lunes, 31 de marzo de 2014

Uno de los mejores paseos de mi vida

Se dice que, cuando en la era pasada hubo un diluvio, un hombre-dios llamado Manu fabricó un arca donde metió toda la naturaleza para poder salvarla. Guiado por el dios Vishnu, a cuyo cuerno amarró una cuerda (cuerno de soplar, no de vaca), consiguió alcanzar la única tierra firme que sobresalía de las aguas: el Himalaya. El sitio en que Manu atracó su arca, y a partir del cual volvió a extenderse la vida por el mundo, se llamó Manali en su honor.

Mi llegada a Manali no fue tan pomposa. No llegué en arca sino en autobús, y tampoco nos guiaba Vishnu con su cuerno, aunque sí es verdad que llovía a mares. El viaje había sido una especie de montaña rusa entre desfiladeros increíbles, camioneros kamikazes y desprendimientos de rocas que ocupaban la mitad de la calzada (ya de por si angosta y ruinosa). La pobre de delante mía pasó el viaje entero vomitando por la ventana.

Cuando me hube instalado en mi habitación salí a dar un breve paseo por un camino junto al río, pero hacia bastante malo, todo gris y ventoso, así que volví al hostal a congeniar con el dueño (muy joven) y sus amigos; muy majos por cierto.

A la mañana siguiente hacía mucho sol. Desayuné una ensalada en el barecito de la esquina (mi hostal está en la Old Manali, que son cuatro calles y casas al lado del río) y decidí darle otra oportunidad al camino de la tarde anterior. ¡Y qué buena sorpresa! En la distancia, donde ayer se veía todo gris, ahora se veía una inmensa hilera de picos, altísimos y nevados. Así que seguí andando por el caminito, paralelo al río Beas, que llevaba poca agua pero no beas con qué fuerza. 

Mi trayectoria era hacia el norte, por el Valle de los Dioses. Fueron unos siete kilómetros, y fueron geniales. Conforme andaba por la carretera-carril embarrada, la cordillera frente a mí crecía más y más majestuosa. Si miraba hacia atrás, el pueblecito iba haciéndose cada vez más chico, y otra hilera de picos gigantescos iba desvelándose por detrás. A mi izquierda, después de bordear la curva de un monte, y casi de repente, se me aparecieron, cerquísima, unas laderas escarpadas, nevadas y rocosas. Todo un espectáculo. Además, por no sé qué brujería, estas nuevas laderas parecían más grandes conforme el camino me alejaba de ellas.

Los que me conocéis sabéis que el alpinismo no ha estado nunca entre mis aficiones predilectas. Sin embargo, ante esta visión, pude entender a los montañistas que quieren llegar más y más alto; aquellas montañas ejercían un extraño magnetismo en mí que me impulsaban asimismo a seguir caminando (pero no os preocupéis que el alpinismo sigue sin ser mi afición principal). 

También entendí otras cosas. Por ejemplo, aunque os parezca una tontería, el ciclo del agua. Lo aprendí en la escuela, claro, pero hasta ese momento no lo he visto tan evidente. Por la mañana, con el sol, el suelo mojado literalmente desprendía nubes de vapor; y ahora, con el calorcito derritiendo la nieve en las cumbres, la ladera literalmente rezumaba agua. Desde un reguero de gotitas hasta cascadas de cientos de metros de altura al borde del camino; se veía claramente cómo toda aquella agua se reunía en pequeños riachuelos (el mismo camino hacía a veces de cauce) que luego desembocaban en el Beas en infinidad de puntos. Y yo reflexionaba que todas aquellas gotitas algún día formarían parte del río Indo y desembocarian en Pakistán; y era un pensamiento peliculero pero sobrecogedor. 

Pero la India quiere decir Gente, y aquí no era menos. El caminito estaba sembrado aquí y allá de pequeñas aldeas, casas muy bajitas con toda la ropa de colores puesta a secar; y los aldeanos, con pañuelos y trajes de colores, trabajando en campos de flores o llevando madera de un lado a otro en cestas. Muy pacíficos y silenciosos, morenos y con los ojos rasgados, me saludaban muy alegres y se reían no sé de qué. Y todos, padres, madres y abuelas, fumándose sus porrillos, en las puertas de sus casas o al borde del camino.

Llegué a una encrucijada, donde un puente cruzaba el río para poder volver a Manali por la orilla de enfrente. Y me asaltó otro pensamiento peliculero de los míos, y es si seguía caminando hacia delante llegaría hasta Afganistán y Tayikistán (al cabo de unos días, claro); hacia la derecha a China y hacia la izquierda a Pakistán: no era moco de pavo. Después de plantearmelo un poco, crucé el puente y me encaminé de vuelta a Manali.

Por esta otra orilla va la autopista de Manali hasta Leh, en Cachemira (uuuhhh), pero el concepto de autopista en el Himalaya es sensiblemente diferente al que tenemos en España. La carretera es pura piedra y barro, no en todos los puntos pueden pasar dos coches a la vez, y de cuando en cuando hay desprendimientos recientes y las excavadoras y los trabajadores limpian la calzada arriesgando claramente sus vidas. Cada cierto trecho había señales con recordatorios para que la gente fuera con cuidado, como "el cielo o el infierno o la madre tierra: tú decides", "el que se pone a noventa morirá a los diecinueve", o "se cuidadoso con mis curvas".

Se notaba, sin embargo, más actividad y comercio: bordeaban el camino vendedores con sus mercancías expuestas y puestos para alquilar equipos de esquí. Los vendedores eran pesados pero amables, a excepción de un tío con mala pinta al que le rechacé, consecutivamente, sus ofertas para venderme una ruta esquiando, un vuelo en parapente, un poco de marihuana y un poco de cocaína. También pasé junto a centros tales como el Instituto de Investigación de Nieve y Avalanchas, y el de Estudio del Hormigón en Climas Fríos. 

Este camino no era tan relajante como el anterior, aunque las vistas eran igualmente impresionantes. En un momento dado se cruza el pueblecito de Vashist que se extiende ladera arriba, y me perdí un poco por sus calles. Era precioso, casitas de colores, banderolas tibetanas, turistas pero no muchos, y además saludaban; mujeres lavando la ropa en fuentes públicas, hombres con azadas de un lado a otro, niños y niñas jugando al cricket en cualquier esquina. Me tomé un té y una especie de churros salados con cebolla y patata en un plácido bar, y luego seguí mi camino hacia delante, por senderos en lugar de por la autopista, que zigzagueaba por debajo. 

El camino cruzaba riachuelos y cataratas, era muy bonito a excepción de la basura omnipresente, lo cual es una pena pero bueno. En todas direcciones surgían más senderos y rutas, y había muchas casitas, hostales y huertos. Cuando en la otra ladera se vio por fin Manali, me senté en una roca a meditar un poco, y estuve hablando con un montañero que había subido a muchas de las montañas que nos rodeaban (de cinco mil y seis mil metros de altura). 

Poco a poco sin embargo había ido nublándose; bajé como malamente pude a la carretera por una pendiente embarrada y quizás hasta peligrosa; y crucé otro puente hasta Manali, cerrándose así mi ruta circular. Me compré un pastel riquísimo y volví a la habitación, que parecía un congelador. Justo en ese momento empezó a llover, y supongo que en las cumbres a nevar; así que el agua cerraba también su ciclo, reflexioné; y escribí en el blog que acababa de darme el mejor paseo de mi vida. Perdonad el melosismo pero es que estaba muy cansado... no es justo comparar unos paseos con otros, por ejemplo ir en bici desde Roskilde hasta Copenhague o por Tahivilla con mis amigos o renqueando desde el Roadhouse hasta el Onda... no diré que éste fue el mejor paseo de mi vida pero sí uno de los mejores. 

sábado, 29 de marzo de 2014

Shimla

El autobús que me llevó hasta Shimla tardó once horas en llegar, y bien podría haber sido un avión que me llevase a Estocolmo, por ejemplo. Cuando llegué estaba nublado, llovía y hacía frío. Mientras esperaba a mi contacto en la plaza principal del pueblo, mi perplejidad iba en aumento. No había rickshaws liándola, ni coches, ni motos, ni vacas. No había basura en el suelo. Y tampoco nadie escupía. El pavimento estaba en perfecto estado y había incluso cespecitos con flores. Las casas eran de colores, de madera y piedra con los tejados puntiagudos, como salidas de un cuento de Andersen. Lo único que había para recordarme que estaba en la India eran muchísimos indios paseando (con chaquetones y paraguas), y un montón de monos en los tejados.

