay que lavarse las manos antes y después de comer (lo ideal es no mancharse más allá de los nudillos; yo me contento por ahora con no pasar de la muñeca). Se supone que tienes que lavarte sólo la mano derecha para demostrar que no has usado la izquierda. Te sirven agua caliente en vez de fría, al menos aquí en Kerala, cosa que no me gusta. Se come levantando el codo, a ver si me explico, no te echas la comida en la boca desde abajo sino desde arriba (los indios expertos ni siquiera se tocan los labios con los dedos sino que se lanzan la comida desde cierta distancia). A veces te sirven el arroz en una hoja gigante de platanera; al final de este espectáculo comidil, si doblas la hoja hacia ti quiere decir que te ha gustado, si la doblas hacia fuera quiere decir que no. Para terminar, a la salida hay un cuenquito con semillas de anís y yoquesé más que se mastica y esta muy rico y dicen que es digestivo.

RETRETE : Por ahora, en todas las ocasiones salvo en una he tenido un buen suministro de papel higiénico. Para el caso contrario o de terminación inesperada del suministro, siempre hay cómo no un grifito al alcance de la mano... (izquierda). Hay retretes a la europea y también a la turca; no problem. Por ahora sólo he visto un baño especialmente sórdido, fue en el bar donde cené en Palani; era el baño de un edificio entero y me alegré de que las luces fueran tan mortecinas que impidieran ver alrededor.

SEXISMO : La separación entre sexos es bastante fuerte. No a un nivel institucional (los colegios son mixtos y tal), pero sí a un nivel práctico: los hombres y las mujeres se sientan por norma general en lados diferentes del autobús, no van mezclados en los rickshaws, y los niños y las niñas nunca juegan juntos (en la clase de inglés que presencié en casa de José y Carmen, los niños se sentaron sin mezclarse ni hablarse, cada vez que una niña leía los niños cuchicheaban, y viceversa... también recuerdo, en mi segunda fiesta en Pondicherry, cómo los maridos celebraron sus cumpleaños separados de sus esposas, que estaban en la habitación contigua!). Sé, y no sólo por lo que cuentan por ahí, que esta sociedad es injusta con las mujeres (como lo es la nuestra); pero, sinceramente, no parece que estén reprimidas ni que se las considere inferiores, más bien se las ve fuertes e importantes, las mujeres y las niñas sonríen y gritan y escupen también; y se ríen cuando las saludo con mi malayalam atahivillerado. Por lo demás, es muy raro ver a un hombre y una mujer andar agarrados; pero sí se ven muchos hombres que caminan cogidos de las manos o con los brazos por los hombros; es su manera de demostrar la amistad.

VEHICULOS : Hay muy pocos coches, y los que hay son por lo general cochazos. José y Carmen tienen un land rover del año de la pera pero no es lo habitual. Luego hay muchísimas motos, con cuantos ocupantes quepan. Si conduce un hombre, la mujer va detrás con las dos piernas hacia el mismo lado no vaya a ser que se les levante el sari. Los rickshaws son los amos de la carretera: triciclos con capota que hacen lo que les da la gana, jamás ponen el taxímetro y, ¿cómo explicarlo?, son unos auténticos salvajes/genios del asfalto. Por último los autobuses, que son como fiestas ambulantes; sus conductores son temerarios y locos, y por fuera están iluminados como con guirnaldas de navidad; el claxon suele ser alguna musiquilla hortera. Todos los vehículos tienen en común llevar en el salpicadero un altarcito en honor a Ganesh, el dios-elefante, eliminador de obstáculos (lo cual define bastante bien la actitud de los conductores indios...). El pobre Ganesh debe estar hecho un lío.

ZUMO DE MANGO : Mi bebida favorita aquí; una de las sustancias más adictivas del planeta. Supongo que José y Carmen no aprobarían su consumo, pues tiene muchísima azúcar y creo que productos químicos, de hecho supongo que el mando será el menos importante de sus ingredientes. Pero es tarde: me enganché desde el primer día. Asi que cuando me imaginéis andando por la calles de la India, ¡que sea tomándome un zumo de mango!

