domingo, 18 de mayo de 2014

Lo más difícil

Así que volví al Sur, a la exuberante y despreocupada Kerala. Volví a La Arcadia, al reencuentro de Carmen y José, que siguen en su lucha permanente contra los elementos y contra los keralitas. Volví a intentar sin éxito hacerme amigo de Seis y de Junio, las gatas. Volví a esos increíbles desayunos, comidas y cenas, todo sacado del jardín; y al té a todas horas. A las conversaciones sobre los lugares en que han vivido y, con amargura y un toque de acidez, sobre la sociedad en que viven ahora. "Kerala es la tierra de Dios, pero su gente es del Diablo", dicen que dicen.

Volví a trabajar en el jardín-jungla, bajo las directrices de José. A cortar árboles a machetazos (mal verdugo hubiera yo sido en la Edad Media), a limpiar de algas un pozo (poco profundo), a poner tejas en un tejado (poco elevado), a vaciar una camioneta de ladrillos bajo la mirada impávida del camionetero, que no movió un dedo (a ver si va a ser verdad eso que dicen...); a llevar ramas de aquí a allá, a abrir cocos, a apilar leña llena de arañas, a intentar arrancar la motosierra que estaba atascada, a recoger fruta del suelo: el primer día que cayó un mango frente a mis narices lo cogí  entusiasmado y me lo comí como si fuera el último mango en el mundo. Días más tarde, cuando ya había recogido tres millones de mangos, dejó de hacerme tanta ilusión.

Después de tanto trabajo íbamos al pueblecito a tomar té con algún picoteo típico, idli o masala dosa o utapám, palabras que inevitablemente se me olvidarán pero que ahora son el pan de cada día, todo muy rico. Luego volvíamos a casa y quizás les tocaba dar alguna clase de español o de inglés, a niños o a adultos, todos igual de atontados y sonrientes. También a veces venía un profesor de malayalam a darles lecciones a ellos. Yo asistí a una clase y acabé horrorizado porque el idioma es infernal y el profesor no parecía tener demasiadas aptitudes ("mejor dilo en inglés y ya está", decía cuando uno de los alumnos trataba de decir algo en malayalam).

Volví a ver a Ajith en su habitación en la clínica. Le pregunté si no le picaban los mosquitos y me dijo que, mientras le picaran de cuello para abajo, a él le daba igual... Ajith no puede mover las piernas ni el torso, y los brazos sólo los mueve un poco; su sonrisa la maneja a la perfección. Los amigos van a diario a ver la tele con él, a traerle de estranjis cualquier chuchería, a plantarle cara al drama. Me hacían comer cosas extremadamente picantes sólo por verme la cara; y Ajith desde su cama nos cuidaba a todos. Eso sí que no voy a olvidarlo nunca.

El último día en Kerala tomamos un último té, Carmen, José y yo; estaban planeando enseñar a los niños de la clase de inglés los nombres de las plantas y cómo hacer compost. Cosas que en otros mundos son tan poco importantes pero que en éste lo son. La Arcadia es una burbuja, frágil pero superviviente, que contiene lo que realmente importa. Hay algo que José y Carmen dicen mucho: "aquí nunca se gana", cuando hablan de las termitas que les están socavando la casa o cuando a unos alumnos desmemoriados se les olvidan las cosas de un día para otro o cuando un árbol se les pudre por culpa de la lluvia; y a mi me entraban ganas de decirles que ellos ya han ganado.

Y luego volví finalmente a Tamil Nadu; mi tren, el Chennai Mail, iba puntualísimo pero a nada de llegar estuvimos parados cuarenta y cinco minutos entre dos estaciones, supongo que para no fallar al horario de retrasos.

Me costó muy poco encontrar un hotelito en el barrio de Triplicane, cerca de una gran mezquita. El hotelito, eso sí, tenía truco: me propusieron pagar un pequeño suplemento por usar el aire acondicionado y accedí... ahora bien, los canallas no me avisaron de que no hay suministro eléctrico durante la mayor parte del día y que el aire acondicionado no está enchufado al generador de gasolina. Pero bueno, no podía ser que me fuera de la India sin vivir una última triquiñuela de éstas.

Chennai, la capital de Tamil Nadu, es una de las ciudades más grandes de la India pero no se nota demasiado: más que una ciudad parece un pueblo que se extiende hasta el infinito, con las casas de colores, puestos de té en cada esquina, motos y rickshaws a ver quién toca el claxon más fuerte, vacas por todos lados y montañas de basura; y la gente que te mira fijamente y mueven la cabeza de un lado a otro cuando les devuelves la mirada, como si quisieran comunicarte algo.

En Chennai me he dedicado a pasear por las calles y por la playa y a comer mucho: ¡me quedan tantas cosas por probar! Pero la sensación que tengo es muy extraña. Camino por las callejuelas pero mi cabeza ya no está en los templos, ni en las pastelerías tan exóticas, ni en descifrar los carteles en tamil, ni en las verduras tan exóticas que se amontonan en los puestos callejeros, ni en las mujeres de casta más baja que se dedican a barrer las calles y llevan orgullosas sus chalecos reflectantes del ayuntamiento. He tenido la cabeza aquí durante muchísimo tiempo, pero ahora ya no sé dónde la tengo.

Ayer fui al aeropuerto a dejar mi segunda mochila en la consigna, y así ya de paso explorar un poco la zona para no perderme mañana. Fui hasta allí en tren y me bajé en la estación de Trisulam, que era precisamente la estación donde por primera vez, cuatro meses atrás, salté a un tren en marcha, confiando ciegamente en unos chicos que me dijeron (¿qué otra opción tenía?) que ése era mi tren hacia Mahabalipuram. Qué difícil me pareció entonces todo, pero seamos sinceros: qué fácil ha sido.

A mediodía, para refugiarme del calor, visité el Museo de la ciudad. Son un grupo de edificios que en su dia serían monumentales pero que hoy parece que se caen a pedazos, con jardines entre medio que llevan años sin que los cuiden. Había cosas interesantes aunque un tanto desordenadas; lo mismo te encontrabas una víbora en formol que un bodegón al óleo que un diagrama sobre las placas tectónicas que una escultura de Shiva de hace mil años. En la sala principal había un dinosaurio gigante que cada quince minutos cobraba vida, se movía y lanzaba unos rugidos espantosos, para terror de los niños y admiración de sus padres.

Luego al atardecer, después de la siesta, lo mejor es irse a la playa. Es enorme y anchísima, y está llena de gente de todos los colores, edades, castas y religiones. Como no puede ser menos, la playa es también un bazar gigante, donde lo mismo compras un algodón de azúcar o una mazorca de maíz que un silbato estridente o que te das un paseo en caballo. La gente se baña vestida, pero no más allá de las rodillas porque el mar tiene mucha fuerza; y el ambiente es como si fuera una fiesta, hay una alegría que está a la vez contenida pero desbordada, la gente está oprimida pero liberada, son simples pero voluptuosos, no sé cómo explicarlo... pero bueno, si no he podido hacerlo en todo este tiempo, no podré hacerlo ahora tampoco.

Y hoy he venido de excursión a Mahabalipuram, desde donde escribo estas líneas, que está a una hora y media trepidante de autobús. He venido a darme un paseo por las primeras calles por las que paseé en la India, a comprar algunos regalos de última hora y a ver si por casualidad me cruzaba con alguno de los amigos que hice; y ahora me estoy tomando un lassi. No me he encontrado con nadie, pero el zapatero que me vendió unas sandalias me ha reconocido por la calle y se ha sentido muy orgulloso de que sus sandalias hayan resistido tantas aventuras y caminatas.

He venido a Mahabalipuram por un camino distinto al de la primera vez. Aquel primer día, aquellas primeras horas, las recuerdo de una manera increíblemente nítida y no he querido alterar ese recuerdo tan mágico. Me acuerdo que os dije que llegar desde Madrid hasta Mahabalipuram había sido lo más difícil que había hecho en mi vida. Ahora me he dado cuenta de que me equivocaba. Lo más difícil va a ser hacer el camino de vuelta.

jueves, 15 de mayo de 2014

La primera aventura

(Le dedico este post a Chintan, mi amiga de Ahmedabad. Porque todo esto ha pasado un poco gracias a ella.)

Llevo un tiempo dándole vueltas a la cabeza: hay una parte de esta aventura que aún no os he contado, y dado que tanto la aventura como el blog tienen sus días contados, creo que ahora es un buen momento para contárosla. Y es que este viaje no comenzó realmente el enero pasado en Chennai. Si contamos las cosas tal como fueron, habrá que decir que esto empezó mucho antes, una mañana del noviembre pasado en Málaga, cuando acabé sobreponiéndome a tantas dudas, tribulaciones y dilemas, y me compré los billetes de avión.

Bueno, aunque si queremos ser más precisos, deberíamos decir que realmente todo empezó en París, un par de años antes, cuando, entre otras cosas, conocí a mi amiga de Ahmedabad por pura carambola amiga-de-un-amigo. Pero un momento: yo nunca hubiera llegado a Paris si no fuera por mis días en Roskilde, así que podríamos decir que todo esto comenzó en Dinamarca, en los pasillos de Korallen para ser más precisos. Aunque mejor no entrar en detalles, que a la nostalgia ya la conocemos, siempre al acecho. Y ya puestos, yo nunca hubiera elegido Dinamarca como destino Erasmus si no fuera porque mi director de cine predilecto era danés, así que digamos que todo esto comenzó el día que mi padre compró el DVD de Dogville. Si, ahí debió comenzar; o al menos detengámonos ahí. Me encantó el loco de von Trier y varios años después, cuando tenía que elegir mi destino Erasmus, puse Dinamarca como primera opción (la fama que tienen la daneses de ir en pelotas no tuvo nada que ver, eh?). Después de un año perdido en Roskilde, cierta historia de amor no podía quedarse tan a medias así que encontré una beca y luego un trabajo en París. La historia se acabó pero no el trabajo así que decidí quedarme un año más.

Dos cosas importantes sucedieron en París. Para empezar, un día vino a visitarme mi amigo D. y, de carambola como digo, me presentó a su amiga la de Ahmedabad. Y también sucedió, de una manera que me afectó más sutil pero igual de profundamente, que en el restaurante donde trabajaba casi todo el equipo en la cocina y en la "plonge" (friegaplatos) eran tamiles. Yo hasta entonces jamás había escuchado hablar del pueblo tamil; y de repente me encontré con esa gente tan sincera, tan alegres todos, tan sonrientes aunque estaban explotados y no entendían una palabra de francés. Me pregunté cómo sería una ciudad o un país lleno de gente así, cómo funcionaría, qué se sentiría en sus calles; tenía la sensación de que me encantaría.

Gracias a las nuevas tecnologías la niña gujarati y yo nos hicimos muy amigos y un día decidí ir a visitarla... bueno, tardé varios meses en decidirlo y una mañana entera en comprar el billete. Porque vaya lío que me armó la Saudi Airlines con la tarjeta de crédito; no funcionaba ni a tiros, tuve hasta que llamar con mi oxidado francés a mi banco a que me activaran nosequé código de seguridad. Para cuando terminé toda la operación, me encontraba exhausto y la canción que sonaba en ese momento decía "let's do something crazy, something absolutely wrong", lo juro. Aquella noche salí de tapas con mis compañeras de piso y más gente, y recuerdo nítidamente que una chica dijo un proverbio que me dejó tan divertido como preocupado: si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes. Menudo cachondeo se habrá traído Dios conmigo entonces.