Shimla, "la Reina de las Montañas", es una ciudad muy especial, pasé allí cinco días geniales, alejado del mundanal ruido, tan tranquilo que hasta dejé de lado la escritura del blog (tarea ardua porque sé que algunos me leéis con las zarpas afiladas). Shimla está repartida en la ladera de siete montañas, a dos mil metros de altura, y es uno de los principales destinos turísticos para los indios (lo cual creó en mí una reflexión filosófica... ¿debía considerarla una ciudad turística?... a fin de cuentas no deja de ser una ciudad india llena de indios... qué paradoja). Fue en esta ciudad donde se firmó la separación del país en dos estados (India y Pakistán), y ahora es la capital de Himachal Pradesh. Y tienen una estricta política que impide fumar y escupir en las calles, la circulación de vehículos por el centro de la ciudad, y la utilización de bolsas de plástico. Además, hay papeleras por doquier y las farolas funcionan con energía solar. Sin embargo, lo que la hace tan especial para mí es su estructura, el caos de sus calles y escaleras... pero vayamos por partes. Porque de todo esto no me di cuenta hasta dos días después, ya que el primer día no dejó de llover y lo pasé entero en casa viendo la tele, comiendo y durmiendo.

Vivía con una familia realmente encantadora. Unara, la madre, era mi contacto (los nombres son falsos); ronda los sesenta años, es pequeñita, habladora y muy expresiva, y tiene muchísima energía. Con el padre no tuve mucha interacción, hablaba poco y salía y entraba. Por último Tarim, el hijo, dieciocho años, claramente atravesando la edad del pavo, serio pero sonriente, pendenciero pero dócil, aniñado pero se hacía el durito. La verdad es que la adolescencia en Shimla no parece fácil. Hay mucha droga entre los jóvenes; la mayor parte de sus amigos están enganchados (aquí el término droga es genérico pero creo se refería a los porros), y se dedican a hacer chanchullos para poder pagársela. Sin embargo Tarim, por lo que sea, se resiste a entrar en ese mundo, lo cual conlleva que el pobre pasa casi todo el día en casa, ayudando a sus padres o viendo dibujos animados o haciendo planes para su futuro lejano. No quiere estudiar más ni ir a la universidad, quiere ser marino mercante; por ahora se gana un dinerillo haciendo de guía turístico. Y me confesó (su trabajo le costó) que le gusta pintar y escribir poemas, y que quiere vivir lejos y solo. Nos hicimos amigos.

La madre, por su parte, era toda vitalidad, risas, y una dedicación total a Couchsurfing (han tenido más de cuarenta visitas). En parte, creo que este ajetreo de gente en casa es parte de su estrategia para mantener a Tarim por el buen camino. Unara sabe que Tarim a veces fuma tabaco, me decía con gran preocupación; ella le deja hacerlo y reza porque no se enganche a nada más... Unara hablaba sobre dios, sobre los couchsurfers, y me daba recetas de cocina. Me cobraba, eso sí, cien rupias por cada comida, cosa aceptable..., lo único que me rechinaba de Unara era, en sus conversaciones, una alusión casi constante al dinero (esto es muy común en los indios). Pero bueno, me trataba como una madre: me servía té a todas horas y por la noches me daba una bolsa de agua caliente para llevarmela a mi cama-nevera.

En la tele, aparte de las abominables telenovelas indias, había una serie de canales (por ejemplo, quince) que, en grupos de cinco, ponían todos la misma película durante todo el día, pero cada canal con media hora de diferencia. De esa manera podías pillar una película empezada y luego ver el principio, o ver el final, o dejarla para más tarde... muy práctico. En los días de lluvia vi El Origen del Planeta de los Simios, El Núcleo, y Slumdog Millionaire (qué típico, macho), comentándolas con Tarim y comiendo frutos secos picantosos. La casita era pequeña y acogedora, la madre y el padre dormían en una cama en el salón, el lavabo estaba en un pasillito y el agua salía congelada, en detrimento de mi higiene.

Cuando al día siguiente amaneció soleado, salí a darme un paseo por la ciudad, y me quedé alucinado. La ciudad es un laberinto en vertical. Cientos, miles de casas se apiñan en la ladera del monte, ocupando un desnivel vertical de más de mil quinientos metros. Las calles principales y el bazar están en los niveles superiores. Las casas están puestas unas encima de otras, sin orden ni concierto, a veces tan apretadas que parece que se abombaban hacia afuera, como queriendo salir. Todas de colores y con muchísimas ventanas; y un caos de tuberías y cables en todas direcciones. Y para conectarlo todo, un auténtico laberinto de escaleras y pasadizos, algunas vertiginosas, otras amplias, algunos oscuros, otros luminosos, todo enmarañado y aparentemente a punto de venirse abajo. Me encantó. Me perdí conscientemente varias veces. Incluso había en un recoveco la boca de un túnel que atravesaba el monte y aparecía en el laberinto del otro lado, lleno de vendedores de verduras y chals de Cachemira.

El bazar principal era una de estas calles sinuosas, un caos de mercancías y gente. Había muchos hombres con barba y turbantes (sikhs), otros con un gorrito cilíndrico (himachalis), y muchos hombres y mujeres de ojos achinados y ropas de colores que eran como tibetanos o nepalíes. Había muchos estudiantes con uniforme (Shimla debe ser una importante capital educativa, porque había colegios y universidades por todos lados). También había hombres barbudos con túnicas grises, que parecían los afganos que salen por la tele; y portadores llevando a sus espaldas cargas monstruosas de un lado al otro. Y lo mejor de todo es que no era la tele.

Un día vi al alcalde de Shimla, y por vergüenza no le saludé; me arrepiento. Estaba sentado en un banco cuando, delante mía, unos turistas pararon a un señor con bigotito para preguntarle una dirección; cuando se despidieron el señor les dijo: "yo soy el alcalde de Shimla". Y no era un farsante porque en los siguientes cien metros se detuvo veinte veces a charlar con gente que reclamaba su atención, y eso que el pobre parecía que llevaba prisa.

Decidí un día contratar a Tarim para que me hiciera de guía y me llevase a ver el templo de Hanuman y las cataratas de Chadwick.

Hanuman es el dios-mono. En la montaña más alta de Shimla se erige una estatua gigante de Hanuman, y allí que me llevó Tarim. Fue una subida agotadora. Y arriba del todo nos esperaba, apropiadamente, una cantidad ingente de monos. Y (ya lo he dicho antes pero lo repito) los monos no son simpáticos. Tienen mucha mala leche. Me quise hacer una foto al pie de Hanuman y no me dejaron, nos persiguieron. Tuve que quitarme las gafas porque al parecer les encanta robarlas. Tarim estaba más asustado que yo y al final ni disfrutamos de las vistas ni nada, y bajamos a la ciudad con el rabo entre las piernas. En la ciudad también hay muchos monos, pero se acercan mucho menos a la gente (por la mañana me despertaban corriendo de tejado en tejado haciendo mucho ruido).