martes, 4 de febrero de 2014

Primeros días en La Arcadia

(ADVERTENCIA PRELIMINAR: he recibido ciertos comentarios después del último post diciendo que soy un vendido, pues yo, que como sabéis siempre he sido más bien un urbanita acomodado, me deshacía en elogios hacia la naturaleza exuberante y los paseos por la jungla en Kodaikanal. Así que aviso desde ya: lo que vais a leer a continuación puede escandalizaros.)
Llegué a Kochi a las 4.30 am, la cual no me pareció una hora decente para presentarme en casa de nadie, asi que esperé junto a una capillita azul, punto de referencia dado por José, mientras la ciudad se despertaba. Me comí entre tanto un plátano e intenté arreglar a porrazos contra el muro de la capillita una linterna que me había encontrado. Cuando empezó a clarear, me encaminé hacia La Arcadia, que es el nombre de la casa donde viven José y Carmen (os habréis fijado que no he puesto iniciales; os explicaré por qué en otra ocasión). Ya en los diez minutos de marcha que tardé, el lugar me fascinó. En esta parte del mundo, el mar penetra en la tierra formando una red inmensa de lagos, canales y lagunitas; a esto se le llama "backwaters". La tierra que queda en medio, que no pasa de un metro sobre el nivel del mar, es una pura selva con muchísimos árboles cuyos nombres desconozco excepto la palmera. Hay pues mucha vegetación y mucha agua, y el ser humano ha dividido esta jungla en fincas y ha construido una maraña de carreteras y puentecitos que conectan unas fincas con otras, unos pueblos con otros (quiero aclarar que no estamos exactamente en Kochi, que sí que es una gran ciudad, sino en el pueblo de Ayyampilly, en las backwaters). En estas fincas hay casas enormes, con una arquitectura que parece europea pero con un toque oriental; poco tiene esto que ver con las chozas cutres y las calles más cutres aún de mis días en Mahabalipuram!!
José y Carmen poseen una de estas casonas, y el jardín adyacente sobrepasa cualquier definición de jardín que yo nunca hubiera imaginado. Y resulta que ahora yo voy a ser, por unos días, el jardinero oficial... pero vayamos por partes.
Sobre las 7 am, por fin me presenté en La Arcadia, en un estado deplorable (yo, no la Arcadia); me tomé un frugal desayuno y me acosté en el cuarto enorme que me habían asignado. Desperté a mediodía, rejuvenecido y envuelto en un calor horroroso: ahora ya sé lo que es un día de calor subtropical y os aseguro que prefiero un buen terral. Entonces José me enseñó la casa y el jardín. La casa es como de película: muchas habitaciones y salones de techos altos, muchas ventanas, escaleras de madera muy empinadas, puertas de madera que pesan un quintal; estanterías llenas de libros, cuadros y recuerdos de los sitios adonde han viajado o vivido (que no son pocos), un pequeño altarcito hindú en la entrada, una cocina enorme con muchos cacharros, y un par de gatas por ahí dando vueltas. Mi cuarto es del mismo tipo señorial, tiene al lado un cuarto de baño gigante, y del techo cuelga algo que al principio pensaba que era una medusa gigante y luego descubrí que era una mosquitera para la cama (pero no me he atrevido a ponerla porque cualquiera la desmonta luego).
Luego el jardín. Es como un poco de selva acotado por un muro. O más bien, como un jardín botánico asalvajado/aselvajado, porque de hecho la mayor parte de las plantas no crecen aquí naturalmente sino que ellos las han plantado. El caso es que hay muchísimas plantas y árboles (José me las enumeró una a una, el pobre, con si yo pudiera acordarme; y me dijo qué fruto o uso le daban a cada una, dirigiéndose a las plantas y hablando sobre ellas como si fueran sus amigas de toda la vida). También me enseñó el gallinero, el estanquecito, el sitio donde viven los patos, la trampa para ratas, el horno donde hacen el pan, el sitio para hacer abono, y un largo etcétera. En esta casa, la mayor parte de lo que comen viene del jardín. Lo que queman, viene del jardín. Los desperdicios que se producen, van al jardín. Las flores que adornan la casa, vienen del jardín. Lo que el jardín y los animales producen, lo venden en el pueblo; lo que compran en el pueblo es, las más de las veces, herramientas o semillas o piensos para mantener el jardín. Es algo alucinante y agotador: la presencia del jardín es constante, tanto físicamente (polvo, tierra, hojas, bichos bichos bichos) como en las conversaciones y la planificación del día a día.