Me faltaban tres meses para irme y tenía muchas cosas que hacer. Pero todas ellas tenían que esperar. Así que al principio, la principal lucha fue conmigo mismo. Me asaltaron las más diversas neuras, en oleadas, que tuve que ir superando. Aún el viaje no ha terminado así que no las mencionaré para no tentar a la suerte, pero imaginaos: enfermedades, desastres naturales, que si me iba a llevar mal con mi amiga, que si no me iba a gustar el país, que no me iba a llegar el dinero, que qué se me había perdido a mi en la India si ni siquiera conozco mi propio país, que cómo se lo iba a decir a mis padres; y un largo etcétera de asuntos turbios e inmencionables.

Tardé aproximadamente un mes en superar estas neuras, y luego me tranquilicé. Y después empezó el lío.

Fui con mi hermana a renovarnos el pasaporte y el DNI a la comisaría principal de Málaga, un sitio donde te encuentras unos personajes tan peculiares que poco tienen que envidiar a los indios. Con el pasaporte renovado, tuve que rellenar un montón de formularios para pedir la visa. Hasta tuve que mandar una carta manuscrita a mi banco en París para que me enviaran a su vez una carta manuscrita confirmando que tenía suficiente dinero en mi cuenta como para hacer mi viaje. Cuando lo tuve todo listo, mi tía M. J. me llevó a Seur (cuya oficina está inexplicablemente en el quinto pino) para enviar los papeles a Madrid. Había sólo dos dependientes para atender a veinte transportistas cabreados; fue divertido pero tenso.

El asunto médico fue complicado y no puedo dar muchos detalles porque quizás algunas de las cosas que hice fueron fraudulentas. Fui a informarme a Medicina Exterior en el puerto, de donde salí con mis neurosis reavivadas y con la orden de ponerme seis vacunas y comprar mil medicinas, todo carísimo. ¿Cómo hacerlo?, me pregunté mientras miraba los barcos atacados en el muelle. Fui a comprobar si mi seguridad social me lo cubriría, pero mis papeles estaba traspapelados y el tiempo que tardarían en solucionarlo era demasiado largo; las vacunas no podían esperar.

Digamos que urdí una compleja red de mentiras que envolvió a mucha gente (la mayoría sin su conocimiento), incluyendo familiares, médicos, farmacéuticos, y una enfermera que se dio cuenta de una fuga en mi urdidumbre y que ella misma me dijo amablemente por teléfono una noche cómo solucionarla.

Lo dicho, siento no dar más detalles... en realidad, ya ni me acuerdo de los detalles. Es lo que tienen las redes de mentiras: que se te olvidan. Me acuerdo que mi madre tuvo que mandarme por correo urgente varios recetarios, y poco más. El caso es que conseguí mis seis vacunas (dos hepatitis, meningitis, tifus, cólera y tétanos) y todos los medicamentos necesarios para un hipocondríaco como yo. También me pillé un seguro médico por internet que demostró ser estupendo cuando casi me desintegro en Ahmedabad.

La fecha de partida se acercaba y la lista de tareas se iba haciendo más y más pequeña. Liberar el móvil para poder ponerle una tarjeta india. Planificarme una especie de ruta por la India y buscar contactos couchsurfers; comprar regalos para dichos contactos (mentira, esto lo hice en Madrid el último día, compré un montón de llaveros en una tienda para guiris). Renovar mi tarjeta de crédito, que estaba casi caducada. Pedir al banco que no me bloquearan dicha tarjeta en las semanas venideras. Comprar mi billete de Ave a Madrid, un día que estaba lloviendo a mares y que no se me ocurrió otra cosa que bajar en bici a la estación, poniendo en peligro mi salud y el futuro de toda la misión. Preparar la mochila.

También en aquel entonces, a mi alrededor todo parecía estar relacionado con la India. Un escultor en el paseo marítimo hizo un Taj Mahal gigante de arena, que duró muchísimo tiempo. Una mañana me encontré con la Calle Larios cortada por el rodaje de una película de Bollywood; y una tarde, no me preguntéis cómo, acabé en la terraza de un hotelazo en un desfile de moda hindú. También una noche en una calle oscura me encontré un libro tirado en el suelo y se titulaba "Taj" y trataba sobre la construcción del Taj Mahal (bueno, esto no sucedió en Málaga sino en París, pero no veas tú la casualidad, eeh?)

Mi amigo D. viajó a la India en diciembre y volvió con mucha información tranquilizadora y un puñado de rupias; a cambio le invité a un chocolate con churros. Mi tío R. también me tranquilizó con las cosas que me contó de su viaje; conversaciones salpicadas de encargos gaoneros y otros temas transversales. Dediqué mucho tiempo a leer y empaparme de información sobre la India... en mis primeros cinco minutos en territorio indio me di cuenta de que todo ese tiempo no había servido para nada.

Hice dos excursiones, a Ronda y a Jaén, que me gustaron mucho. Si hubiera sido verano hubiera invitado a mis compañeras de piso al Aquapark; como era invierno, sencillamente nos fuimos de tapas por Teatinos. También vinieron mis primos A. y C., y me acuerdo aquella noche ir mucha gente apretados en un coche; casi como en el tren de cercanías en Bombay sólo que con las puertas cerradas. A la mañana siguiente mi prima vino a recogerme en coche y con gran jaleo de bocinas y música nos despedimos de Teatinos y me llevó a coger el Ave.

Pasé dos días en Madrid, y una mañana hice algo que, visto con perspectiva, fue decisivo: visité la oficina de Saudi Airlines y pedí información sobre cómo podría cambiar mi billete de vuelta, si se diera el caso. ¡En aquellos momentos, en mi cabeza no estaba tanto la idea de querer prolongar mi estancia, sino de querer acortarla! El joven del mostrador, muy amable y vestido de piloto, se limitó a darme su correo electrónico: si quería cambiar algo, sólo tenía que decírselo y él haría todo el trámite. Me fui de allí bastante contento y con la vida cambiada (sin saberlo).

Aquella última noche la pasé con algunos amigos de Roskilde, recordando viejas batallitas y poniéndonos al día de las nuevas. Comiendo un plato de jamón serrano y bebiendo cerveza. Aquella noche, acostado en casa de nos tíos A. y K., me entró un último miedo: ¿y si me hacían un análisis de sangre al aterrizar en Jeddah y encontraban alcohol en mi organismo?

Y por fin a la mañana siguiente mi tío y yo cogimos un taxi hasta el aeropuerto. Él se iba a Barcelona y yo a Chennai. Íbamos hablando sobre graffitis. Llegamos al aeropuerto cuando despuntaba el sol. Nos despedimos. Verifiqué por enésima vez que mi pasaporte no estaba caducado, que la visa era válida y que los billetes eran para ese día, y busqué el camino hacia mi puerta de embarque.

sábado, 10 de mayo de 2014

En la Calle de la Menta (segunda parte)

SEGUNDO DIA EN BOMBAY

Me desperté a las seis o las siete de la mañana aparentemente lleno de energía; pero me obligué a no salir del hotel hasta las nueve. Me quedé remoloneando y a las nueve salí escopetado a desayunar a un bar. Tomé una tortilla y una ensalada de frutas, en ambas de las cuales especifiqué "no picante": lo que hace la experiencia. Ahora es la época del mango, por todos lados hay vendedores de mango, zumo de mango, batido de mango, helado de mango; la ensalada de frutas era un 98% mango por setenta rupias, pero bueno. Después del desayuno decidí darme un paseo.

Bombay es una península en el Mar Arábigo unida a tierra firme por el norte; hace tiempo era un grupo de siete islas pero ahora ya no. En el extremo más al sur está el ya mencionado barrio de Colaba; al norte de éste está Fort y la VT, y luego la ciudad se extiende durante barrios y más barrios hasta donde alcance la comprensión.

Evidentemente, el sur, donde yo me alojo, es la zona más pudiente de la ciudad, donde están las sedes ministeriales y los bancos; los museos, los hoteles de lujo, la autoridad portuaria, los mejores hospitales, los jardines, los rascacielos. Yo no soy un experto en historia ni en arquitectura de la India así que no citéis lo que voy a decir a continuación en ningún trabajo de fin de carrera: es aquí donde más puede verse que un día todo esto fue propiedad de Inglaterra. La arquitectura es como de cuento, palacios góticos, cúpulas indias, gárgolas, rosetones de piedra, grandes arcos medievales, vidrieras. La VT (Hogwarts) es el súmmum de todo esto, es preciosa. Por dentro está atestada y es como una ciudad en miniatura. Alrededor las calles son anchas y limpias, hay muchísimos árboles, el tráfico es denso pero no caótico, por las noches todo está muy bien iluminado; sólo muy de vez en cuando se ve un templo pequeñito o una vaca desubicada. Incluso la gente parece diferente al resto de la India: hombres (y algunas mujeres) de negocios yendo con prisa a algún sitio, con sus teléfonos de última generación y sus pañuelos para secarse el sudor. Y son muy amables. Sólo muy de vez en cuando se ve un mendigo durmiendo en el suelo o un limpiabotas con su puestecillo muy bien preparado.

Total, que pasear por el sur de Bombay es más o menos como pasear por París, y no exagero ni un pelo. Lo único que falta son la vélib y los semáforos: cruzar la calle es un sálvese quien pueda (en eso se nota que sigues en la India).

Mi paseo me llevó hasta la Puerta de la India. Es un arco enorme y profusamente labrado, junto al mar. Es el monumento más conocido de la ciudad. Aquello estaba lleno de turistas indios echándose fotos y refugiándose en la sombra que proyectaba el arco, que conforme avanzaba el día iba haciéndose más y más pequeña. Junto al arco se levanta el hotel Taj, un edificio precioso con muchas cúpulas y ventanas y que es un monumento en sí mismo.

Había un tío muy rudo vendiendo tickets para dar un paseo en barco y me dije, ¿por qué no? La verdad es que ahora se me ocurre más de un motivo por qué no. Al final no pasó nada; pero visto el estado de mi sistema digestivo coger un barco fue una idea temeraria; y si el paseíto hubiera durado cinco minutos más la hubiéramos liado parda. El barquito se movía mucho, iba super lento, y además hacia un recorrido bastante decepcionante, no se vio nada especial, tan sólo barcos, muchos muchos barcos de todos los tipos y tamaños. Eso sí me gustó. Por lo demás, la conducción errática del piloto y su abuso de la bocina (porque no era una sirena típica de barco sino una bocina como de coche) me hizo ver que aquí conducen igual los barcos que los rickshaws. Y había unas señoras regordetas, sudando a mares, envueltas en saris muy aparatosos y cargando con bolsos voluminosos, que evidentemente se arrepentían de haberse subido al barco más aún que yo.

Por la tarde, después del almuerzo y la siesta de rigor, cogí un autobús hasta el barrio de Walkeshwar, que está en el otro extremo del paseo marítimo. Mi idea era luego andar todo el paseo marítimo desde allí hasta mi zona. En el mapa parecía una distancia plausible. Una vez más, volví a equivocarme. Me di un paseíto por Walkeshwar, un barrio de millonetis con edificios ultramodernos, urbanizaciones de alta seguridad y árboles gigantes; cuando llegué al paseo marítimo para empezar mi ruta ya se había hecho de noche y me encontraba muy cansado. Así que me limité a sentarme en el paseo a mirar embobado el perfil de la ciudad.