Por la tarde fuimos a las cataratas de Chadwick. Lo de Hanuman fue un paseo en comparación con esto. Por suerte no había monos (había leopardos, me dijo mi guía, pero sólo salían por la noche). Fue cansadisimo. Dos horas de bajada por senderos pedregosos (y una vocecita en mi cabeza decía Sigue bajando, sigue bajando... todo esto a la vuelta es subida!). En el camino Tarim se fumó un cigarrillo: antes de hacerlo el chaval me pidió permiso, avergonzado, y cuando le dije que no tenía que pedirme permiso me dijo que sí porque yo era de más edad. Después de un tramo final estrechisimo en el que nos cruzamos con varios portadores cargando troncos gigantes, llegamos a la cascada, que era muy alta y bonita, aunque con poca agua.

A la vuelta, mi guía iba más asustado que yo; en un trecho especialmente vertiginoso me pidió si podía darle la mano; una vez lo hubimos superado, para darle ánimos le di unos golpecitos en la espalda y entonces casi lo tiro precipicio abajo; decidí no dar más muestras de amistad hasta no estar en territorio seguro. Nos tomamos un té en un puestecillo con unas vistas impresionantes. Luego se fumó otro cigarro furtivo y volvimos a casa.

Fue una despedida triste de la ciudad, la casita y la familia. Pero tenía que irme: estando en Shimla me sentí peligrosamente como en casa, y no es plan. Les regalé un imán para la nevera y ellos me regalaron una bandeja entera de Sweet Milk Cakes, que es mi producto favorito de la pastelería india, y que consumo a porrillo. Luego una mañana fría y de nuevo nublada, un autobús me llevó más al norte todavía.

Pero no os creáis que mis peripecias acaban aquí: el próximo día os cuento el Mejor Paseo de mi vida, que me lo he dado hoy mismo y me ha dejado tan agotado como maravillado; aún tengo los ojos como platos y la piel de gallina.

viernes, 21 de marzo de 2014

Un fantasma en el Himalaya

Escribo esto desde el patio del hotel Paraíso del Ganges en Rishikesh. Pero no os dejéis engañar por el nombre: el sitio es bastante sórdido, la habitación es oscura y pelada, y el cuarto de baño, aunque limpio, tiene un sistema de cañerías absurdamente complejo e ineficaz; tanto que esta noche después de varias horas de desvelo tuve que hacer un apaño de fontanería para que cierto goteo parase. Pero vayamos por partes.

Después de toda la noche viajando en autobús desde Jaipur, despertar en mitad de la noche y darme cuenta de que estábamos atravesando Delhi, volver a dormirme, volver a despertar y darme cuenta de que seguíamos atravesando Delhi, llegué sobre las 9 de la mañana a Haridwar, a orillas del Ganges y a las puertas del Himalaya. Hice el check in en el Hotel Dorado (tampoco dejéis que este nombre os engañe...), y salí a darme un paseo por Haridwar, al calorcito de mediodía.

Haridwar se estructura en torno al río Ganges, que a estas alturas de su curso ya es anchísimo, formando islas de diversos tamaños, unidas por puentes. Pero no todas las islas están urbanizadas, si bien vive mucha gente en ellas, en cabañas o al aire libre, en un caos de tráfico, vacas, perros, lavanderas, monjes y santones. Haridwar es una de las ciudades más sagradas de la India; cada muchos años se celebra aquí el Kumbh Mela, que es la celebración más multitudinaria del mundo, y que hace un par de años congregó a más de 70 millones de personas. La ciudad es más bien pequeña y las infraestructuras están ruinosas, y sólo imaginarme tamaña aglomeración en las mismas calles por las que yo paseaba, me ponía la piel de gallina. En la parte central de la ciudad bajan unas escaleras al río, llamadas ghats, que la gente utiliza para poder llegar al agua y darse un baño purificador. En esta zona el río está dividido y por lo tanto es más estrecho, desde una orilla puede abarcarse la otra, y es espectacular, los templos apiñados, los vendedores de cualquier cosa, monjes con túnicas naranjas y turbantes, santones tocando instrumentos y pidiendo dinero, los puentes llenos de gente echando monedas, flores y frutos secos al río; y debajo, además de los fieles bañándose, niños y mayores sumergiéndose en el agua y emergiendo con cestas llenas de porquería del fondo marino de la cual, con suerte, podrán rescatar una moneda. Hay que decir que el agua va con bastante fuerza y la gente para meterse se agarra a unas cadenas.

Comí en un restaurante atestado, al lado de una familia cuyo hijo pequeño se ponía a llorar cada vez que me miraba. Luego subí a un templo en lo alto de un monte (había la opción de coger un telecabina pero no soy tan suicida); y arriba había, en una ladera-vertedero, unos monos liándola parda, muy graciosos. A la bajada un santón muy pícaro me pidió dinero para una manta porque tenía pensado subir al Himalaya. Le di diez rupias y me dijo que una manta valía cien rupias, y le dije que después de nueve pardillos más como yo ya podría comprarse su manta. Luego me eché la siesta en el hotel.

Al despertar ya anochecía, y bajé al ghat principal a ver el momento de las poojas, que son las ofrendas que la gente hace al dios, en este caso, el río. Volví a sentirme un alien, un espectador en un espectáculo que no entendía... ¡pero qué espectáculo! Estaba todo lleno de gente, muchos rezaban en grupo cerca del santuario más sagrado de todos, muchos se bañaban en el río, y muchos echaban al agua barquitas fabricadas con una gran hoja, dentro de la cual ponen unas flores y arde una vela. No había tantas velas flotando como podría uno imaginarse; pero suficientes para crear un ambiente mágico. A todo esto superponedle niños pidiendo dinero con carita triste, vendedores de té y ensalada anunciando a voz en grito lo que venden, policías falsos pidiendo "donaciones para los pobres", hileras de santones de barba larga pidiendo dinero y comida, y podréis haceros una idea del ambientillo que reinaba.

A la mañana siguiente me duché con agua caliente después de mucho tiempo (lo del agua caliente, no lo de la ducha, no seáis mal pensados) y cogí un autobús para ir hacia la ciudad vecina de Rishikesh, tan sólo una hora de viaje por una carretera con un cien por cien de baches. Si bien Haridwar está a las puertas de las montañas, y éstas se veían impresionantes en el horizonte, Rishikesh se encuentra ya dentro de la cordillera, también a orillas del Ganges. Durante el viaje le compré a un vendedor un paquete de palomitas, lo cual fue bastante apropiado porque la ventana del autobús parecía una pantalla de cine.

Sin embargo, sería bastante fantasma por mi parte decir que estoy en el Himalaya. Más bien me encuentro en la parte exterior de los Himalayas Exteriores; y si bien es verdad que estamos rodeados de montañas, los picos nevados de miles de metros de altura están aún a cientos de kilómetros de aquí.

Rishikesh me sorprendió (bueno, en verdad me lo esperaba) tanto para lo bueno como para lo malo. El paisaje es desde luego espectacular, la ciudad está construida en las laderas a ambos lados del Ganges (mucho más estrecho aquí que en Haridwar), hay ghats que bajan al río, y dos altos y estrechísimos puentes colgantes cruzan de un lado a otro. Los puentes se mueven y están permanentemente atestados de gente, vacas y motos; el río sale detrás de un recodo, majestuoso y turquesa. Lo malo de Rishikesh, y lo digo desde el respeto y la autoinculpación, es el turismo. Aunque haya muchos indios (porque hay muchos indios anyway), hay muchos, muchos occidentales. Rishikesh es la capital mundial del yoga, la ciudad está llena de centros de yoga, ashrams, librerías esotéricas; lo que en Haridwar era espiritualidad, aquí es más bien misticismo; con todo el respeto, creo que se respira un poco de tonteo. Pero bueno, yo mismo soy parte de esto, supongo. Hice check in en el Paraíso del Ganges y fui a encuentro de Cristian, un chico español muy agradable que conocí en Jaipur, y juntos vimos la puesta de sol al son de timbales y al olor de porros. Cenamos en un restaurante con vistas sobre el río. No negaré que es agradable hablar en español después de tanto tiempo; pero este ambiente colonial-europeo es un poco descorazonador.