José y Carmen son peculiares: son muy tranquilos y con una vida muy sencilla; han vivido en sitios como Teherán, Atlanta o Suazilandia, y ni me atrevo a preguntar adónde han viajado; se ganan la vida dando clases de idiomas a niños y adultos de por aquí, y ella es profesora de yoga también; se ríen muy poco pero al mismo tiempo parece que todo lo que dicen tiene un trasfondo de ironía, sin maldad ninguna. Su vida es enormemente simbiótica con la naturaleza. Y llevan diez años viviendo en la India y tienen muchas cosas interesantes que contar...
Llevo aquí dos días que han sido muy similares, y todo indica que en esta casa-jardín es esencial aceptar seguir una rutina a rajatabla para que la selva no nos consuma. Me despierto a las 7 (ellos, a las 5) y a las 7.15 ya estamos desayunando pan casero con salsas caseras o aceite (no casero). Y un té (está frase podéis añadirla mentalmente al final de cada frase). Luego ayudo a José en el jardín, a regar o alimentar a las gallinas. A las 9 tengo clase de yoga con Carmen y otros pocos alumnos y no haré ningún comentario más al respecto, jajaja. Luego, sudoroso y devastado, ayudo en el jardín a lo que sea. Después bajamos al pueblo con el todoterreno; a tomar un tentempié picante en algún bar (el conocido Madrás Café por ejemplo); a comprar cosas, o a llevarme a visitar algo; por ejemplo hoy me llevaron a ver un lugar llamado Chengamandalam o así, donde en un pequeño espacio hay, muy cerca la una de la otra, una iglesia, una mezquita, una sinagoga y un templo hindú, en amor y compaña; y donde el paisaje de las backwaters es increíble. Luego volvemos a casa a comer verduras frías y arroz (la mayor parte de ingredientes ya os podéis imaginar de donde vienen). Luego siestecita-cocción, y luego al jardín a reventarse haciendo algo. Ayer levantamos un parapeto de lona de más de dos metros de alto para que a ciertas plantas no les diera tanto al sol (¿¿y mi cerebro, es que no merecía a su vez un parapeto??); y hoy me he subido a una escalera que a su vez estaba subida a un tejado para despojar a una pimienta de su preciado fruto: ¡más de dos kilos de pimientas! El vértigo no existe, la aracnofobia no existe: sólo existen la arena y el barro y el sudor y la crema antimosquitos cada dos por tres y los bichos de todos los tamaños y colores.
Después, cuando empieza a refrescar, un paseíto por ahí: por ejemplo, ayer, a la playa. Emocionante ver por primera vez en mi vida el mar Arábigo, y muy calentito. Tengo que decir que el estado donde me encuentro, Kerala, respeto a donde me encontraba, Tamil Nadu, es muy diferente. Se ve (y, según me cuentan, lo es) mucho más rico; aquí lo importan todo de otros lugares, se cultiva y fabrica mucho menos; la gente es más pudiente y menos sonriente, se ven paneles enormes anunciando joyas y saris de seda, las calles están mucho más limpias, se ven menos animales vagando por ahí, las tiendas son menos cutres y el olor menos penetrante; el tráfico es mucho menos caótico, casi todos los motoristas llevan casco y aún no he visto a cuatro viajeros en una moto. Pero sigue siendo el sur de India, con su mucho de todo y su balanceo de cabeza tan enamorable.
Ayer, después del ratito en la playa, pasamos por una pequeña clínica a visitar a un chico, albañil, que hace tres años se quedó tetraplégico y hace muy poco empezó a recuperar cierta movilidad. No es que José y Camen le conocieran de antes, pero al parecer aquí es común ir al hospital a saludar a los convalecientes; he de reconocer que ver al joven, destrozado pero tan sonriente, me dejó muy impresionado.
Luego vuelta a casa, encerrar a las gallinas, dar de comer a las gatas, y luego cenamos pan con aceite y plátano hervido frío; ducha a lo indio, y a las 9 todo el mundo en la cama, donde me duermo con el ventilador a tope aún sabiendo que despertaré con dolor de garganta.
Así que esa es mi vida en La Arcadia, Ayyampilly, absurdamente diferente a la vida que he llevado en cualquier otro sitio. No es lo que esperaba de mi viaje a la India, pero ya en mi primer día decidí dejar de hacer planes y de tener ideas preconcebidas. Tenía pensado quedarme aquí sólo dos o tres noches pero José y Carmen se van  tres días próximamente y me han pedido si podria quedarme al cuidado de la casa y el jardín y mantener a raya a los cuervos y a cierta comadreja que quiere comerse a las gallinas; y que no me preocupe si veo una serpiente marrón de dos metros de largo porque no es venenosa. Se van de jueves a sábado, ya os contaré si sobrevivo a la experiencia... Sin duda no es lo que yo tenía planeado antes de venir, pero bueno... go with the flow!