Hacía casi tres meses que mi avión había hecho escala en Bombay; sobrevolar la ciudad me había dejado alucinado y ahora, a pesar del malestar y del cansancio, me encantaba estar allí, me encantaba el ambientillo. Pasé por la playa de Chowpatti, donde había niños jugando al cricket y al bádminton, parejas paseando, vendedores de chai en bici, familias enteras que tenían allí instalado su hogar... una estampa se me quedó clavada en la memoria: un grupo enorme, veinte o veintico personas, seguramente una familia con pocos recursos que vivía en la playa; todos reunidos en torno a la pantalla de un portátil diminuto, en silencio, viendo una película típica de Bollywood, con sus héroes patosos, sus persecuciones espectaculares y sus historias de amor... aquél era el ambientillo que me encantaba. El de "no tenemos nada pero lo tenemos todo".

TERCER DIA EN BOMBAY

Bombay, la quinta ciudad más poblada del mundo, tiene por lo menos diez estaciones términus para trenes de larga distancia. Mi tren desde Bombay hasta Kochi sale de una estación perdida de la mano de dios llamada Lokmanya Tilak. Mi segunda maleta seguía guardada en la Bombay Central Station. La idea era, el día del viaje, ir hasta la BCS, coger la susodicha maleta y luego ir hasta Lokmanya Tilak en el cercanías (lo cual requiere dos trasbordos); todo el rato cargando con otro mochilón a la espalda. Me di cuenta de que era un plan poco factible porque mi estado físico no estaba en su mejor momento; además de no conocerme el camino, etcétera.

Así que se me ocurrió otro plan. Mi tercer día en Bombay, bien temprano, fui en autobús hasta la BCS, recuperé mi maleta de la taquilla, y luego fui en cercanías (aquí le llaman suburbano) hasta Lokmanya Tilak.

Si alguna vez en mi vida he dicho que había mucha gente en algún sitio, o que íbamos muy apretados, o me he quejado de que alguien me empujase... me arrepiento. En el suburbano de Bombay HABÍA mucha gente. Hice dos transbordos y nunca he visto la locura humana en estado tan puro. Conforme el tren se acerca, una multitud se agolpa en el andén; el tren no tiene puertas y los más expertos se bajan del vagón en marcha y la masa les sirve de amortiguación. Algunos bajan por el otro lado, hacia las vías. Cuando el tren casi se ha parado, una marabunta de hombres entra en el vagón, empujándose, golpeándose; el individuo desaparece y todos los cuerpos son uno. Una multitud también entra desde el lado de las vias; las mujeres tienen vagones propios (de donde entran y salen de manera mucho más civilizada). Cuando tuve que bajarme por primera vez, no me esperaba semejante locura y fui zarandeado, pisado, mis gafas casi volaron; la maleta se me quedó enganchada entre los cuerpos que empujaban hacia dentro del vagón; yo gritaba "my bag! my bag!", y casi la pierdo en la masa. Finalmente pegué un tirón muy fuerte en que casi me descoyunto el brazo, y recuperé mi maleta.

Llegué, no sé cómo, a Lokmanya Tilak, fatigado y odiando a todos los indios; y allí me golpeó algo más: la pobreza. En este viaje he visto bastantes situaciones de miseria; pero el breve trayecto entre la estación del suburbano y la de larga distancia en Lokmanya Tilak, casi que se lleva la palma. Había un río negro y pestilente, montañas de basura pudriéndose donde se pasean mujeres escarbando con ganchos y ratas de medio metro; al otro lado del río empezaba un barrio de chabolas, atestado y miserable y colorido. Por encima, haciendo sombra a la escena, una autopista levantada sobre pilares gigantes. Sudando a chorros llegué hasta la consigna de la estación; me hicieron ir al quinto pino a pasar la maleta por unos rayos X, luego volví con un papelito y por fin pude deshacerme de la maleta.

Por suerte, para la vuelta hay un tren directo entre Lokmanya Tilak y la VT, y no iba tan atestado de gente, así que pude ir sentado; desde la ventana se me mostró entonces aquella otra cara de Bombay que aún no había visto. El barrio de Dharavi, atravesado por las vías del tren que lleva a los bussinessmen a sus oficinas y a los turistas a sus hoteles; un laberinto interminable de chabolas y gente que se extendía en todas direcciones.

Por la tarde, haciendo caso omiso a las señales que me mandaba mi organismo para que descansase, me fui a dar un paseo. Había visto en el mapa un bazar gigantesco junto a la VT que parecía interesante, y no me decepcionó. Calles y calles y más calles atestadas de gente y de puestos vendiendo las más variadas mercancías. Habia los más diversos gremios: libreros, sastres, fruteros, chatarreros, incluso una calle llena de mendigos tullidos; cada dominio era un universo diferente con sus olores, sus sonidos, sus maneras de trabajar; y sobre todo la multitud, la cantidad de gente, fue lo que me impresionó. Un paseo detenido por esas calles hubiera enseñado lo que se puede aprender en una vida.

Mi cuerpo seguía lanzando señales para que dejase de andar y me fuese a descansar. Pero al final de cada calle parece que aguarda algo más interesante todavía, "cinco minutitos más", y total, que acabé destrozado. Así que acabé pillándome un taxi (en el centro de Bombay no hay rickshaws sino taxis negros con el techo amarillo), un coche antiquísimo muy chulo, que me llevó de vuelta a la Calle la Menta.

ADIOS A BOMBAY

A la mañana siguiente se demostró la astucia de mi plan: sólo con la maleta de la espalda fui desde mi hotel hasta Lokmanya Tilak; allí recuperé mi segunda maleta y las amarré ambas con una cuerda debajo de mi asiento. Me esperaba un viaje de treinta horas hasta Kochi, mil y pico kilómetros más al sur. A visitar a José, Carmen, Ajith, y el jardín fastuoso. 

La visita a Bombay había sido muy instructiva; muy corta, sí, pero a caballo regalado no le miremos el diente. Ahora, volver a Kerala era un poco como volver a casa, casi como si mi viaje se hubiera acabado, reflexioné con tristeza mientras el tren abandonaba lentamente Bombay. Pero bueno, no me hagáis mucho caso: la ciudad es tan grande que el tren tardó casi dos horas en salir de ella, así que me dio tiempo a reflexionar sobre muchas cosas.

jueves, 8 de mayo de 2014

En la Calle de la Menta (primera parte)

PRIMER DIA EN BOMBAY

Mi primer día en Bombay me pegué una paliza increíble.

Salimos a las diez de la noche de Ahmedabad pero no pegué ojo en toda la noche porque, con tanto lácteo y tanto calor, mis intestinos habían dejado de funcionar correctamente. Además, la litera de arriba está a pocos centímetros de los tres ventiladores que refrigeran todo el compartimento, así que al final se acaba pasando un poco de frío. La llegada a Bombay fue, eso sí, impresionante. Es una ciudad tan grande que el tren estuvo atravesando suburbios durante dos horas. De fondo se veían rascacielos; más cerca, bloques de pisos ennegrecidos y chabolas de lata; en primer plano, en cuclillas sobre las vías del tren, hileras de hombres haciendo tranquilamente sus necesidades. Por fin, a las siete de la mañana, llegamos a la Bombay Central Station (BCS).

Lo primero que noté fue que hacia bastante menos calor que en Ahmedabad, lo cual fue una sensación maravillosa. Lo segundo que noté fue que la humedad era terrible, lo cual fue una sensación pegajosa. Pero inmediatamente me encontré con un conflicto logístico.

La compra masiva de regalos en Ahmedabad había provocado la compra de una segunda maleta. Así que ahora llevaba dos macutos: la mochila a la espalda, que pesaba un quintal, y la otra en brazos, que pesaba otro quintal. Me dolía una pierna y la espalda, y mi sistema digestivo no estaba en su mejor momento; y era poco plausible que en esas condiciones encontrase un hotel medio decente (me hubiera dejado caer en cualquier antro), así que busqué una taquilla donde dejar el equipaje durante el día.

El encargado de las taquillas no era buena gente. Me dijo que tenía que ponerle un candado a las maletas para poder dejarlas allí. Le pregunté si podía guardármelas temporalmente mientras buscaba un maldito candado y me dijo que no. Así que cargando penosamente con los dos fardos y sudando copiosamente, busqué una tienda de candados. Precisamente había una en la misma estación; menudo negocio tienen hecho. Volví con las maletas encadenadas, las deposité en un estante y salí de allí, con la espalda y el ánimo ligero.

Resulta que la Bombay Central Station tiene un nombre un poco engañoso y NO está en el centro de Bombay. Yo había leído que la mejor zona para los turistas eran los barrios de Churchgate, Colaba y Fort; en tanto que turista rebelde, salí a ver si a pesar de todo encontraba algo por la zona de la estación. Volví a los cinco minutos con el rabo entre las piernas. Todo era demasiado grande, las calles, los edificios, las distancias; allí no encontraría ningún hostal para mochileros. Utilicé de urgencia el oloroso retrete de la estación (cinco rupias) y luego me compré un billete de cercanías para la estación de Churchgate. A propósito que siento poner tantos nombres, pero es que luego me gustará recordarlo.

Quince minutos de tren después llegué a Churchgate, otra estación inmensa y más centrica. Salí a la calle esperando encontrarme un paraíso para mochileros, pero me encontré sólo avenidas enormes, céspedes bien cuidados, restaurantes pijitos y hoteles de cinco estrellas. Menudo varapalo. Con mis pantalones cortos, mi camiseta roja y mis sandalias hippies, yo allí estaba tan fuera de lugar como se espectador en las piras funerarias de Varanasi. Pero entonces vi, al final de una avenida, algo que alegró mi espíritu: llegué hasta allí, y era el mar.

Un ancho y cuidado paseo marítimo se extendía a derecha e izquierda. Debajo, en contacto con el agua, no había playa sino rocas y bloques de hormigón. A lo lejos, al otro lado de la bahía, se veía el perfil de la ciudad sembrado de rascacielos. Me senté allí durante un buen rato, disfrutando de las vistas y de la brisa marina. Luego, reconfortado, volví a mi búsqueda. Quizás en el barrio de Colaba estaría esperándome una buena cama y un buen cuarto de baño. Eran las nueve de la mañana, el sol empezaba a ascender.

Hasta Colaba cogí un autobús: he aprendido que hay que conocerse el transporte público cuanto antes. He de decir que todos estos desplazamientos no hubieran sido posibles sin la ayuda de muchos mumbaitíes anónimos que demostraron conocerse muy bien el transporte público de su ciudad.

Me bajé en una calle semidesierta. Aquí no había hoteles de cinco estrellas, pero tampoco de tres, ni de una. Creo que me bajé del autobús demasiado pronto... Colaba es una península unida a Bombay por un istmo, y allí olía a mar por todos lados, lo que me hizo deducir que me había bajado en el istmo. Desesperación. Necesitaba desayunar. Entré en un restaurante y me tomé un sándwich y una limonada. Mis intestinos se quejaron pero hice caso omiso.

Quizás si hubiera seguido la calle istmo abajo hubiera llegado a la zona de Colaba tan apreciada por los turistas; pero decidí abandonar la idea y dirigirme al barrio de Fort: la última alternativa. Cogí otro autobús y a los veinte minutos me bajé en la estación de autobús y de trenes más impresionante que he visto en mi vida. La Chhatrapati Shivaji Station, también conocida como Victoria Terminus o VT ("vití"). Es el principal nudo de transportes del centro de Bombay; está en el barrio de Fort y parece, sin exagerar ni un poco, el castillo de Harry Potter. Pero más tarde haré mis disgresiones arquitecturales; mi principal objetivo ahora era encontrar un lugar donde dormir. Con aire acondicionado a ser posible.