Esa fue la noche en que una gota no me dejaba dormir y tuve que poner una serie de cubos en el cuarto de baño para poder detenerla (eran varios goteos pequeños que desembocaban en uno grande). A las 3 me despertó una riña de gatos que alguien acalló de un petardazo. A a las 7 me despertaron unos niños gritando y jugando. Desayuné una ensalada y empecé a andar con el espíritu ligero por la carretera siguiendo el curso del río hacia arriba.

Yo quería ver unas cascadas que tienen muy buena fama. Sin embargo, rumores de un tigre suelto, y la presencia de muchos monos, me hicieron detenerme a los cinco minutos de comenzar. Los monos son chungos, y los tigres también. Casi me vuelvo, pero vi a un hombre adelantarme y pasar alegremente junto a los monos, sin que le atacasen. Así que seguí al enigmático personaje; al final acabé por darle alcance, y así fue como conocí a Ilia, ruso, uno de los más grandes personajes que he conocido en la India.

Es un enigma cómo Ilia y yo nos  comunicamos durante todo el día porque él sólo habla ruso, ucraniano, moldavo, búlgaro y rumano (lo juro). Ni papa de inglés. Pero bueno. Tiene 70 años y es un cachondeo. Me dijo que iba a una playa en el Ganges, mucho mejor que las cataratas. Cuando nos cruzábamos con gente o coches saludaba a voz en grito y alegremente ¡¡namasté!!, cuando abajo en el río pasaba una lancha haciendo rafting, silbaba y gritaba (y yo también, por imitación); cuando nos cruzábamos con monos sacaba una armónica y la tocaba, y los monos lo miraban alucinados. El paisaje era impresionante, el río muy por debajo, y los montes muy por arriba.

Después de dos horas de marcha y de charla (desprovista de comunicación) y de un té, llegamos finalmente a la playita. Enmarcada entre montañas, arena blanca y finísima, con el agua muy calma en nuestra parte pero muy rápida en la orilla contraria. No dejaban de pasar lanchas haciendo rafting, parecía muy divertido. Así que había llegado el momento de purificarme en el más sagrado de los ríos: me bañé en las aguas heladas; apenas fue un minuto pero suficiente para limpiar mis pecados (espero). Luego tomé el sol durante un rato larguisimo mientras Ilia tocaba la armónica, y compartimos unos tomates, pepinos y pan que llevaba en su mochila.

Al rato, un chico occidental con aire beatífico llegó a la playa y se dio un baño. Pero el muy infeliz no había estudiado bien el terreno y empezó a irse demasiado lejos... Ilia y yo empezamos a gritarle y hacerle señas pero demasiado tarde: cruzó cierto punto a partir del cual la corriente lo agarró y lo llevó directo a la zona de los rápidos. Fueron cinco segundos y lo pasamos mal, la verdad. Por suerte el chico consiguió subirse a una roca y nos hizo señas de que todo iba bien. Yo me medio adormecí, Ilia miraba en dirección al chaval. Cuando volví en mi, Ilia había desaparecido. No le di importancia. Al rato vi movimiento detrás de una gran roca; me levanté y allí estaba Ilia, con un montón de indios, al mando de una operación de rescate del náufrago, que no podía llegar hasta la orilla porque la corriente era muy fuerte; un indio se amarró a una cuerda y consiguió llegar nadando hasta la roca, y luego, agarrado a la cuerda y con los indios tirando, el chaval consiguió llegar a la orilla para alivio de todos (he de hacer notar que el indio rescatador pasó a un segundo plano y el pobre volvió a nado, sin cuerda ni nada). Ilia estrecho solemnemente la mano del joven y volvió a mi lado. Al poco empezamos el camino de vuelta.

Merendocenamos en su habitación de hotel, más pepino y tomate y pan; después de la tercera ensalada del día, me encontraba muy cansado; me despedí de Ilia, que tenía carrete para rato, y volví al hostal. He cortado la circulación general del agua y el goteo ha cesado: esta noche podré dormir tranquilo.

martes, 18 de marzo de 2014

Jaipur

LA CIUDAD ROSA

Llegué a Jaipur después de un viaje en tren mucho menos divertido que el anterior. El vagón iba casi vacío, y excepto un tío vendiendo ensaladas a las 8 de la mañana, no volvió a pasar nadie vendiendo nada. Yo, que creía que aquello sería un cachondeo como el viaje anterior, tuve que subsistir todo el viaje con una taza de té, unas galletas de chocolate y un trozo de turrón.

Creo que la llegada a la estación de Jaipur ha sido el momento de mi vida donde he visto más gente junta; además la gente no entiende el concepto de "equipaje ligero" y todo el mundo acarrea unos maletones inmensos. Los alrededores de la estación estaban igualmente atiborrados, el tráfico me pareció una locura (aunque he de decir que esta ciudad tiene el tráfico más fluido que he visto hasta ahora... lo cual tampoco es mucho); cogí un rickshaw que me cobró por diez minutos lo mismo que Indian Railways por diez horas, y llegué a mi hostal en la apacible Janpath Road.

No es un lugar céntrico, sino un barrio residencial con las calles relativamente anchas y tranquilas. Mi hostal es un edificio de tres plantas, propiedad del Sr Tiagy, quien vive en la planta baja y recibe a los inquilinos en su salón. Desde que llegué, el ambiente y el Sr Tiagy me parecieron de cuento. Me recibió él mismo y nos sentamos en sendos sofás en su salón/recepción. Es un señor mayor, barriga prominente, gafas, y cuando habla va poco a poco cerrando los ojos. Allí en su salón, rodeados de fotos de momentos históricos para la India, esculturas griegas y miniaturas de cañones, firmé los papeles para mi estancia, y luego el Sr Tiagy me preguntó si había escuchado hablar de Trafalgar. Aluciné bastante y me di cuenta de que mi estancia en Jaipur iba a ser muy interesante.

Yo tengo un contacto couchsurfer en Jaipur, Gaurav, un chico que no podía alojarme pero que se ofreció a enseñarme la ciudad; el chaval está aprendiendo español y quiere practicar. Al día siguiente de mi llegada quedamos y visitamos la ciudad juntos. Es una ciudad bonita y, gran novedad, ordenada. El casco antiguo es una cuadrícula, se acabaron las calles sinuosas y los laberintos: en Jaipur lo que predominan son los ángulos rectos, las calles anchas, y el color anaranjado en todos los edificios del casco antiguo (dicen que es la Ciudad Rosa pero francamente para mi eso no es rosa). Este orden arquitectónico no impide el caos a pie de calle: vacas, cabras y cerdos descansan tumbados sobre montañas enormes de basura; autobuses de todos los colores invaden la carretera y los cobradores gritan el recorrido desde la puerta; y los niños, que están de vacaciones estos dias, juegan a las canicas o al cricket en mitad de la calle.

La arquitectura es muy chula, casi señorial, el bazar se abre a la calle bajo soportales, para soportar mejor, nunca mejor dicho, el calor infernal. Yo había leído que podían verse encantadores de serpientes pero me llevé una gran decepción cuando Gaurav me dijo que la poli los había echado. Me llevó a un fuerte imponente sobre un monte, a un templo donde cientos de hindúes cantaban y bailaban y tiraban al aire pétalos de flores, y a ver el Hawa Mahal, el "Palacio de Viento" un edificio largo, alto y muy fino, lleno de ventanas, donde las damas de la corte se asomaban a la calle sin que desde fuera pudiera vérselas. Otro día fui a ver, por mi cuenta, el Jantar Mantar, que es el observatorio astronómico construido por el rajá que fundó la ciudad. Y no es un observatorio que se adecúe al concepto que yo tenía de observatorio... es un gran jardín, en medio del cual se levantan estructuras inmensas de piedra y mármol. Algunas circulares, otras piramidales, otras indescriptibles pero todas perfectamente geométricas y alineadas con el ecuador de la tierra, con el sol y las estrellas, para calcular su posición y movimientos... absolutamente fascinante.