sábado, 1 de febrero de 2014

Por encima de las nubes

Perdonad que haya tardado tanto en escribir, pero es que he estado de vacaciones. Os cuento.

Al día siguiente de lo último que he relatado, volvimos a coger la moto de P. y fuimos a otro templo hindú fuera de Madurai, en mitad del campo. Me dijo P. que a veces tenían allí un elefante que por cinco rupias le agarraba la cabeza a la gente con la trompa, y yo me moría de ganas de que un elefante me agarrara la cabeza. Decepción, aquel día se habían llevado al elefante a otro templo. Lo que si vimos fue muchos monos, y no eran muy graciosos que digamos. Uno de ellos se nos puso medio agresivo cuando me vio comerme un pastelito; se me acercó como para quitarmelo, y a punto estaba yo de darselo cuando un señor me salvó la vida y la dignidad y echó al mono. Nos dijo que si caminábamos con un palo en la mano, los monos no se nos pondrían tontos.

Después, P. me llevó a la estación de autobuses de Madurai, ya con mi mochila y todo, y nos despedimos con cierta pena. Al rato salió el autobús hacia mi siguiente destino: el pueblo de Kodaikanal, en los Ghates Occidentales (que son una cordillera que atraviesa la India de norte a sur, pegada a la costa oeste; mirad un mapa). El viaje fue una locura de curvas y bocinazos, Kodaikanal está a 2100 m de altitud y empezó a hacer mucho frío. En Pondicherry yo había perdido mi preciado jersey, as que tuve que apañarmelas con el turbante que me había comprado en Madurai, convirtiendose asi en una tela multiusos.

La llegada a Kodaikanal fue un poco desagradable. Era de noche, y a la salida del autobús nos esperaba un ejército de gente ofreciéndonos taxis o habitaciones de hotel, de manera demasiado insistente. Coincidí con un grupo de españoles y empezamos a buscar habitación juntos; nos ofrecieron una por 5 euros que estaba muy bien, pero ellos querían algo más barato aún. No me gustó demasiado ese plan que llevaban, intentando regalarle un euro al recepcionista, asi que yo me quedé allí. Cené poco después con esta gente, luego me di un paseo por el pueblo y me compré un jersey de segunda o tercera o enésima mano; había muchos perros ladrando en la calle y todo era un poco siniestro asi que, con una sensación agridulce, fui a mi habitación (que estaba al final de la cuesta más empinada que podáis imaginar) y me acosté.

He dicho que los primeros momentos en Kodaikanal fueron desagradables; sin embargo, visto con perspectiva, mis tres noches en este pueblo han sido de lo más agradable y bonitas; Kodaikanal ha sido una especie de "vacaciones"; paréntesis de descompresión dentro de este viaje, genial pero hasta el momento agotador, por la India.

Kodaikanal (foto) es una ciudad-pueblo atestada, como todas, de comercios, coches, autobuses y mucha gente; son un montón de calles desparramadas sobre unos montes bastante escarpados, y también bastante más altos que los de alrededor, por lo que las vistas son espectaculares; a ciertas horas del día, se puede ver cómo la ciudad se encuentra por encima de un mar de nubes (esto queda más espectacular asi dicho que en la realidad; pero es precioso de todas formas). El aire, mucho más limpio que el de los lugares anteriores, ha sido todo un alivio para los pulmones, y también el fresco nocturno.

Desde Kodaikanal salen innumerables rutas por el bosque, algunas terminan en cataratas, otras en formaciones rocosas peculiares; yo no he hecho ninguna de ellas. El primer día, armado con un palo antimonos, fui caminando por un sendero muy pintoresco hacia la aldea vecina de Vattakanal, colonia rural de hippies israelíes (lo juro). Pensaba encontrar allí un ambiente interesante a lo Cristiania, pero tan sólo había un puñado de casas ocupadas por jóvenes poco amigables que estaban a lo suyo, fumando y escuchando a todo volumen Sixto Rodríguez y Bob Marley. Había un hombriño indio llevando garrafas de agua de un lado a otro, y como no tenía nada mejor que hacer, me puse a ayudarle. El hombriño me enseñó su casa, se me quejó de aquella gente que sólo venía a beber y a ensuciarlo todo, me bendijo con efusividad (es ésta una zona con muchos indios cristianos y se ven iglesitas por todos lados), y luego volví a Kodaikanal.

Entablé mientras comía amistad con unos chicos alemanes que me invitaron a pasar la tarde a su albergue, a las afueras de la ciudad. Fui, y un nutrido grupito pasamos una agradable velada junto a la chimenea, y luego salimos al frío exterior y se veía el cielo increíblemente estrellado, y debajo se veían las luces de otros pueblos, y en general era maravilloso.