Con horror descubrí que la VT está rodeada de edificios señoriales, bloques de oficinas y bancos: pocos hostales encontraría por allí. Pero el horror duró poco cuando encontré muy cerca de la estación un dédalo de callejuelas típicas indias: vendedores callejeros, olores penetrantes, vacas, perros. El horror volvió a instaurárseme cuando descubrí que sólo había dos hostales en todo el dédalo, con bastante mala pinta los dos. Uno se llamaba Hotel Moderno, mal augurio; el otro era como un restaurante. Entré en el Moderno, donde me ofrecieron una habitación cutre por un precio desorbitado. Dije que me gustaba pero que quería estar más cerca de la playa, y me las piré de allí. Salí del dédalo en busca de alguna alternativa, y durante una hora deambulé taciturno entre edificios majestuosos protegidos por militares con metralletas. Después volví a entrar al dédalo a probar suerte con el segundo hotel que había visto. Craso error. El letrero de "Hotel" estaba puesto en un restaurante; cuando le pedí al encargado que me llevara a ver las habitaciones, me llevó por las callejuelas hasta... ¡el Hotel Moderno! Desalentado, le dije al señor que ya sabía llegar yo solo, y sintiéndome derrotado me volví a plantar en la recepción y dije que quería la dichosa habitación. Me dijo el recepcionista que tenía que pagar por adelantado, le dije que si podía pagar con tarjeta, me dijo que había un cajero a cien metros calle abajo, le dije que ahora volvía con el dinero.

Calle abajo el dédalo se abría a una calle más ancha, con muchos árboles y la VT al fondo: la Mint Road (Calle de la Menta). Y encontré, no sólo un cajero, sino un pequeño hotelito que tenía super buena pinta. Temblándome las piernas, subí hasta la primera planta, donde estaba la recepción, y un recepcionista bastante amable me ofreció una habitación muy bonita y fresca por el mismo precio que el Moderno. Me dijeron que tenía que pagar por adelantado, que había un cajero ahí al lado. Corrí a sacar el dinero, volví al hotel, y cuando ya todo parecía arreglado, me dijeron que necesitaban ver mi pasaporte. ¿Y dónde estaba mi pasaporte? En mi mochila.

Gracias a los dioses, el chico accedió cuando le dije que le llevaría el pasaporte por la tarde; si no me da algo. Me tiré en la cama con el aire acondicionado a tope y me dormí; me desperté poco después asediado por los remordimientos y llamé por teléfono al Moderno para decir que no iba a volver.

Sobre las dos salí a comer al restaurante de la esquina. Tan sólo me pedí un plato de arroz blanco y un yogur, mientras mi compañero de mesa, un árabe de barba roja, se tomaba algo que parecía delicioso. Volví a la habitación a dormir un poco más, y luego fui hasta la VT para coger un autobús hasta la Bombay Central Station; no me encontraba descansado, pero tenía que hacer lo que tenía que hacer.

A esa hora el tráfico era atroz. El conductor tuvo incluso que alterar la ruta porque en algunas calles la congestión de coches era absoluta, cero movimiento. Llegué a la BCS, me compré un mapa de Bombay y algunas medicinas para mi inestabilidad digestiva (en la misma tiendecilla de los candados), y luego por fin fui al reencuentro de mi equipaje. La mochila secundaria la dejé allí y, con la importante, volví en autobús hasta mi hotel en la Calle de la Menta. Pasaporte okey, visa okey, todo okey, a dormir un rato más y a tomarme las más variadas pastillas. ¡No podía permitir ponerme tan malo como la última vez!

Al atardecer me di el primer paseo agradable del día: fui hasta el paseo marítimo a ver la puesta de sol. Me senté a contemplar el perfil inmenso de Bombay con sus rascacielos que poco a poco iban iluminándose. Había mucha gente paseando y por primera vez en tres meses vi parejas abrazadas, besándose, riéndose; pasaban vendedores de agua y ensaladas, niños mugrientos recogiendo botellas de agua vacías, hombres de negocios enchaquetados; aquí y allá dormían perros. Me hice amigo de un chico muy agradable que había venido desde la otra punta del país a una entrevista de trabajo y no le habían cogido. Luego, cuando ya fue de noche, volví sobre mis pasos de vuelta al hotel; me tomé un zumo de mango muy rico en un puesto callejero (me pedía 120 rupias y al final bajamos a 40; y encima el tío se jactaba de que él daba el precio justo) y luego salté en un autobús cualquiera: todas las líneas terminan en la VT.

... bueno, precisamente, aquella línea no llegaba hasta la VT. Me bajé en marcha, y al límite de mis fuerzas anduve hasta la siguiente parada y esperé a otro autobús que, éste sí, me dejó en la Calle de la Menta.

lunes, 5 de mayo de 2014

Campo base

Una de las cosas que más me gusta hacer en la India es, no ya viajar en tren, sino comprar los billetes de tren. Indian Railways (la cual, según dicen, es la compañía con más empleados del mundo) tiene una página web buenísima, aunque al principio ininteligible, llena de tablas y fichas con muchísima información sobre rutas, horarios, orden de los vagones, asientos disponibles, potencia de la maquinaria... También viene un horario de retrasos increíblemente preciso; digo yo que podrían cambiar el horario oficial por el de retrasos, pero yo qué sé, yo no soy indio. El caso es que me encanta ir a comprar los billetes. Hay tantos sitios a los que llegan los trenes, y es tan barato, que es fácil dejar volar la imaginación. Se llega al Advanced Reservation Center, que suele estar al lado de la estación, se coge un formulario arrugado de un cubo lleno de formularios, se rellena con la información del viaje que queremos hacer, y luego se lanza uno a hacer la cola, esa aventura que en occidente es tan eficaz y simple, pero tan anodina. A todo esto, hay gran trasiego de bolígrafos porque parece que a todo el mundo se le ha olvidado el suyo en casa. Cuando llega tu turno, después de veinte que se te han colado (sobre todo viejos meditabundos o mujeres flacuchas que saben que no les vas a decir nada), le das tu papelito al señor detrás de la ventanilla, y poco tiempo y pocas rupias después (si vas en sleeper class, claro; las exquisiteces de la primera clase con aire acondicionado y cena aún no las he probado y valen un pastón) te vas de allí con tu billete hacia la próxima aventura.

En Varanasi no fue tan fácil. Después de aquel paseo hasta la estación de tren, en el que casi me dio un soponcio, resultó que los trenes hacia Ahmedabad para la fecha que yo quería estaban completos. Yo llevaba varios formularios rellenos porque cada día salen muchos trenes hacia el mismo sitio, pero nada. Sin embargo, hay una opción que se llaman billetes taktal. Son aproximadamente 250 plazas en cada tren que salen a la venta a las diez de la mañana del día antes al viaje. Imaginad la que se puede liar: una horda de indios esperando durante horas a que se abra la veda taktal; cero posibilidades de victoria para Ri.

Pero en algunas estaciones existe algo así como una "ventanilla para turistas extranjeros", un privilegio por el que meses atrás me hubiera rajado las vestiduras, pero que ahora me venía de perilla (ya dije eso de que aprendes que no eres tan solidario como pensabas, etcétera). A pesar de lo cual hay que estar allí tempranito porque, a fin de cuentas, hay que comprar el billete cuanto antes porque hay muchos, muchos indios haciendo cola en muchas,muchas estaciones a todo lo largo de la ruta esperando el mismo billete que tú. Así que el día antes de mi viaje me planté en la ventanilla a las siete de la mañana; no era una ventanilla sino una oficina y tuve que esperar a las ocho a que abriera, mientras comía un racimo de uvas y contemplaba cómo limpiarefrescaban el suelo de la estación a cubazos de agua, para gran molestia de las docenas de familias que dormían o habían instalado allí su campamento. Cuando abrió me senté en un sofá en la oficina, que estaba refrigerada a tope con aire acondicionado, donde hubiera pasado gustoso el día entero. En toda la mañana sólo entró un francés septuagenario que no sabía bien adónde quería ir, un japonés más perdido que yo, y de casualidad mi amiga Anne-Marie. A las diez menos cinco le pedí al señor que metiese ya los datos en el ordenador, y a las diez en punto le dio al intro. Salí de la oficina muy ufano con mi billete taktal y con mi amiga, y nos fuimos al Blue Lassi.

El viaje hasta Ahmedabad duró treinta horas y no os torturaré con los pormenores de semejante tortura. Desde Varanasi hasta Ahmedabad no vi a un sólo vendedor que vendiera algo que pareciera mínimamente salubre así que me mantuve a base de agua y una bandejita de arroz blanco reseco (lo que sobró lo dejé en mi rejilla como sorpresita para los limpiadores; lo siento mucho, que pongan papeleras).

Me gustó mucho volver a Ahmedabad. Me sentí como de vuelta al campo base. Ahora que tenía otras ciudades con que compararla, me di cuenta de que es una ciudad mucho más limpia y agradable que las demás que he visitado. Muy temprano salía del hotel para dar un paseo por el laberinto de Lal Darwaja. La primera vez que se visita una ciudad, el principal interés es no perderse; cuando se vuelve a visitar, el principal interés es perderse. Templos escondidos, mezquitas, pasadizos oscuros, mercados; cabras, perros durmiendo en los techos de los coches, vacas rebuscando en la basura, un elefante, varios camellos tirando de carros; gente durmiendo en camastros en la calle, gente aseándose en los grifos públicos, gente abriendo sus puestos de té, gente sentada en la puerta de su casa y que te saluda con un amable Good morning! (la primera vez fue un árabe con barba y gorrito blanco; después de saludarme no me ofreció nada, ni rickshaw, ni hoteles, ni droga; me saludó por el placer se saludarme y casi se me saltan las lágrimas). Al término de mi paseo me tomaba un lassi. Los indios a veces son un poco especialitos. El encargado de un puesto tardó cinco minutos en entender que quería un lassi, sólo porque no estaba diciendo bien la palabra: hay que acentuar la "i", no la "a" ; pero el puesto era sólo de lassis así que el chaval podría haberlo inferido antes.

A partir de las diez o las once se instalaba en la ciudad un calor terrorífico. Durante el mediodía me recluía en mi habitación cual vampiro, con dos ventiladores a tope (uno de ellos lo substraje de la sala común del hotel, aunque luego me di cuenta de que en mi habitación un ventilador contrarrestaba el efecto del otro), dándome duchas de agua fría, viendo la tele, dormitando...

Sobre las seis de la tarde quedaba con mi amiga, en su casa o en un centro comercial fuertemente refrigerado. Ir al cine, beber batidos, ver series en el ordenador, charlar sobre la India y España y el mundo entero...

Luego por la noche volvía a mi barrio, me tomaba un lassi o un helado y me iba a la cama, derrotado. Descubrí un bar de bebidas debajo de una mezquita, con pinta de llevar ahí muchísimos años; la noche que lo descubrí el camarero me invitó a mi lassi, lo cual me volvió a poner al borde de las lágrimas. 

Ahora están siendo las elecciones en la India. Digo están siendo porque hay convocadas a votar ochocientos cincuenta millones de personas, que no son pocas, y para facilitar la cosa lo hacen de manera escalonada, estado a estado, a lo largo de un mes. Yo no soy experto en política india, pero el tema de las elecciones es tan omnipresente que he aprendido varias cosas: el asunto se divide entre los partidarios de Rahoul Gandhi, que es el actual primer ministro, y los partidarios de Modi, que antes era un vendedor de chai y que dentro de dos semanas, o eso dicen los sondeos, será el primer ministro de la India. En Varanasi coincidí con Modi, aunque no llegué a verle. La presencia militar era fortísima y todo el mundo iba con gorritos, camisetas y banderolas con el careto de Modi.

