sábado, 26 de abril de 2014

Desde Pokhara hasta Benarés

Me desperté a las cinco de la mañana. Abrí las cortinas pero las montañas no se veían por culpa de las nubes: era hora de irme de Pokhara. Me despedí del perro y del pastelero y fui a la estación de autobuses. Esta estación me daba muy mala espina porque era la "tourist bus station", es decir, una estación sólo para turistas, con los precios de billetes inflados e insistentes vendedores de té. Pero bueno, qué le vamos a hacer; el día anterior había estado explorando la estación auténtica y era un caos terrible; en la de los turistas al menos hablaban en inglés.

Mi autobús salió a las 7. Era una carraca. Un aparato infernal con poquísimo espacio para las piernas y que parecía que en cada bache iba a desmontarse en mil pedazos. El interior estaba pintado de colorines, colgaban flores del parabrisas, y en las paredes se leía "love is peace", "peace is inside of you", etcétera. El conductor puso musiquita nepalí, canciones pastoriles muy simples y dulces que se repetían hasta el infinito. Fue un comienzo de viaje la mar de agradable, y en una de las paradas me hice amigo de uno que luego se me sentó al lado para seguir hablando. Le conté la vida semificticia que me he montado (soy periodista, estoy de vacaciones, gano 500 euros al mes, soy del Barça), y luego él me contó que era un gorkhali, uno de esos soldados con reputación internacional. Lo flipé bastante. Era un retaquillo y muy buena gente, lo cual no se ajusta al perfil de guerrero sanguinario que yo había imaginado. Cada dos por tres lo llamaba su mujer, no sé para qué. Ahora se dirigía a Cachemira para pasar seis meses de patrulla en la frontera; me contó los países en que había estado destinado y era impresionante: Pakistán, Afganistán, Bangladesh...

Sin embargo, a pesar de la agradable compañía, empecé a marearme con tanta curva y baches. El gorkhali (nunca supe su nombre) se durmió en mi hombro y yo iba con la ventana abierta intentando contener la náusea. El paisaje conforme salíamos de los Himalayas era impresionante; luego, poco a poco, fue haciéndose más y más liso, y también más y más caluroso. De hecho, el calor se volvió casi insoportable, el autobús era un horno metálico, y la música pastoril seguía en su bucle, después de siete horas seguía sonando la misma canción, era una tortura. Yo deseaba ser como el señor que ocupaba el asiento de delante, que estaba borracho y que, después de amenizarnos con un baile típico, se durmió profundamente en una postura que parecía incomodísima, propia de un gimnasta olímpico. Aunque cuando sus pies tocaron a la señora que estaba al lado, ésta se quitó la zapatilla y le pegó.

En la ciudad intermedia de Butwal cambiamos de autobús, cogimos uno peor todavía aunque por suerte con música más variada; pero calculé mal, elegí el asiento equivocado y volví a caer en el lado del sol, mal rayo me parta.

Mi destino era la ciudad de Sunauli, que está partida en dos por la frontera con la India. Justo antes de llegar le pedí al gorkhali que me ayudase a cruzar, y me dijo que sí. Pero al llegar a la estación todo se fue al garete. Se suponía que íbamos a coger otro autobús hasta la frontera, a cinco kilómetros; pero había allí unos cuantos rickshaws para aprovecharse de los turistas inexpertos como yo, insistiendo en que la única manera de cruzar la frontera era, ya no sólo en rickshaw, sino en SU rickshaw. Quise pedir ayuda al gorkhali, pero se ve que el buen hombre no quería afectar de esa manera al trabajo de su compatriota; me dijo que sí, que mejor cruzase la frontera en rickshaw, y luego se esfumó. Me dio pena pero entendí su dilema, y cogí el maldito rickshaw rompe-amistades.