La parte nueva de Jaipur son calles anchas y ordenadas, y por encima de las más grandes de las avenidas, se levanta, sobre monstruosos pilares de hormigón, una construcción faraónica: una autovía elevada y también un metro aéreo. Estas vías se levantan a mucha altura sobre el suelo, a veces se cruzan unas con otras en un caos de pilares y plataformas; están a medio terminar y parece que lo estarán durante muchos años, y da una sensación como de ciudad futurística en ruinas.

Sin embargo, sinceramente, en mis días en Jaipur lo mejor era siempre volver al hostal y encontrarme allí con el honorable Sr Tyagi y la procesión interminable de personas que pasaban a conversar con él en su salón. Por las tardes nos encontrábamos, allí o en el columpio del patio, y hemos tenido conversaciones realmente interesantes sobre la India y todo lo que le rodea. El señor sabe mucha historia y geografía, y lo mejor de todo es que no se dedicaba sólo a hablar: con genuina curiosidad me preguntaba muchísimas cosas sobre España y Europa, sobre nuestras gentes, geografía e historia, y cuando le dije que yo había crecido a catorce kilómetros de África, se fue entusiasmado a su cuarto y volvió con un atlas para que le enseñase exactamente dónde era eso.

Como digo, otros huéspedes y amigos venían a saludar y charlar con él. Entre ellos Rita, una mujer brasileña (cuya apariencia física, manera de hablar, movimiento de dedos huesudos, me ha recordado mucho a cierta profesora de historia...), que dejó su país y abandonó el Islam hace dos meses para venir a conocer al novio indio que se había echado por Internet, lo cual le ha valido el despecho de su familia; y ahora Rita se pasaba llorando la mitad del día porque la familia del novio no la acepta y él no está dispuesto a sacrificar nada a cambio por ella. Otra de esas personas inolvidables es el cocinero-asistente del Sr Tyagi, un chico de Uttarakhand, que es un estado fronterizo con Nepal y China, y cuyos rasgos son una curiosa mezcla entre indios y chinos; es muy bajito y sonriente, cocina con celeridad, habla un inglés macarrónico que consiste básicamente en responder lo mismo que se le dice; el primer día me acompañó por instrucción del Sr Tyagi a una farmacia (tengo la garganta como una chimenea, llena de hollín), y reacciona a todo con una expresión de satisfacción, de alegría con cualquier cosa que le tenga que pasar, que es realmente entrañable.

LA CIUDAD MULTICOLOR

Si os soy sinceros, llevaba una semana acojorriladillo ante la perspectiva de Holi. Holi es el festival hindú de los colores; en Internet hay muchas fotos bonitas pero también tiene bastante mala fama entre ciertos foros de turistas: que si los indios beben mucho, que si se ensañan con los extranjeros, que si mejor quedarse en el hotel, etcétera. Básicamente, consiste en arrojarse polvos de colores como símbolo del triunfo del Bien sobre el Mal conseguido por el Señor Krishna. La noche del 16 la gente sale a las calles y enciende hogueras en las que queman dioses de papel y madera. A la mañana siguiente es el momento de los colores. Yo quedé con Gaurav a las 9 en una parada de autobús. Pasé casi toda la noche en vela imaginando hordas de jóvenes indios descontrolados persiguiéndome para tirarme cubos de pintura, y me levanté temprano y casi enfermo. El camino desde el hotel hasta la parada fue el trayecto más largo de mi vida. Había poca gente por las calles pero cada uno podía ser un potencial enemigo. Sin embargo, no pasó nada. Y eso que el festival había comenzado:mucha de la gente que se veía, caminando o en moto, en silencio o tocando una especie de corneta, iba ya entera cubierta de polvos de colores. Pero nadie parecía querer ensañarse conmigo. Cerca de la parada encontré un puesto ambulante que vendía colores; se extraen de las flores y huelen como polvos de talco. Le compré un saquito de naranja y otro de verde. Luego se acercaron al puesto dos chavales con las caras de colores y yo me dije "ya está, aquí es cuando se ensañan", pero ni por esas, me dijeron "happy Holi" y ya está. Así que me dispuse a irme pero entonces me volví fastidiado y les pedí por favor si podían ponerme un poco de colores por la cara, lo cual hicieron encantados.

A fin de cuentas, fue completamente diferente a lo que había imaginado. Fue una fiesta amable y muy divertida. Gaurav me llevó en moto a un lugar donde los turistas e indios podían celebrarlo juntos, era el jardín de la oficina de turismo. En principio, la idea de celebrarlo entre turistas me parecía un poco rara, pero más tarde le encontré cierta lógica. Los indios celebran Holi con sus familiares y amigos, hay relativamente poca interacción entre desconocidos... los turistas pueden así en cierto modo tener un gran grupo de "amigos" con los que celebrarlo. Y fue muy divertido. Había musicote rajastaní, que no son sólo sitares cacofónicos sino también electro y rock; la gente (turistas e indios) se saludaba con "happy Holi!" y se ponía color en la cara, el pelo y la ropa. Había quien tiraba el color al aire. Conocí a unos cuantos españoles. Después de un par de horas, mi amigo me dijo si quería ver cómo lo celebraban los indios; Le dije que sí y nos fuimos en moto al centro de la ciudad.

Las calles de la Ciudad Rosa estaban casi desiertas, para mi asombro. Las tiendas habían cerrado y las calles las habían tomado grupos de "hooligans" (palabras textuales de Gaurav), jóvenes indios que luchaban campalmente con polvos de colores, pistolas enormes de agua, pintura indeleble, globos de agua y cualquier otra forma de pringar al otro; todo al ritmo de tambores y cornetas de papel. Ahí es cuando me di cuenta de que un turista en solitario pintaba poco allí. Luego Gaurav se fue a pasar su Holi particular, con sus tíos y primos, y me invitó a pasarlo con él.

Fuimos pues a un barrio residencial, con fiesta y familias en las calles. Conocí a los tíos y primos, gente muy maja y campechana, todos cubiertos de una capa de mil colores, todos me saludaron echándome color sobre la cara, y a todos saludé de la misma manera. ... Luego me ofrecieron dulces típicos de Holi, riquísimos (Jaipur es conocida por sus dulces, y juro que podría quedarme a vivir aquí sólo por eso, aunque está claro que mi esperanza de vida se vería reducida drásticamente porque todo está hecho básicamente de dos ingredientes: colesterol y azúcar). Luego entramos a la casa de un vecino donde estaban celebrando el Holi con agua... en pleno salón... y sin apartar los muebles. Había un dedo de agua coloreada en el suelo, los sofás y mesas estaban empapados; sonaba un aparato de música y había allí ciento y la madre bailando, resbalándose, y cada cierto tiempo echándose cubos de agua a la cabeza. Fue muy divertido. Es curioso notar que, si bien al hablar tanto de colores, se puede crear la imagen de todo muy colorido, no es así: son pigmentos y por lo tanto, al mezclarse, todo se va oscureciendo y tendiendo al negro... así que al final del día, de vuelta al hotel, la gente que más había disfrutado de Holi tenía la piel y ropas no multicolores sino negras como el carbón. 

Fue un placentero paseo de vuelta a mi habitación. Por la tarde, la gente deja de tirarse colores y se reúnen y cenan entre amigos; de los patios salían risas y conversaciones y reguerillos de agua de la gente dándose manguerazos para quitarse el color. 