También hay un tercer partido en discordia, el minoritario AAP, también llamado por mi como el Partido de la Escoba. En Varanasi un tío me dio una insignia de un enigmático partido político, con la foto de un tío muy serio con bigotito y gafas, y una escoba. Mi primera mañana en Ahmedabad escuché cierto jaleo fuera de mi ventana: me asomé y, para mi asombro, vi al tío de la foto! Iba en una especie de carroza y estaba saludando a la gente, con música y muchas fotos de si mismo alrededor. He de decir que nadie le hacía mucho caso, ni siquiera los militantes de su propio partido; el pobre casi se descogorza al bajar de la carroza porque nadie le ayudaba. Aquella tarde mi amiga me contó que AAP es un partido con sólo un punto en la agenda: acabar con la corrupción en el gobierno. Me contó que el señor del bigotito es bastante personaje, que hace unos años ya ganó las elecciones en Delhi pero que vio tanta corrupción instalada en el gobierno que se despidió a si mismo (esta historia puede no ser cierta, quizás no escuché bien porque no podía parar de reirme).

El caso es que a Gujarat le tocó el turno de votar uno de los días que estuve yo allí, y fue un día muy tranquilo. La mitad de los negocios no abrieron, los centros comerciales hacían un descuento del 20% a la gente que atestiguaba haber votado, igual que las gasolineras. Después de votar te pintan un dedo con tinta negra indeleble, para que no votes dos veces. Por la tarde, unos señorines van de casa en casa recordando a la gente que hay que votar. Al día siguiente todo el mundo tenía el dedo pintado (la participación fue de más del 80%). El resultado de las elecciones lo dirán dentro de dos semanas. Para entonces, Ganesh mediante, yo estaré en Chennai, a sólo un par de días de volver a España, y la verdad es que es y será emocionante estar aquí mientras todo esto sucede.

Hablando de Chennai y volviendo al tema de los trenes, invertí tres mañanas en Ahmedabad en comprar sucesivamente tres billetes de tren. He de decir que en Ahmedabad no hay una oficina especial para el turista; tan sólo hay una ventanilla reservada para los turistas y la tercera edad. Lo cual no es precisamente un privilegio, pues sólo hay alguien que se cuela más que un indio, y es un viejo indio. Mis tres billetes son: de Ahmedabad a Bombay, para ver rascacielos; de Bombay a Kochi, para ver arañas gigantes; y de Kochi a Chennai, para ver azafatas guapitas musulmanas. Echaré de menos Ahmedabad. Es una ciudad que, sin depender del turismo (y quizás gracias a eso), es próspera, agradable y bulliciosa; el trato con el extranjero es genuinamente amistoso porque no sólo les interesan tus rupias. Sí, echaré de menos a mi campo base. Definitivamente, se puede establecer una relación inversa entre lo a gusto que se está en una ciudad, y la facilidad para encontrar papel higiénico.

martes, 29 de abril de 2014

Benarés

A Benarés viene la gente a morir. Si mueres en Benarés, no volverás a reencarnarte e irás directamente al paraíso, así que mucha gente viene aquí a pasar sus últimos días. Y en cierta manera, creo que la ciudad misma les ayuda a morirse. Yo mismo, desde que llegué hasta ahora, me noto un poco más muerto: el calor me provocó una leve insolación y constantes dolores de cabeza, la comida insalubre me tiene el estómago al borde de otra gastroenteritis, el aire cargado de humo me ha inflamado la garganta. Aquí viene la gente a morir y la ciudad los mata (este post va a ser un poco truculento).

La ciudad de Benarés, o Varanasi, es un laberinto de callejuelas empedradas a una de las orillas del río Ganges; la otra orilla, a lo lejos, está vacía. El paseo que va junto al río es una sucesión de escalinatas de piedra, llamadas ghats, que bajan desde el laberinto hasta el agua y parecen llevar ahí puestas desde que el mundo existe. Los edificios al borde de los ghats son vetustos, sin ornamentos, casi siniestros. Dicen que son hospicios donde se alojan los moribundos hasta que pasan a la condición de muertos.

Mi experiencia en Benarés estuvo marcada por una tontería que hice el primer día: como un campeón, sin casi descansar y al calorcito de mediodía, me hice una ruta a pie de varias horas, hasta la estación de trenes (imaginad la locura de estación: Varanasi es donde se viene a morir, y la estación es la puerta de entrada), y luego de vuela a los ghats. Todo esto con cuarenta grados a la sombra y bebiéndome las botellas de agua en dos tragos. Cuando llegué a mi habitación, la cabeza me daba vueltas y tenía el estómago embotado. Aquella noche la pasé muy mal, casi con alucinaciones y febrículas. Decidí entonces que debía salir a la calle sólo al amanecer y al anochecer y durante el resto del día refugiarme en mi guarida, ya que morir en Varanasi no está en mis planes, por mucho Nirvana que me espere después.

Así que, muy temprano por la mañana, recorría el laberinto entre mi hostal y el ghat más cercano (el Jain Ghat), me sentaba en lo alto de los peldaños a tomarme un té, y veía cómo se iba despertando la ciudad.

El río es el alma de Benarés, su fuente de agua, su deidad, y también su desagüe y su vertedero. Por la mañana todo el mundo baja al río a bañarse y purificar su alma: los hombres en ropa interior, las mujeres con sus saris de colores, los niños casi en cueros. Después toca cepillarse los dientes: todo el mundo, niños, adultos y viejos, ya estén en el río o sentados en un poyete o asomados a la puerta de sus casas, se cepillan durante un largo rato los dientes, con la boca llena de espuma y como sin darse cuenta. Es muy curioso y casi cómico.

Después de este momentito junto al río, cuando el calor empieza a ser demasiado, me refugiaba en el hostal. Después de la insolación del primer día, pasé el resto de días un poco grogui, durmiendo mucho y vagando por el patio; haciendo amistad con Hassan Ali, un chavalín de dieciséis años que trabajaba allí y que me daba un poco de pena. El último día le regalé unos auriculares.

A como media hora del Jain Ghat, río abajo, se encuentra el ghat principal, de nombre impronunciable (Dashashwamedh Ghat). Cerca de allí hay un bar de lassi llamado Blue Lassi, punto de encuentro de forasteros, donde ponen unos lassis que te rilas. Sobre las seis de la tarde, cuando hace menos calor, es un buen plan ir al Blue Lassi en busca de amistades e historias.

En el camino desde mi hotel hasta el Blue Lassi es cuando te das cuenta de que en Varanasi nada importa demasiado. La gente vive en un límite que hasta ahora no había visto. Supongo que la cercanía de la muerte debe tener algo que ver. Si cada ciudad que he visitado antes hubiera sido una asignatura diferente, podríamos dcir que Benarés fue una especie de selectividad. Es una ciudad muy intensa, una mezcla de todo lo que he visto hasta ahora y más. En el dédalo de callejuelas hay muchísimas tiendas, templos, mercados, restaurantes con pinta insalubre, pastelerías con pinta insalubre-pero-atractiva, gente yendo y viniendo en moto (las calles son demasiado estrechas para los rickshaws). Y todo esto en plena convivencia con los animales, la basura, la enfermedad y la miseria.

Se convive con los animales, de los cuales el más importante (más que el hombre) son las vacas. Son enormes y no tienen reparos en embestir si te pones en su camino (a mí no me pasó, ojo). De pie o tumbadas, bloqueando las calles, rumiando tranquilas, te miran como si supieran algún secreto. Había dos niños atrapados porque les daba miedo pasar junto a una vaca gigante, y como buen samaritano les ayudé a pasar a su lado. También hay búfalos, cabras entrando y saliendo de las casas, ratas, moscas, cucarachas, monos liándola parda. Una tarde hubo una invasión de monos en mi hotel y fue gracioso ver a los recepcionistas (gente por lo demás bastante sosa y saboría) perseguirlos por la terraza con palos y piedras. El último animal en la jerarquía es el perro. Los hay a patadas y los tratan a patadas. Es lamentable. Están tirados en cualquier sitio, llenos de moscas y de heridas, y no dejan de pelearse a mordiscos.

Se convive con la basura. La ciudad está desbordada de porquería. En otras ciudades al menos la acumulan en montones; aquí todo se tira al suelo, sin importar donde caiga, sea la puerta de tu comercio o la del comercio de al lado. Plásticos, comida podrida, cerámica (el té y los lassis te los sirven en cuencos de cerámica de usar y tirar), cacas de vaca, todo lo que queráis imaginar, cubre los bordes de las calles. Antes de venir leí que alguien decía que una de las cosas que más atraía de la India era la basura. Creo que lo entiendo. En esta ciudad es imposible perder de vista que el producto final del consumo es la basura. Es muy instructivo, la verdad.

Se convive con la enfermedad. La gente que viene a morir no son precisamente jóvenes llenos de vitalidad. Se ven, renqueando por las calles o durmiendo a lo largo de los ghats, a viejos y viejas que parecen sacados de películas de terror, deformes o tullidos, con los ojos a la virulé, sin dientes, con sarpullidos y lepra.

Se convive con la miseria. Cuando caminas por las callejuelas, desde los rincones se extienden hacia ti manos pidiendo limosna. Santones esqueléticos y barbudos, viejas con los ojos blancos, mujeres con sus hijos desnudos durmiendo en su regazo, viejos cargando con tullidos. Benarés te enseña que quizás no eres tan solidario como pensabas, ni tan generoso, ni tan abierto de mente. Se ven niños harapientos que se pasean con grandes sacos recolectando botellas vacías de plástico, y mujeres recogiendo con palas las boñigas de vaca (las utilizan como combustible, y también para poner parches en las paredes como si fuera cemento).

En este paseo también se encuentra uno con lo peor de Varanasi: indios ofreciendo a los extranjeros hoteles, masajes, paseos en barco, ropa, postales, limpiezas de oreja, y todos los tipos de servicios imaginables. Van como zombies, parecen drogados, identifican al turista a la legua y los ves acercarse directos hacia ti desde lejos. Estos vendedores son lo peor de Varanasi, lo peor de todo este viaje. No te dan un segundo de respiro: estás sentado en los ghats y se te acerca un tío de tu edad con los dientes destrozados de mascar tabaco y la mirada perdida; te dan la mano con falsa camaradería y empieza el asalto, de dónde eres, cómo te llamas, te gusta Varanasi, quieres un paseo en barco, quieres un masaje, quieres hachís, tengo hachís muy bueno, cocaína, éxtasis, heroína, opio, LSD, qué es lo que quieres. Te cogen por banda en las calles, te persiguen para que visites sus tiendas, "money is no important, you are my friend", les da igual que les digas mil veces que no, les da igual interrumpirte si vas hablando con alguien (aunque hacérselo ver funciona como mano de santo). Normalmente es fácil espantarles, pero a veces, sin saber cómo, acabas en situaciones un tanto críticas: yo llegué a encontrarme sentado en el suelo de una sastrería con los tres propietarios y toda la mercancía alrededor, casi convencido para comprar un juego completo de ropa de cama por seis mil rupias. Precioso. Por suerte existe un desfase horario entre la India y España y era una hora intempestiva para llamar a mi madre a ver si ella prefería estampado de elefantes o de pavos reales para su colcha; les prometí que la llamaría y que luego volvería. Ni las moscas, ni las vacas de vaca ni la podredumbre: son ellos los que envenenan el ambiente en esta ciudad. Es muy triste. No les voy a echar de menos.