La vuelta a mi hostal no lo fue tanto. No era demasiado tarde, pero el camino estaba oscuro y desierto, y grupos de perros callejeros parecían haber tomado las calles. Imaginad mi rile. Llevaba una piedra enorme en la mano. Llegué al hostal hambriento y aterrado, y el recepcionista, muy amable, me dio un poco de arroz y salsa picantosa que le habían sobrado de su cena. Luego estuvimos charlando un largo rato, entre otras cosas sobre boxeo y sobre Titanic, y él me exponía sus teorías de por qué esa.película era tan buena y hacía llorar tanto (verídico!).

A la mañana siguiente, y con tristeza por despedirme de mi alma gemela tamil, pero sin ganas de pasar por el susto de la noche anterior, hice el check out de este hostal y me registré en el albergue de mis amigos... ¡donde compartiría un colchón gigante con otras cinco personas!

Por la mañana volví a ir a Vattakanal, esta vez con los alemanes, y durante el camino bajamos al río, envuelto en una auténtica jungla, y vimos algunas pequeñas cascadas; sin embargo, sigo encontrando decepcionante e inaudito lo sucio que esta todo: botellas y plásticos por doquier. Vimos también ardillas gigantes, pájaros de colores, y muchos monos con cara de mala leche. Comimos en un barecillo israelí en Vattakanal, éramos los únicos clientes en una terraza ruinosa con unas vistas espectaculares; comí falafel y humus riquísimos. De vuelta al albergue me eché una buena siesta en la supercama y luego bajé al pueblo a comprar grandes cantidades de fruta, que serían mi aportación para la cena comunal de esa noche.

Lo de la fruta fue muy bien recibido, creo que la gente lo agradeció después de tanto arroz y especias y curry. Como éramos muchos, no nos quedamos junto a la chimenea sino afuera, al fresco, charlando y tal. Había un israelí muy gracioso que había tomado setas alucinógenas y estaba colgadísimo, un austríaco con mucho mundo a sus espaldas, daneses, ingleses, franceses, y un canadiense y una neozelandesa con quienes hice muy buenas migas. Todos hablábamos de nuestro viaje por la India, y la verdad es que casi todo el mundo lleva muchos meses por aquí asi que yo era como un novato rodeado de veteranos. Nos hinchamos a comer moong-dal, unas lentejas fritas que se comian como pipas (feliz descubrimiento!), y ni muy tarde ni muy pronto me fui a ocupar mi rinconcito del colchón gigante (mi parte del somier cedió con gran estrépito en cuanto me instalé, pero esta mañana nadie se me ha quejado por el ruido, ni por los aspavientos que tuve que hacer para ahuyentar a lo que estoy seguro que eran arañas trepando por mi cara).

A la mañana siguiente fue un gustazo levantarse y ver amanecer sobre aquellas montañas sumergidas en la neblina. Con C. el canadiense y M. la hobbit (su tío salió como extra en el Señor de los Anillos), fuimos a dar una vuelta por Kodaikanal. Desayunamos plátano con yogur y miel, mi primer desayuno no picante en muchos días; paseamos por un jardín botánico lleno de niños y niñas que nos saludaban con timidez y descaro (mezcla rara pero factible) y se echaban fotos con nosotros (bueno, sobre todo con M., para qué engañarnos). Luego alquilamos unas bicis herrumbrosas por 30 céntimos y nos recorrimos el perímetro del lago de Kodaikanal.

Se ve que Kodaikanal es un destino al que los mismos indios van a pasar su fin de semana; y dicho paseo alrededor del lago estaba lleno de familias y grupos de amigos, caminando o en bici o a caballo, y muchísimos puestecillos de comida, ropa, peluches, chocolate y aceites aromáticos.

Después de nuestro paseo, por pura casualidad llegamos a un pequeño estadio donde jugaban al criquet, deporte nacional aquí. Era un torneo del Instituto Internacional de Kodaikanal, maestros contra estudiantes, y a pesar de que soy un lego en la materia, era evidente que los maestros les estaban dando una paliza a los estudiantes. Luego comimos, y yo volví al albergue para chill out un poquito y recordarme en el paisaje montañoso una vez más antes de ponerme en camino hacia mi siguiente destino...

Ahora escribo esto desde un autobús que me está llevando hasta la ciudad de Kochi. Es medianoche y espero llegar a las 6 de la mañana. Para entonces, ya habré dejado la región de Tamil Nadu, que es donde me he estado moviendo hasta ahora, y me encontraré en la de Kerala. A ver qué sorpresas me esperan... por el momento, ya he estado un rato largo esperando en la ciudad intermedia de Palani: polvo, bocinazos, cena picantísima, retrete inmundo, calor y mosquitos: las vacaciones se han terminado.