En conclusión fue todo, como siempre ocurre, diferente a como había imaginado. Nunca voy a dejar de sorprenderme, de equivocarme. Para el recuerdo tengo aún las manos un poco coloridas, así como los dedos de los pies; y alguien me dijo ayer que se me había olvidado lavarme la oreja izquierda y es verdad que la tengo roja como un tomate.

TRACA FINAL

Perdonad si me pongo serio. Desde que dejé Ahmedabad, el viaje está siendo un poco raro (si es que algo puede considerarse más raro o más normal dentro de toda esta locura). Por diversos motivos. Por ejemplo, y a pesar de todo esto que os acabo de contar, la gente que me estoy encontrando en Rajastán no tiene nada que ver con los sonrientes y despreocupados tamiles, ni con los hospitalarios y educados gujaratis. Conforme me acerco al "cinturón de población" de la India (la franja más densamente poblada, formada por Delhi y los estados al sur de Nepal), la gente se está volviendo mucho más seria... o quizás sería más apropiado decir mucho más triste. Al menos es como yo lo percibo, oye, que pa algo el blog es mío. Todo parece más descuidado, más sucio y pobre, y al mismo tiempo mucho más turístico. Creo que esta mezcla provoca un poco de xenofobia, creo que se mira al turista como una fuente de dinero, alguien a quien engañar. Te llaman desde las tiendas, intentan venderte cualquier cosa a precios desorbitados, los mendigos se te acercan a ti y sólo a ti; a veces te habla gente con segundas y oscuras intenciones claramente escritas en su rostro. Sólo llevo en esta etapa de mi viaje poco más de una semana pero creo que no estoy muy equivocado. No es que no considere que esta zona no merezca la pena ni tenga miles de lugares interesantes que visitar ni, como se ha demostrado, muchísima gente buenísima que conocer, sabores que probar, olores ante los que horrorizarse...; pero quizás sea más adecuado hacerlo en compañía. Hasta ahora, no os voy a engañar, creo que una de las mejores cosas de mi viaje ha sido el hecho de viajar solo. Me ha permitido vivir muchas cosas desde una perspectiva que difícilmente podría haber hecho de viajar en compañía. No creo que ese sea el caso en ciudades como Jodhpur, Jaipur, y todo lo que se acerca al cinturón de la India. Y no es que en ningún momento me haya sentido amenazado ni en peligro; pero un pequeño equilibrio cultural en la balanza, algo de valores europeos, harían ciertos aspectos más llevaderos.

Otro de los motivos de que el viaje haya cambiado de características es que, si bien antes tenía un motivo sólido para llegar a algún lugar (visitar a mi contacto en Ahmedabad), ahora de repente estoy viajando sin un motivo de peso... explorar ciudades y culturas, sí; y ver paisajes alucinantes... pero es raro, cambiar el chip de repente, viajar con el sólo motivo de viajar (que antes también era así, ojo, pero me las apañé para buscar una buena razón); aún así no os preocupéis que no me importa demasiado... jejeje. 

Todo esto para anunciaros que he decidido cambiar mi ruta por el cinturón de población (ruta que, de todas formas, tampoco tenía muy preparada) y subir hasta el Himalaya si los dioses quieren (subir en el sentido sur-norte, no respecto al nivel del mar; que también subiré sobre el nivel del mar pero no más allá de donde me lleve un tren o autobús). Meditaré un poco, quizás me convierta en monje temporal, y me prepararé psicológicamente para mi viaje atravesando toda la India de nuevo hasta Chennai, mi casilla de inicio y también mi casilla final. También habré de prepararme para mi vuelta a España, preparame para despedirme de tanta gente en todas partes, de los bocinazos perpetuos, de las vacas las amas de la calle, de tantas cosas inesperadas a la vuelta de la esquina, del bamboleo de cabeza...

Pero no nos pongamos tristones. Consideremos esta perorata como la melancolía que precede a la traca final en la feria, porque sabemos que después ya no habrá más fuegos artificiales (y esto no es como la feria, que se repite cada año)... ahora mismo estoy en un autobús que me lleva desde Jaipur hasta Haridwar, la Puerta de los Dioses en el Himalaya; y el vaivén y los baches de la carretera sí que parece que suenan a traca...

martes, 11 de marzo de 2014

La Ciudad Azul en la Tierra de la Muerte

Con tristeza me despedí de Ahmedabad. Porque a lo tonto a lo tonto he pasado cuatro semanas allí, y realmente me ha encantado. Y aunque fácilmente podría quedarme cuatro meses más, sé que me arrepentiré si no sigo viajando y explorando este país increible. Así que el lunes a las 8 de la mañana salí en tren hacia Jodhpur, la Ciudad Azul, en el estado de Rajastán.

El viaje en tren duró diez horas, costó dos euros y medio, y daría él solito para un post entero. Y eso que por motivos que no vienen al caso no estaba yo del mejor de los humores y no tenía muchas ganas de socializar (y os digo: no creo que haya nada en el mundo más difícil que un forastero proponerse no socializar en la India, sobre todo si compartes vagón durante 10 horas con otras cincuenta o sesenta personas). La clase de mi billete era sleeper class, es decir, tenía asignada una litera y yo me las prometía muy felices en mi habitáculo en soledad. Pero claro, nada es como uno se imagina. El tren venía desde Pune, a medis India de distancia, el vagón estaba atestado de gente, niños pequeños berreando, maletas gigantescas y fardos de todo tipo; no había compartimentos como tal sino que todo se abría al pasillo. Sólo podía acostarse uno en las literas superiores porque las de abajo estaban plegadas. Por suerte mi billete era para una litera superior así que, casi sin saludar, escalé a mi colchoneta, me puse la mochila como almohada y me dormí un par de horas.

Después de remolonear bastante y cuando consideré que mi actitud ya era más ruda que otra cosa, me bajé al asiento y ofrecí la litera a uno de mis acompañantes, un señor mayor que trepó rápidamente como un mono (me arrepentí en el acto de haberle ofrecido mi cama porque así desaparecía mi bastión de tranquilidad, pero bueno). El resto de mis acompañantes eran jóvenes cuyo inglés por suerte era muy limitado así que las conversaciones eran lacónicas. Lo más interesante era el trasiego de gente por el pasillo. No sólo madres llevando a los niños al retrete o gente cargando mochilas buscando asientos cuando parabamos en alguna estación. Sobre todo, lo más increíble es el comercio constante, el intercambio de bienes y servicios por dinero. Nunca he visto tanta transacción como en la India. Por el pasillo no dejaban de pasar, anunciando su mercancía en voz alta, vendedores de té, chass (así llaman al buttermilk), agua, zumos, agua de coco; y no es que pase un tío vendiéndolo todo sino que cada tío vende solamente una cosa. Luego otro pasa con una cesta llena de verduras y en treinta segundos y por veinte rupias te prepara una ensalada. Luego tarrinas con arroz, chocolatinas, uvas, chucherías. Y té, una y otra vez. Los desperdicios que todo esto genera ni que decir tiene que desaparecen por la ventana (yo cuando me fui dejé sobre mi asiento una triste bolsita llena de mi basura, que temo que habrá acabado junto a las vías).

Luego alguien pasa vendiendo juguetes; a unos padres de cerca no se les ocurrió otra cosa que comprarle a su hija un silbato. Estos eran dos hermanos, y no dejaban de comer, de trepar por la montaña de equipajes, de jugar con los otros niños que correteaban por el vagón, y el más pequeño lloraba y gritaba y mamaba a menudo. Luego justo antes de irse los padres les acicalaron bien y les pintaron los párpados de negro (todos los niños tienen los ojos así, muy sombreados).