Por imitación, los niños hacen lo mismo que los mayores, y los críos se te paran para pedirte diez rupias, o una chocolatina, o que les compres un helado como el tuyo. No son niños pobres, son sólo traviesos, están bien alimentados y van todavía con el uniforme del colegio puesto. Estos niños son graciosos y cuando te piden "ten rupees?", lo más divertido es decirles "yes, thank you!" y tenderles la mano; se quedan muy cortados y con una sonrisa de oreja a oreja.

Total, que por fin llega uno al Blue Lassi y se sienta a tomarse un lassi de manzana (hay un señor preparándolos en el suelo, con parsimonia), y el marco de la puerta es como si fueran los bordes de una pantalla de cine: se ven pasar vacas, niños haciendo travesuras, harapientos o con uniforme (ser niño en Benarés debe ser increíble); turistas confundidos, santones con túnica naranja y largas barbas, monjes jóvenes, viejas raquíticas, carros cargados de mercancías inimaginables; y cada quince minutos pasa una procesión de hombres llevando unas angarillas con un muerto en su mortaja. Todo esto mientras te tomas el mejor lassi de manzana de tu vida.

En el Blue Lassi conocí a Anne-Marie, una joven holandesa muy maja y divertida; volvemos a los ghats cuando ya empieza a oscurecer. Los hindúes se bañan en el Ganges, solos o en grupo, rezando, riéndose, salpicándose, tirándose de bomba desde las plataformas, con flotadores a la espalda (me contaron que hace unos días aparecieron dos ahogados). También se bañan los búfalos y los perros. Al andar hay que ir esquivando a gente durmiendo, perros moribundos, riachuelos de agua sucia, niños jugando al cricket, cacas de vaca, barro. A veces da la impresión de que los sentidos no dan abasto. Y aún queda más. 

De entre todos los ghats (hay más de cien), hay dos que son especiales: los ghats de cremación. Uno grande (Manikarnika) y uno pequeño (Harishchandra). Alrededor de ambos se acumulan montones y montones de madera apilada. Y en la orilla del río están las hogueras. No se si recordaréis lo que conté de las piras en Katmandú. Aquí es bien diferente. Es mucho menos ceremonioso, menos estético. Los cuerpos arden de cualquier manera sobre montones de madera. No hay plataformas donde hacerlo; un par de metros cuadrados en el ghat es suficiente. La gente mira el espectáculo desde poca distancia; las vacas y los perros también parecen interesados. Hay cremaciones las 24 horas del día; el suelo y los edificios alrededor están negros de tanto humo. Al contrario que en Katmandú, se ven y se huelen cosas morbosas; me las ahorraré por si hay niños aún despiertos. Bajo unos soportales arde un fuego pequeño y enigmático: lleva ardiendo mil años, y todas las piras funerarias las encienden con fuego de esta hoguera. Dan escalofríos pensar que hasta no hace mucho las viudas ardían vivas con sus esposos difuntos. El camino vespertino por los ghats, a la luz de las llamas y de todas estas historias, transcurre como un sueño siniestro.

Y a pesar de todo esto que os he contado, he encontrado en Varanasi una magia, una fuerza magnética casi inexplicable. He entendido a la gente que me decía "ve a Varanasi, ve a Varanasi". 

Cada noche, en el ghat principal (no en el de cremación, en el otro), se celebra un aarti, que es un ritual religioso en honor al río y al Universo. Un grupo de monjes hacen unos movimientos y bailes cuyo significado sólo ellos conocen, con flores, humo, agua, y sobre todo fuego. No es una ceremonia silenciosa: hay música en directo amplificada por altavoces gigantes, por todos lados suenan campanas y tambores, la gente da palmas, habla y se ríe; los perros ladran, los niños intentan ponerte puntitos rojos en la frente a cambio de diez rupias, las niñas intentan venderte velas y flores para que las ofrezcas al río. Cientos de personas se sientan en los escalones, de cara al río, y los monjes siguen agitando antorchas con forma de serpiente y abanicos con símbolos raros. El ritual, que es precioso, se acaba en un silencio solemne; la multitud se disuelve, y los indios que te han echado el ojo desde hace media hora aprovechan para acercársete y pedirte si se pueden echar una foto contigo; y los abuelos que si puedes estrecharle la mano a su nieto.

Esa es la magia de Varanasi, lo que le deja perplejo a uno, lo que le hace a uno no querer irse. Varanasi te enseña algo muy importante; las vidas de esta gente están gobernadas por la basura, la desigualdad, la casta, la pobreza, la enfermedad; y sin embargo cada noche se reúnen para, sencillamente, dar las gracias por la vida y la belleza.

sábado, 26 de abril de 2014

Desde Pokhara hasta Benarés

Me desperté a las cinco de la mañana. Abrí las cortinas pero las montañas no se veían por culpa de las nubes: era hora de irme de Pokhara. Me despedí del perro y del pastelero y fui a la estación de autobuses. Esta estación me daba muy mala espina porque era la "tourist bus station", es decir, una estación sólo para turistas, con los precios de billetes inflados e insistentes vendedores de té. Pero bueno, qué le vamos a hacer; el día anterior había estado explorando la estación auténtica y era un caos terrible; en la de los turistas al menos hablaban en inglés.

Mi autobús salió a las 7. Era una carraca. Un aparato infernal con poquísimo espacio para las piernas y que parecía que en cada bache iba a desmontarse en mil pedazos. El interior estaba pintado de colorines, colgaban flores del parabrisas, y en las paredes se leía "love is peace", "peace is inside of you", etcétera. El conductor puso musiquita nepalí, canciones pastoriles muy simples y dulces que se repetían hasta el infinito. Fue un comienzo de viaje la mar de agradable, y en una de las paradas me hice amigo de uno que luego se me sentó al lado para seguir hablando. Le conté la vida semificticia que me he montado (soy periodista, estoy de vacaciones, gano 500 euros al mes, soy del Barça), y luego él me contó que era un gorkhali, uno de esos soldados con reputación internacional. Lo flipé bastante. Era un retaquillo y muy buena gente, lo cual no se ajusta al perfil de guerrero sanguinario que yo había imaginado. Cada dos por tres lo llamaba su mujer, no sé para qué. Ahora se dirigía a Cachemira para pasar seis meses de patrulla en la frontera; me contó los países en que había estado destinado y era impresionante: Pakistán, Afganistán, Bangladesh...

Sin embargo, a pesar de la agradable compañía, empecé a marearme con tanta curva y baches. El gorkhali (nunca supe su nombre) se durmió en mi hombro y yo iba con la ventana abierta intentando contener la náusea. El paisaje conforme salíamos de los Himalayas era impresionante; luego, poco a poco, fue haciéndose más y más liso, y también más y más caluroso. De hecho, el calor se volvió casi insoportable, el autobús era un horno metálico, y la música pastoril seguía en su bucle, después de siete horas seguía sonando la misma canción, era una tortura. Yo deseaba ser como el señor que ocupaba el asiento de delante, que estaba borracho y que, después de amenizarnos con un baile típico, se durmió profundamente en una postura que parecía incomodísima, propia de un gimnasta olímpico. Aunque cuando sus pies tocaron a la señora que estaba al lado, ésta se quitó la zapatilla y le pegó.

En la ciudad intermedia de Butwal cambiamos de autobús, cogimos uno peor todavía aunque por suerte con música más variada; pero calculé mal, elegí el asiento equivocado y volví a caer en el lado del sol, mal rayo me parta.

Mi destino era la ciudad de Sunauli, que está partida en dos por la frontera con la India. Justo antes de llegar le pedí al gorkhali que me ayudase a cruzar, y me dijo que sí. Pero al llegar a la estación todo se fue al garete. Se suponía que íbamos a coger otro autobús hasta la frontera, a cinco kilómetros; pero había allí unos cuantos rickshaws para aprovecharse de los turistas inexpertos como yo, insistiendo en que la única manera de cruzar la frontera era, ya no sólo en rickshaw, sino en SU rickshaw. Quise pedir ayuda al gorkhali, pero se ve que el buen hombre no quería afectar de esa manera al trabajo de su compatriota; me dijo que sí, que mejor cruzase la frontera en rickshaw, y luego se esfumó. Me dio pena pero entendí su dilema, y cogí el maldito rickshaw rompe-amistades.

Era un rickshaw a pedales, y la verdad es que la labor del tío fue titánica. A las tres de la tarde, con un calor asfixiante, carreteras llenas de polvo y muchisimos camiones que hace tiempo que no han pasado la ITV a juzgar por lo que sale de su tubo de escape. Llegamos a la frontera: en el lado nepalí me pusieron un sello en el pasaporte, luego el rickshaw driver me condujo un poco más hasta pasar bajo un arco donde ponía "Welcome to India". Entré en la oficina india de inmigración, me sellaron el pasaporte una vez más, y ya está, bienvenido a la India.

Fue cruzar el arco, lo juro, y cambiar el ambientillo. Tiendas apretujadas, mercancías expuestas en la calle, bocinas, pastelerías con dulces indios (¡gracias al cielo!). El rickshaw me dejó en la estación de autobuses, que era una especie de vertedero infame, e incluso me ayudó a encontrar el autobús hasta Benarés, que iba a salir a las cinco de la tarde.

Comí unas pastitas y unos pasteles en un restaurante bastante cutre, y luego fui al autobús y elegí un buen asiento (cosa harto difícil porque la mayoría están sueltos o torcidos). Y esperé. Esperé. Esperé. Ahí nadie, ni siquiera el chófer, sabía a qué hora salíamos hacia Benarés. El jefe de la estación era un tío mudo, que sólo se expresaba mediante gritos guturales (llegué a verle incluso hablar por teléfono, cosa sorprendente), y que no dejaba de liarla, echándole agua a los chóferes y riéndose todo el rato como un loco. Por fin, a las siete de la tarde, nos dejó partir.

Resulta que el asiento que había elegido era el del revisor. Maldita sea. Además, tiene delito porque es la segunda vez que me pasa, ya otra vez vino el revisor a decirme que ese era su sitio. Total, que me fui detrás del todo, a un asiento torcido junto a dos indios (los asientos son para dos o tres personas). Pensamientos funestos llenaban mi mente. Pero, oh, milagro, a las pocas horas, en una ciudad perdida en la negrura, los indios se fueron, dejándome las tres plazas para mi sólo; y, encima, en todo el viaje no vino nadie más a ocuparlos. Aleluya.

Recorríamos las llanuras de Uttar Pradesh. Recuerdo que la primera vez que leí este nombre fue de casualidad, un libro decía que era uno de los lugares más densamente poblados de la tierra, y me recuerdo pensando, lo juro, que probablemente nunca estaría en un lugar así. Pero al final acabó sucediendo. Había pueblos y más pueblos, ciudades y más ciudades apiñadas en torno a la carretera, casi sin solución de continuidad. Cuando pasábamos junto al campo, se veía que era la noche de quemar rastrojos, y eran como mares de fuego, brillantes en mitad de la noche, muy impresionante.

Me dispuse a dormir. Ya que tenía tres asientos, la cosa prometía. Qué infeliz. A mitad del viaje, se ve que el presupuesto en carreteras se les acabó. Aquello era como una montaña rusa, los baches eran descomunales y el chófer no iba precisamente lento. Algunos botes me levantaron literalmente medio metro del asiento. En algunos momentos yo no podía parar de reirme: la situación rozaba el absurdo. Por lo menos las luces estaban apagadas, y me encontraba lejos de los primeros asientos, donde la música sonaba a todo volumen. El asiento estaba muy torcido y toda la sangre se me iba a la cabeza; improvisé una almohada con la caja de cartón donde poco antes había unos pasteles deliciosos y creo que, al menos durante media hora, me dormí.