Era un rickshaw a pedales, y la verdad es que la labor del tío fue titánica. A las tres de la tarde, con un calor asfixiante, carreteras llenas de polvo y muchisimos camiones que hace tiempo que no han pasado la ITV a juzgar por lo que sale de su tubo de escape. Llegamos a la frontera: en el lado nepalí me pusieron un sello en el pasaporte, luego el rickshaw driver me condujo un poco más hasta pasar bajo un arco donde ponía "Welcome to India". Entré en la oficina india de inmigración, me sellaron el pasaporte una vez más, y ya está, bienvenido a la India.

Fue cruzar el arco, lo juro, y cambiar el ambientillo. Tiendas apretujadas, mercancías expuestas en la calle, bocinas, pastelerías con dulces indios (¡gracias al cielo!). El rickshaw me dejó en la estación de autobuses, que era una especie de vertedero infame, e incluso me ayudó a encontrar el autobús hasta Benarés, que iba a salir a las cinco de la tarde.

Comí unas pastitas y unos pasteles en un restaurante bastante cutre, y luego fui al autobús y elegí un buen asiento (cosa harto difícil porque la mayoría están sueltos o torcidos). Y esperé. Esperé. Esperé. Ahí nadie, ni siquiera el chófer, sabía a qué hora salíamos hacia Benarés. El jefe de la estación era un tío mudo, que sólo se expresaba mediante gritos guturales (llegué a verle incluso hablar por teléfono, cosa sorprendente), y que no dejaba de liarla, echándole agua a los chóferes y riéndose todo el rato como un loco. Por fin, a las siete de la tarde, nos dejó partir.

Resulta que el asiento que había elegido era el del revisor. Maldita sea. Además, tiene delito porque es la segunda vez que me pasa, ya otra vez vino el revisor a decirme que ese era su sitio. Total, que me fui detrás del todo, a un asiento torcido junto a dos indios (los asientos son para dos o tres personas). Pensamientos funestos llenaban mi mente. Pero, oh, milagro, a las pocas horas, en una ciudad perdida en la negrura, los indios se fueron, dejándome las tres plazas para mi sólo; y, encima, en todo el viaje no vino nadie más a ocuparlos. Aleluya.

Recorríamos las llanuras de Uttar Pradesh. Recuerdo que la primera vez que leí este nombre fue de casualidad, un libro decía que era uno de los lugares más densamente poblados de la tierra, y me recuerdo pensando, lo juro, que probablemente nunca estaría en un lugar así. Pero al final acabó sucediendo. Había pueblos y más pueblos, ciudades y más ciudades apiñadas en torno a la carretera, casi sin solución de continuidad. Cuando pasábamos junto al campo, se veía que era la noche de quemar rastrojos, y eran como mares de fuego, brillantes en mitad de la noche, muy impresionante.

Me dispuse a dormir. Ya que tenía tres asientos, la cosa prometía. Qué infeliz. A mitad del viaje, se ve que el presupuesto en carreteras se les acabó. Aquello era como una montaña rusa, los baches eran descomunales y el chófer no iba precisamente lento. Algunos botes me levantaron literalmente medio metro del asiento. En algunos momentos yo no podía parar de reirme: la situación rozaba el absurdo. Por lo menos las luces estaban apagadas, y me encontraba lejos de los primeros asientos, donde la música sonaba a todo volumen. El asiento estaba muy torcido y toda la sangre se me iba a la cabeza; improvisé una almohada con la caja de cartón donde poco antes había unos pasteles deliciosos y creo que, al menos durante media hora, me dormí.

Pero eso, poco tiempo. El bamboleo era tan exagerado que empecé a marearme así que me senté con la ventana abierta, deseando que aquel infierno acabara pronto. (Aunque, poniendo las cosas en perspectiva, más infernal debía ser para las dos chicas que estaban en el asiento delante mía. Eran árabes, iban sentadas con un señor que debía ser su padre o su tío o su marido; iban enteras cubiertas de negro, y no hablaron, no se movieron, no se bajaron del autobús ni tomaron nada en todo el viaje).