El caso es que, excepto un revisor, por allí pasó todo tipo de gente. Un tío que arreglaba in situ las cremalleras y las correas rotas de las maletas. Otro que limpiaba zapatos. Unos monjes con turbante que tocaban una flautilla y un tambor y te obligaban a darles unas rupias a cambio. Unas mujeres siniestras que leían el futuro. Uno vendiendo llaveros y tabaco. Luego pasó un niño arrodillado que barría el vagón y pedía unas monedas a cambio; y lo malo de este país es que hasta esto acaba pareciendo algo normal, algo que pasa porque tiene que pasar.

El paisaje agrícola de Gujarat dio paso, después de una pequeña cordillera, al paisaje casi desértico de Rajastán. El horizonte, plano hasta el infinito, se extendía polvoriento, caluroso y con árboles cada vez más separados entre sí; no en vano Jodhpur se encuentra en la llamada Tierra de la Muerte, a las puertas del Desierto de Thar (parecen cosas de Juego de Tronos pero es verdad, lo juro). Al parar en las estaciones por la ventana nos asaltaban vendedores de té y helado; aunque algunas estaciones estaban peladas y otras directamente abandonas (lo ponía con grandes letras en los muros, "ABANDONED"). A veces esperábamos en mitad de ninguna parte a que nos cruzara algún otro tren, todos larguísimos. En una de estas había un grupillo de niños pobres junto a las vías, que se dedicaban a acumular botellas de plástico; al verme subieron al vagón y se pusieron a pedirme insistentemente dinero; no lo hice pero las entrañas se me revolvían. Conforme llegamos a Jodhpur, el vagón iba ya casi vacío y yo había podido echarme otro sueñecito, y por una suma astronómica (para él) el zapatero me arregló los zapatos y les echó betún. Luego en un pueblo unos críos se entretenían echando cubos de agua para adentro, los muy gamberros. Luego por fin llegamos.

Mi contacto, Manish, me esperaba en el parking de la estación, para decepción de los taxistas y rickshaw walas que me miraban con avidez. Manish me llevó en coche a su cortijito, en el que yo me quedaría. Él vive con sus padres. En aquellos quince primeros minutos quedaron claras dos cosas: Manish iba a desvivirse por ser un buen anfitrión (me preguntó mil veces qué necesitaba, qué quería); y que es un tío pudiente. No tiene moto sino dos coches, regenta una fábrica de textiles, y se construyó él mismo en las afueras un cortijo con piscina, desde donde ahora escribo.

Me enseñó la casa, grande y a medio equipar, las paredes con plumas de pavo real colgadas para ahuyentar a las lagartijas, la nevera con algunas provisiones y el jardín polvoriento y pelado; no pude resistir darme un baño en la piscina, y luego, sintiéndome refrescado, me llevó en coche hasta el centro de la ciudad, donde llegamos ya anocheciendo.

Me di un paseo por el casco antiguo, atiborrado de tiendas y gente, e inmediatamente me di cuenta de algo: esta ciudad, aunque mucho más pequeña que Ahmedabad, es mucho más turística, y se nota en que se ven muchos extranjeros (saboríos eso sí: no sonríen de vuelta), y los vendedores callejeros son mucho más pesados con su hello how are you, whats your good country, whats your good name, come to my shop, etc. Los niños te saludan y persiguen y la gente quiere echarse fotos contigo; y aunque desde luego no es con mala intención, cansa un poco, joler.

Me gustó el centro de la ciudad, atestado de gente, perros, vacas, con su alcantarillado a cielo abierto, sus grifos y piletas en cada esquina, los arcos de piedra enmarcando las callejuelas, y todo esto en torno a un cerro en el cual se levanta, majestuoso y enorme, una fortaleza de piedra. Tuve la sensación de estar dentro de una película. Pero estaba muy cansado, así que cené rápido en un bar y luego llamé a Manish que me llevó velozmente en coche hasta mi nuevo hogar en el campo.

Desperté recuperado y lleno de energía; me tomé tres tés y descubrí con alegría cómo enchufar el móvil al equipo de música del salón así que me puse la Penguin a todo volumen en un momento de lo más surrealista. El agua de la piscina estaba helada así que aplacé la idea de bañarme. Esperé al chófer de Manish a que viniera a recogerme (tal como suena), y una vez que llegó me llevó al centro de la ciudad, a visitar la fortaleza de Mehrangarh. El tío no hablaba ni papa de inglés ni yo de rajastaní así que nuestra comunicación era poco fluida; pero compartimos un momento de hilaridad cuando vimos a un señor cruzar un trozo de carretera recién asfaltada y cuya sandalia se quedó pegada en el suelo. Cuando quiso despegarse se le quedó pegada la otra sandalia, y al final el pobre hombre acabó cayéndose.

El chófer me dejó a las puertas de la fortaleza, que prometía unas vistas espectaculares sobre la ciudad. Era mediodía y hacía un calorín de aúpa. Pagué quinientas rupiacas (primera vez que pago por entrar en un monumento, y os digo que ha merecido la pena), y entré en la fortaleza.

De repente, fue como entrar en una película (yaaa, ya sé que he dicho esto antes, pero lo repito). El fuerte está hecho de piedra roja y está rodeado de muros anchisimos tras los cuales se abren patios y arcadas; y por encima, los aposentos de los reyes de aquellos tiempos, con cúpulas y balcones y ventanas, todo increíblemente tallado en piedra roja. Parecía como la película de Aladín. Había muchos turistas y muchas salas que visitar; algunas eran puramente exposiciones de objetos (espadas, utensilios de cocina, palanquines, sillas para elefantes; y a cada vez mi cerebro tenía que borrar todo lo que alguna vez he creído saber sobre el diseño básico de, por ejemplo, un cucharón); otras salas eran donde los rajás se lo pasaban bien y hacían sus consejos y bacanales: salas con vidrieras, columnas de mármol, y cientos de espejos en las paredes y techo para no perderse, ah pillines, ni un ángulo de las bailarinas. Uno podía seguir subiendo y subiendo y asomándose a los balcones cual sultán de antaño; desde arriba las vistas sobre Jodhpur eran increíbles. El casco antiguo, rodeando el cerro, enorme, denso y laberíntico, del cual ascendía un rumor lejano de claxones; y un color predominante en los muros y techos de las casas, el azul, que a pesar de haberlo leído antes, nunca pensé que podría ser tan bonito. Y a lo lejos, las tierras desérticas y mortíferas bajo el sol, el polvo y la polución.

Tardé dos horas en recorrer el fuerte; podría haber pasado el día entero pero no quería hacer esperar a mi chófer, que me esperaba para llevarme a casa, a una comida y una sobremesa muy agradables con Manish y su novia secreta (son de castas diferentes... la historia se repite... ¡pero me quedo sin espacio ni tiempo para más!).

lunes, 10 de marzo de 2014

Pequeña muestra gastronómica

COMIDAS
La oferta gastronómica con que me he topado es increíblemente variada, inabarcable; si quisiera, podría pasar aquí tres meses enteros sin repetir un mismo plato dos veces. Lo de que todo es picante o fuerte es un mito que, si bien yo mismo puedo haber ayudado a construir, no es cierto: la variedad de sabores es impresionante. Lo que a continuación expongo  es una muestra ridícula y poco representativa, pero para empezar, no recuerdo los nombres de la mayoría de los platos que he tomado así que quedan excluidos de la lista. También he de decir que un mismo plato te lo pueden servir de formas muy diferentes dependiendo del puesto o restaurante; lo cual quiere decir que si venís a la India, probablemente nuestras experiencias gastronómicas sean completamente diferentes.