Pero eso, poco tiempo. El bamboleo era tan exagerado que empecé a marearme así que me senté con la ventana abierta, deseando que aquel infierno acabara pronto. (Aunque, poniendo las cosas en perspectiva, más infernal debía ser para las dos chicas que estaban en el asiento delante mía. Eran árabes, iban sentadas con un señor que debía ser su padre o su tío o su marido; iban enteras cubiertas de negro, y no hablaron, no se movieron, no se bajaron del autobús ni tomaron nada en todo el viaje).

Por fin, a las cinco de la mañana, cuando comenzaba a clarear, llegamos a Benarés, o Banaras, Varanasi, Kashi, o como queráis llamarla. Una de las ciudades continuamente habitadas más antiguas del mundo, y probablemente una de las más locas. Salí del autobús, escabulléndome de los rickshaw walas que asediaban a los pasajeros somnolientos. Me senté en un bordillo a mirar un mapa en mi móvil. En esto se me acercó una chica boliviana que estaba igual de perdida que yo pero que al menos sabía el nombre de un hostal; me propuso que fuéramos juntos y acepté. He de decir que a esa hora ya empezaba a hacer cierto calorín.

Un rickshaw wala se ofreció a llevarnos por un precio muy bueno. Pero el canalla tenía otros planes para nosotros. Nos llevó a otro hostal diferente, muy lejos del que pretendíamos. Nos dijo que se había confundido pero que, ya que estábamos, lo visitásemos. Curiosamente, el recepcionista y el conductor eran amigos.

El sitio era cutre y siniestro. Le dijimos que por favor nos llevara adonde queríamos, y nos volvió a llevar a otro hostal diferente. También lo visitamos, también era cutre y el recepcionista parecía drogado. Le volvimos a decir al del rickshaw que por favor nos llevase adonde le habíamos dicho. Nos llevó a un tercer hostal de su red mafiosa. A mi me gustó y decidí quedarme; además la situación empezaba a cansarme. La chica se empeñó en que le llevara adonde ella quería. Entonces el traidor nos dijo de malos modos que el camino para llegar allí era largo y que no podía ir allí con su rickshaw, y se largó. Todo un ejemplo de cortesía y honradez.

Acompañé a la chica hasta donde quería, a aproximadamente media hora de allí, por la orilla escalonada del río, ayudándole a cargar su mochila monstruosa. Eran sólo las ocho de la mañana pero el calor empezaba a ser mortal. Esaba cansado, sudoroso, y me dolía la espalda. La chica se quedó en su habitación (como un pringado le subí la mochila hasta la cuarta planta), y yo volví a mi hostal sintiéndome un poco grogui, casi con fiebre. Desayuné una tortilla francesa y me acosté con el ventilador a tope, preguntándome en qué ciudad me había metido; preguntándome por qué todo el mundo a lo largo de mi viaje me había dicho "ve a Varanasi, ve a Varanasi". Por ahora, lo único que podía decir es que era una ciudad-horno, polvorienta y llena de moscas y rickshaws ladrones. Quizás al despertar descubriría una Benarés diferente, me dije en mi delirio.

jueves, 24 de abril de 2014

Pokhara

Me iba a quedar sólo una noche en Pokhara, y luego tirar para la India. Pero después del amanecer este que os he contado, cuando abrí las cortinas y vi el increíble espectáculo himalayil, decidí quedarme un día más.

Un inciso para explicar por qué ya no hago couchsurfing, de lo que el lector atento se habrá percatado. Lo de los contactos estaba muy bien, vivir con las familias indias era una fuente de aprendizaje y sorpresas impagable. Pero por otro lado, mentalmente era agotador no tener un minuto de soledad; y además el couchsurfing requiere cierta planificación, lo cual es difícil cuando no se tiene un itinerario fijo y el tiempo que me quedo en los sitios depende de sI me embrujan o me espantan.

Así que en Pokhara me quedé en un hotelito en Damside (el Lado de la Presa), barrio mucho más tranquilo y sobrio que Lakeside (el Lado del Lago), que es una especie de Port Aventura llena de resorts, pizzerías, restaurantes con espectáculos étnicos y pubs con música rock.

El primer día, las montañas se vieron nítidas al amanecer; luego dejaron de verse por culpa de la niebla. Dediqué aquel día a buscar un buen lugar para ver el amanecer siguiente. Eché a andar por un sendero entre los arrozales; la verdad es que el paisaje era bucólico. Los arrozales están escalonados y cubiertos de agua, que pasa de un bancal al otro por un sistema rudimentario pero efectivo de zanjas y tubos. Aquí y allá pastan los búfalos, y lo único que se escucha es el murmullo refrescante del agua al correr. Fnalmente subí hasta lo alto de un monte donde había una estupa gigante y que prometía buenas vistas. Subí por un camino de polvo y sol y casi me da una insolación. Bajé por un sendero que atravesaba la jungla, oscuro y fresco; por suerte las panteras no atacan de día.

A las 4.30 la mañana siguiente, linterna en mano, me puse en camino. Llevaba chaquetón, bufanda y gorro, los cuales demostraron ser inútiles pasados cinco minutos. Había una tiendecita recién abierta al borde del camino y que dejé allí tan fastidiosa carga. Luego me encontré con unos tibetanos que caminaban lentamente en mi misma dirección, y con el mismo propósito. Me dijeron que conocían un atajo y que fuera con ellos; accedí pero les dije que un poquito más rápido, por favor.

Qué infeliz. Cómo no se me ocurrió pensar que un tibetano sabe mejor que yo a qué ritmo subir un monte. Fue terrible, iban rapidísimo por un camino infernal, empinado y rocoso. Yo estaba extenuado y sudaba como un pollo, les decía entre risas que estaban matándome, pero por dentro no me reía tanto. A todo esto, el perro del hotel, un perro muy simpático, me había seguido a lo largo de todo el camino, a pesar de mis aspavientos iniciales para que volviera al hotel. Total, que a mitad del camino lo perdí de vista y me dio muy mal rollo; se lo dije a los tibetanos y me dijeron que no me preocupase, que el perro volvería solo.

Llegamos a la estupa justo cuando salía el sol, y el espectáculo fue asombroso. Una hilera de montañas se levantaba frente a nuestros ojos, bañadas desde un lado por la luz anaranjada del sol. Creo que nunca he visto nada tan impresionante. Me quedé asomado a una baranda del templo, embobado; la luz cambiaba casi a ojos vista, y con ella, el perfil de las montañas y el color de la nieve. Habíamos unos cuantos allí como yo, todos fascinados, todos nos mirábamos sonriendo y sin decir nada porque ¿qué íbamos a decirnos?

Yo llevaba un mapita para identificar los picos. A la izquierda del todo, una mole solitaria como caída del cielo, el Dhaulagiri, la séptima montaña más alta del mundo. No se la veía la más alta, pero se notaba lo lejos que estaba porque, cuando en los picos más cercanos ya se veía la nieve blanca, el Dhaulagiri aún se veía anaranjado. El siguiente, el Annapurna 1, otro gigante de más de ocho mil metros de altura. Luego, el pico más impresionante, el Macchapucchre o Aleta de Pez; mide siete mil metros de alto pero nunca nadie ha llegado a la cima porque es un monte sagrado e intocable. Luego el Annapurna 3, el 4 y el 2, que a mis ojos expertos parecía el más fácil de escalar porque tenía las laderas más lisitas. Los picos se perdían en el horizonte y mi mapita no llegaba hasta tan lejos; un alemán que se grababa a sí mismo en video en plan documental me señaló un pico más en la distancia, el Manaslu, la octava montaña más alta de la Tierra. No era ninguna tontería de vistas, la verdad.

Decidí quedarme allí arriba hasta que la niebla se levantase. Me tomé un té y un huevo cocido en un puestecillo. Pero los dioses me tenían preparada otra sorpresa: ese día no hubo niebla. El cielo se volvió azul, en un monte cercano empezaron a volar los ultraligeros y los aparentes, en el templo unos monjes tocaban unos tambores hipnóticos; y el perfil del Annapurna seguía viéndose igual de impresionante. Se me sentó un francés mayor al lado, muy simpático, conductor de trenes retirado y que llevaba 24 años yendo a la India cada dos por tres, y charlamos durante varias horas. Luego bajamos juntos a la ciudad por el camino de la jungla, y al despedirnos me dijo lisa y llanamente una gran verdad entre los mochileros pero que pocos se atreven a decir: que no íbamos a vernos nunca más en nuestras vidas, pero que, no por fortuito y efímero, nuestro encuentro había sido menos bueno.

Llegué al hotel y me encontré allí al perro, y nos miramos con rencor porque mutuamente consideramos que el otro nos había abandonado; pero al rato volvimos a llevarnos bien. Desde el pueblo, la visión de las montañas, aunque no tan perfecta, era igualmente impresionante; si no más, pues se veía mejor su auténtica escala, enorme en comparación con las casas y las calles. Me dediqué el resto del día a merodear, sentarme en cualquier banco, visitar algún parquecillo, entrar en librerías. Por la noche me acordé del chaquetón. A la mañana siguiente fui a recogerlo; los de la tienda lo habían metido en la caja donde guardaban los fideos.

Me iba a quedar una noche en Pokhara y finalmente me quedé cuatro. Y no era por los paisajes bucólicos ni por el clima ni por el relax: es por la gente. Una vez que se ha pasado la inevitable frontera del intercambio económico ("come to see my shop my friend"), los nepalíes son tan amables, tan calurosos...

Un señor en una tienda me enseñaba unas tijeras abiertas y me decía que las cuchillas eran India y China, y que en el medio está Nepal, indefensa entre esos dos colosos, pero resistiendo. Los nepalíes son muy patrióticos, y todos hablan con pasión de los gorkhalis, que son el orgullo nacional: unos soldados tan bien entrenados que los contratan los ejércitos de otros países. También son un poco victimistas, se refieren a si mismos con cierta autocompasión; y hablan de la India con desprecio. Te preguntan que cuál te gusta más, la India o Nepal. Un nepalí visiblemente borracho me decía, con una ofuscación muy poco budista, que Buda nació en Nepal pero que esos malditos indios dicen que nació en la India.

Aparte de todo esto, los nepalíes me parecieron gente muy pacífica y relajada, mucho más tranquilos que los indios. Me hice amigo de un pastelero (la Boston Bakery) que se me quejaba de que no tenía clientes; en esto pasaron unos guiris por la puerta y les llamó, "hello my friends!". Entonces yo le dije al pastelero que esa no era manera de captar clientes, que si él me hubiera llamado así yo nunca hubiera entrado en su pastelería, y que mejor pusiera un cartel o algo en la calle. El pastelero me miraba como si yo fuera un profeta revelándole algún secreto ancestral. El último día estaba muy preocupado porque a su hija pequeña le había salido una pupa en la boca. Yo, convertido en gurú, le dije a la niña que dejara de tocársela con el dedo y al pastelero que no se preocupase. Una gran persona, la verdad.

Me hice amigo de la gente del hotel, que era una familia de Indo-japoneses un poco raros. La madre y la hija se preocupaban mucho por qué había comido y dónde; el padre porque no le ensuciara las páginas del periódico; y el hijo era un alma en pena, siempre limpiando el jardín o los pasillos o los cristales; pero un día le encontré en un rincón tocando la guitarra, y creo que incluso sonreía un poco.