Por fin, a las cinco de la mañana, cuando comenzaba a clarear, llegamos a Benarés, o Banaras, Varanasi, Kashi, o como queráis llamarla. Una de las ciudades continuamente habitadas más antiguas del mundo, y probablemente una de las más locas. Salí del autobús, escabulléndome de los rickshaw walas que asediaban a los pasajeros somnolientos. Me senté en un bordillo a mirar un mapa en mi móvil. En esto se me acercó una chica boliviana que estaba igual de perdida que yo pero que al menos sabía el nombre de un hostal; me propuso que fuéramos juntos y acepté. He de decir que a esa hora ya empezaba a hacer cierto calorín.

Un rickshaw wala se ofreció a llevarnos por un precio muy bueno. Pero el canalla tenía otros planes para nosotros. Nos llevó a otro hostal diferente, muy lejos del que pretendíamos. Nos dijo que se había confundido pero que, ya que estábamos, lo visitásemos. Curiosamente, el recepcionista y el conductor eran amigos.

El sitio era cutre y siniestro. Le dijimos que por favor nos llevara adonde queríamos, y nos volvió a llevar a otro hostal diferente. También lo visitamos, también era cutre y el recepcionista parecía drogado. Le volvimos a decir al del rickshaw que por favor nos llevase adonde le habíamos dicho. Nos llevó a un tercer hostal de su red mafiosa. A mi me gustó y decidí quedarme; además la situación empezaba a cansarme. La chica se empeñó en que le llevara adonde ella quería. Entonces el traidor nos dijo de malos modos que el camino para llegar allí era largo y que no podía ir allí con su rickshaw, y se largó. Todo un ejemplo de cortesía y honradez.

Acompañé a la chica hasta donde quería, a aproximadamente media hora de allí, por la orilla escalonada del río, ayudándole a cargar su mochila monstruosa. Eran sólo las ocho de la mañana pero el calor empezaba a ser mortal. Esaba cansado, sudoroso, y me dolía la espalda. La chica se quedó en su habitación (como un pringado le subí la mochila hasta la cuarta planta), y yo volví a mi hostal sintiéndome un poco grogui, casi con fiebre. Desayuné una tortilla francesa y me acosté con el ventilador a tope, preguntándome en qué ciudad me había metido; preguntándome por qué todo el mundo a lo largo de mi viaje me había dicho "ve a Varanasi, ve a Varanasi". Por ahora, lo único que podía decir es que era una ciudad-horno, polvorienta y llena de moscas y rickshaws ladrones. Quizás al despertar descubriría una Benarés diferente, me dije en mi delirio.

5 comentarios:

  1. tu no pongas fotos del Anapurna 1 o del 2 o del 3 o del 4.
    NO
    Tu ponnos fotos de un perrucho esperandote en la silla
    Vaya tela
    Vaya tela

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  2. Eso, justo lo mismo que te he dicho en la anterior entrada de tu bloj:
    Tu no pongas fotos del Anapurna 5 o del 6 o del 7 o del 8.
    NO
    Tu ponnos fotos de un perrucho esperandote en la silla, además una foto mala de cohone, que no se sabe si el perro está tiritando o que has echo la foto peor de tu vida.
    Vaya tela
    Vaya tela
    Vaya tela

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  3. y preparate, Ricardo, para experiencias fuertes. Varanasi te espera.

    (y no mandes más fotos de perritos, ni de colegas tuyos fumándose unos canutitos en la terraza del hotel, ni de burros devoracapuxas, que nos conocemos)

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  4. Veo que todavía no consigues que los rickshaws no te vean como guiri y no te tomen el pelo, ponte la mascarilla,chiquillo!!!
    Me parecen muy entretenidos tus viajes en autobus, decoración jipilongui, pasajeros exóticos, asientos bocaabajo, pavimentos bacheados, mareos y calores a más no poder... La verdad es que merecen "Mención Especial"
    y que me da igual que no pongas fotos del Annapurna 9 o 10 u 11...
    Ah! y el perrito, !qué mono!

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  5. Esa Mariapura, ni que fuera tu mare, iyo!!

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