Más nepalíes... la vendedora que me sirvió un té y que, cuando le pregunté por su marido (pregunta de rigor) me dijo con cierta satisfacción que estaba muerto. El señor un poco sinvergüenza que me pidió si podía escribirle un email en inglés a unos posibles clientes (digo lo de sinvergüenza porque me tuvo liado una hora y media y no me ofreció ni un mísero té). El camarero del restaurante al que iba a cenar todas las noches, que se aprendió lo que iba a pedir (unos fideos que habían demostrado ser inofensivos para mi estómago, un poquillo chungo últimamente), y que se me despedía muy contento diciéndome "see you tomorrow!". Los pintores que se ponían en fila al final de una calle a pintar todos el mismo paisaje del perfil montañoso (que claramente no era lo que se veía desde allí), y la pequeña multitud, niños, niñas y viejos, que en silencio observaban el movimiento de los pinceles como si fuera un milagro (en los últimos tres meses, nunca he visto un grupo de gente tan silencioso, tan respetuoso con el trabajo ajeno). Por la tarde, en el río que bajaba de la presa, se ponían unos pescadores con sus cañas y bastante poco éxito. Y, para resumir, sencillamente todo el que saludaba con un alegre "namasté!!", y que hicieron mis días en Pokhara geniales e inolvidables.

Habréis notado que este post es un poco soso y meloso; no os preocupéis porque a continuación vienen curvas. Nunca mejor dicho. El próximo día os cuento mi viaje hasta la frontera y Benarés; cómo un gorkhali utilizó mi hombro de almohada, y yo utilicé a su vez una caja de cartón. Se acabó la paz.

viernes, 18 de abril de 2014

Últimos días en Kasthamandap

Son las siete de la mañana y escribo esto desde un banco junto al lago Phewa en Pokhara, la segunda ciudad más grande de Nepal. La esperanza que perdí en Katmandú, Pokhara me la ha devuelto.

Una mañana, en Katmandú, dejé la mochila en la recepción del hotel (cosas sin importancia: medicinas, pasaporte, jabón, calzoncillos limpios); cogí lo verdaderamente importante (cargador para el móvil, paquete de galletas, bote de mermelada) y me fui en trasporte público hasta el pueblo vecino de Nagarkot, en las montañas. Aclaro lo de trasporte público porque es toda una experiencia: el autobús se coge en mitad de la calle (sólo hay que esperar a que pase uno con el revisor gritando "¡Nagarkot!" desde la puerta), hay un apretujamiento máximo, música nepalí a todo volumen y gente viajando en el techo. Yo querría haber viajado en el techo pero aún había asientos libres cuando lo cogí.

Katmandú está situada en un amplio valle neblinoso rodeado de montañas; Nagarkot es un pueblecito idílico en la cresta de un monte, varias casas y hostales desperdigados, y muchísimos senderos que se pierden en todas direcciones. Los nagarkotíes son muy amables (en este post os prometo un gentilicio aún más exótico), siempre sonrientes y saludando con un Namasté caluroso (he aprendido que Namasté quiere decir "lo Divino que hay en mí saluda a lo Divino que ha en ti"). Una vez me hube instalado en un hostal, me di un paseo por la zona y vi una puesta de sol surrealista; el sol amarillo desapareció bajo el horizonte, un poco más abajo reapareció naranja, volvió a desaparecer y un poco más abajo volvió a salir, rojo. Luego volví a Nagarkot haciendo footing porque se hacía de noche y me daban miedo las panteras. Pero el objetivo principal de estar allí era el amanecer de la mañana siguiente. Me habían dicho que, al amanecer, antes de que suba la niebla, se ve en el horizonte el perfil majestuoso del Himalaya y, si está particularmente claro el día, es posible ver incluso el Everest.

Así que me desperté a las cuatro de la mañana, me enfundé en mi chaquetón porque hacía mucho frío, y subí a la terraza del hotel a ver cómo amanecía. Me puse incluso musiquita mística, apropiado para lo sublime del momento. Aquel sería el clímax de mi viaje y, quizás, de mi vida; tendría una revelación o algo.

Finalmente, no se vio un mojón. Ni el Everest, ni el Kanchenjunga, ni siquiera un miserable pico nevado sin importancia. Tenía la misma visibilidad del Himalaya que de los Andes. El sol salió entre la niebla y a las diez de la mañana, cuando ya me había escuchado toda la música mística y no mística que hay en mi móvil, y era evidente que no se iba a ver nada por culpa de la niebla, desayuné las galletas y la mermelada, que me supieron amargas, y me fui a dormir.

Se ve que en Nagarkot los miércoles son el día de bañar a los niños: aquella mañana en la puerta de cada casa estaban las madres bañando a sus hijos en barreños. La verdad es que el pueblo es bucólico hasta decir basta; pero los perfiles montañosos que se ven en las fotos son un engañoso cebo para los pringadillos como yo.

Katmandú, Kasthamandap, "el Refugio de Madera", la ciudad que es a la vez un sueño plácido y una pesadilla, siguió sorprendiendome. Un día me di un largo paseo hasta el templo de Pachupati; es increíble, en una sola mañana, las variaciones urbanas que pueden verse: la zona turística, reconfortante pero falsa; la zona de las empresas, con tráfico atroz y edificios futuristas espantosos; la zona pobre, junto al río-alcantarilla, con senderos rocosos y embarrados en lugar de calles; la zona residencial, con casitas bonitas, templecitos y niños que van al colegio en uniforme. Finalmente, el conjunto de templos de Pachupati. Irónicamente, el ídolo principal del templo principal es una escultura fálica. Para entrar al recinto había que pagar 1500 rupias, pero me hice el longuis, me puse la mascarilla y entré sin problema. Paseé entre las monumentales pagodas y vi que salía humo de cerca de una de ellas. Algún tipo de hoguera ritual, me dije. Me acerqué a mirar. Piras funerarias.

Me voy a poner serio. Mi primera reacción fue una gran impresión. Sobre todo, porque no me lo esperaba: yo sabía que tarde o temprano vería piras funerarias (el corrector insiste en cambiarme Piras por Puras, qué mal rollo macho), pero no esperaba verlas en ese momento, tan de repente. Ahí, junto a un río sucio, se levantaba una hilera de plataformas de piedra: en algunas no había nada, en otras había madera amontonada, y en otras ardían hogueras. Una parte de mi cerebro se resistía y pensaba que probablemente lo que ardía era sólo madera, como si estuvieran ensayando cómo hacer la pira. Jajaja. Crucé un puentecito, me senté a la sombra de una especie de capilla, y ante mis ojos se desarrolló lo siguiente.

Unos hombres llegaron cargando unas angarillas con un bulto envuelto en telas naranjas, y lo dejaron en el suelo. Un cadáver, vamos. Entretanto, un sacerdote había apilado madera en una de las plataformas de piedra, y disponía a su alrededor hierba seca y paja mojada, para que ardiera más lentamente. La familia del muerto iba reuniéndose poco a poco; a todo esto, pasaban vendedoras con botellas de agua, y un grupo de niños la estaba liando muy cerca. Dos empezaron a pegarse y de una capillita salió un hombre con un palo para que se relajaran. Otros niños nadaban en el riachuelo y pasaban por el fondo imanes atados a cuerdas para capturar monedas. No os imaginéis un río grande: no eran más de dos metros de ancho, y el agua es negra y maloliente. Hay monos y perros merodeando. A todo esto, al muerto nadie le hacía ni caso (un soplo de viento levantó la tela y desveló que era una muerta). Trajeron luego un par de cadáveres más, y esto que os cuento empezó a desarrollarse por triplicado.

Pusieron a la muerta en una plataforma inclinada, y ahí la cubrieron de polvos rojos, flores y arroz. Le encendieron varillas de incienso y luego dejaron al descubierto su rostro y le dieron a beber agua del río. Se me ocurren muchas bromas al respecto pero me las ahorraré. Luego transportaron el cuerpo, entre lloros, hasta lo alto de las maderas apiladas. Uno de los familiares cogió una antorcha y la colocó a la altura del cuello de su difunta; el sacerdote cubre de paja el cuerpo, y al poco todo empieza a arder; primero con mucho humo, luego mucho fuego feroz.

Cuando sólo quedan cenizas y madera carbonizada sobre la plataforma, y ya hace tiempo que la familia se ha ido, el sacerdote empuja los restos con palos y escobas al río; limpian la plataforma humeante con agua, y se queda esperando a la siguiente pira. A la pregunta morbosa que todos nos hacemos, ¿a qué huele?, respondo: a nada. Ni se huele ni se ve nada mórbido ni siniestro. De hecho, pasado el choque inicial, al final lo encontré todo muy natural, incluso relajante: había un cadáver y al final no queda nada: polvo somos... Aunque no negaré que me quedé tocado para el resto del día; pero fue la primera impresión, los primeros segundos de espanto, los que más marcados se me quedaron en el interior.

A la mañana siguiente me iba del hostal, pero todos dormían profundamente y la puerta estaba cerrada con llave. Grave problema: mi autobús hacia Pokhara salía en media hora. Debajo de una escalera encontré durmiendo en un colchón a los mozos del albergue y, en un poyete, vi una llave; probé suerte y era la de la puerta principal. Dejé la llave donde estaba y me fui, riéndome al imaginarme lo perplejos que se quedarían cuando despertasen.

No es que yo quiera hablar de cosas malas, pero lo peor de este país no son los cortes de electricidad programados, ni los ríos, ni los vendedores de hachís; lo peor son los turistas. Yo soy turista, lo sé; y me alegro de ver y poder hablar con otros turistas, porque es más fácil compartir ideas e impresiones con un valenciano que con un jatamansino. Pero en Katmandú el turismo está masificado y hay gente que va en un plan muy chungo, y como el blog es mío pues aquí me desahogo. He visto a personas adultas regatearle cinco rupias (cuatro céntimos de euro) a una mujer que vendía botellas de agua. En las piras funerarias, había turistas con sus cámaras de fotos que se acercaban al fuego más incluso que el sacerdote. En una calle, después de rechazar a la gente que te va ofreciendo taxis, masajes, excursiones, hachís, me viene una chica europea a darme el flyer de un pub irlandés, como si estuviéramos en la calle Larios. Y mi última noche en el hotel estaba sentado en la recepción charlando con el recepcionista, y su hijo pequeño jugando por ahí con una pelota, cuando llegó un mochilero italiano muy maleducado. Sin siquiera preguntar el precio dijo que no quería pagar mucho así que prefería quedarse en el sofá de la recepción. El recepcionista accedió y el tío, sin preguntar siquiera, se puso a liarse un porro ahí mismo. Seguro que en Italia no hace lo mismo; perdonad que me ofusque pero me fastidió mucho.

Así que venía con un poco de miedo a Pokhara, que por lo que había escuchado es una especie de mochilerolandia; por suerte la experiencia nos hace más sabios. Nada más llegar pregunté a un chaval por dónde estaba la zona turística (para ir en la dirección contraria) y he encontrado un hotel precioso, junto al lago, con unas vistas espléndidas. Esta mañana, sin ningún tipo de esperanza, abrí las cortinas y vi lo que ayer me ocultaba la niebla cuando llegué, lo mismo que me ocultó la niebla en Nagarkot: una enorme cordillera nevada, majestuosa y que da casi miedo: el Annapurna. Si lo llego a saber, me pongo musiquita antes de descorrer las cortinas.

Pero ya me he extendido mucho por hoy y quiero darme un paseo. El próximo día os cuento de Pokhara.