PANI PURI - El aperitivo favorito en Gujarat. Son unas bolas de hojaldre huecas por dentro; vas al tío, le pides pani puri y coge una bola, le hace un agujero, le mete dentro un puré de patata y luego lo riega con salsa, te lo da y tienes que comertelo en el momento; así siete veces (hay puestos que son salsas diferentes, y puestos que son la misma salsa; la última bola siempre va sin salsa). El truco es que hay que comérselo muy rápido porque el tío no espera a que termines una bola para servirte la siguiente así que es un follón pero muy divertido. El inconveniente es que puede provocar gastroenteritis agudas.

RABERÍ - (Rabdi). Una especie de leche condensada pero más líquida, dulcísima, con tropezones sólidos que no sé lo que son pero que está buenísimo (dato interesante, el rabdi sólo tiene dos ingredientes: leche y azúcar, así que los tropezones deben de ser algún tipo de resultado de hervir la leche hasta la saciedad). Te lo sirven en un cuenquito. Plato favorito de mi amiga. El mejor raberí de Ahmedabad lo sirven en la Relief Road.

KII - Es una pasta dulce, demasiado dulce, para que yo diga esto Imaginaos como debe ser. La hacen hirviendo leche con azúcar durante horas y horas; al final lo que queda parece como miel. Adictivo pero sólo lo he probado una vez, necesito más.

ROTI - El roti es el pan. Como casi todo lo que comen aquí son salsas, siempre hay una bandeja con una montaña enorme de rotis (redondos y planos, hechos a la plancha, no al horno) que sirven para coger la salsa. Metafóricamente (que yo sé que os gustan las metáforas), un roti es como un tenedor que se come. También hay rotis rellenos de coliflor, de queso o de mantequilla, o dulces, que son un plato en sí mismo.

PAROTA - No me gusta demasiado, es como una torta de anís pero salada, siempre hay parota como aperitivo y no sé por qué la gente asume que me encanta.

BUTTER MILK - Es lo que beben durante las comidas. Yo había leído hace tiempo que el agua, en lugar de aliviar el picor de las comidas, lo potencia. El buttermilk (lechemantequilla) es la solución: yogur líquido (sin azúcar, es decir, amargo). Más que liquido, es acuoso. La primera vez que lo probé me dio arcadas pero ahora ya se ha incorporado a mi dieta cotidiana e incluso ha desbancado al zumo de mango de mi lista de sustancias más consumidas.

TÉ O LIMONADA MASALA - A la gente le flipa pero a mí me da repelús. Es té o limonada pero con sal y pimienta en vez de azúcar, y más especias que no puedo nombrar. La primera vez que lo probé fue bajo la atenta mirada de mi amiga así que me lo terminé entero y sonriente para no quedar muy mal; luego tuve que pedirme un mojito (sin alcohol) para equilibrar.

KULFI - Es un tipo específico de helado, el más típico de aquí, que tiene un sabor característico como a canela y que tengo la impresión (llamadme raro pero lo juro) de que no se derrite. O a lo mejor es que está tan rico que no le doy demasiado tiempo a que se derrita. Tiene textura como fibrosa. Te sirven una rodaja en un plato, y también te puedes pedir el kulfi César que es con azafrán.

TALI - Tali es el menú de toda la vida. Te lo sirven todo junto en una bandeja metálica (en Tamil Nadu era en una hoja gigante de platanera), y hay un poco de todo: rotis y arroz como base, y luego un montón de salsas en cuenquecitos metálicos que te las reponen cuantas veces quieras. Lo de la foto es un tali.

IDLI - Es una especie de pequeño disco hecho de arroz machacado y yogur. Es de lo más suave que se puede encontrar, perfecto para el desayuno; claro que cuando se mezcla con alguna salsa, el infierno puede desencadenarse en tu boca. A mi me gusta comermelos solos, para sorpresa del personal, para darle un poco de tregua a mis papilas gustativas.

CURRY - El curry no es sólo lo que entendemos nosotros como curry. Aparte de la especia típica, curry es el nombre genérico de cualquier salsa que se le eche a la comida. Así pues, por ejemplo anoche tomé roti con curry de espinacas, que no sabía a curry sino a espinacas. Uy qué lío.

ENSALADA - Después de tanto picante, una ensalada fresca suena como una bendición. Lleva zanahoria, tomate, cebolla, y a veces lechuga y rábano. El cocinero dispone las verduras de manera curiosa sobre el plato, formando figuras geométricas, por lo que es agradable a la vista. Por encima le echan pimiento, limón, y a veces alguna legumbre híbrida entre lenteja y garbanzo. Tristemente, por lo general el cocinero decide arruinar su obra espolvoreandola con una mezcla de pimentón, sal, pimienta y chile, cuyo efecto sobre el organismo parece similar a encender una antorcha en el esófago. Si se es suficientemente rápido se le puede pedir al cocinero y/o/u/e vendedor callejero que no le eche especias; pero hay que ser rápidos.

CARNE - He comido muy poca carne desde que estoy en la India (dos veces!). Una de ellas fue un arroz con cordero bastante bueno. Pero guardo una impresión imborrable del mercado de la carne en Ahmedabad y quiero contároslo. Ahí, en medio del gran laberinto de callejuelas que es el bazar, de repente una miríada de puestos con montañas de carne al aire libre, cubiertos con rejillas para las moscas. Por doquier hornos y ollas donde freír, asar y hervir la carne; hombres y mujeres despellejando y despiezando pollos, corderos y yoquésé qué más; mi olfato no lo olvidará nunca. Jaulas enormes llenas de gallinas vivas pero con los días contados. Y sobrevolando todo esto, una bandada de buitres grandísimos, que de vez en cuando se lanzaban en picado a ver si pillaban algún trozo de carne; y a los cuervos y los perros se les puede espantar o dar una patada, pero con los buitres no se metía nadie.

LASSI - Para terminar, el yogur líquido que no tiene nada que ver con el lassi que te sirven en las teterías en Málaga (sin ofender a las teterías, que preparan lassis muy ricos pero diferentes). Es sólo yogur líquido con un poco de sabor, fresa o piña o lo que quieras; pero que su simpleza no nos engañe. Yo he nacido dos veces, una en agosto del 88, y otra en febrero del 14 cuando probé por vez primera el lassi indio.

jueves, 6 de marzo de 2014

515 - B

(Dedico este post a otro Ri: mi abuelo. Que me enseñó, precisamente en un hospital, que cuando más digna puede llegar a ser una persona es cuando la salud y las fuerzas han decidido que ya es hora de abandonarla).

Voy a contaros el final: tuve una gastroenteritis aguda.

El caso es que mi problema intestinal iba en aumento: aquello no había quien lo parara, y la familia no ayudaba con su dieta picantosa y su hábito de no molestar al durmiente, así que me fui a mi hotel en la Relief Road. La cosa siguió sin mejorar y aquella noche a las 3 llamé a mi seguro sanitario, cuya actuación ha sido sorprendentemente eficiente; a las 7 me llamaron desde un número indio y me dijeron que mi hospital asignado era el hospital Shalby en el barrio de Premnagar; a las 11 me dijeron que tirara para allá, que ya había una plaza a mi nombre.

Así que me ingresaron dos noches en el hospital. Las primeras horas las recuerdo borrosas. Del viaje en rickshaw sólo recuerdo que adelantamos a un camello y que yo le hacía gestos al conductor para que no diese volantazos. Al llegar me tumbaron en una cama, me hicieron muchas preguntas y me enchufaron un suero y una serie de medicinas que empezaron a aliviarme desde el primer instante. Luego por fin me visitó mi médico, la Dra Falguni, una señora pequeñita y seria, de este tipo de personas que se ve que saben de lo que hablan.

La burocracia para mi admisión era ingente; por suerte mi amiga, que es un sol, vino al hospital a rellenar todos los papeles necesarios y pagar el cuantioso depósito... el concepto de familia está tan arraigado aquí que no conciben que alguien llegue solo al hospital. Una vez admitido, me llevaron a mi plaza asignada: habitación 515, cama B.

Me habían dado a elegir entre habitación individual o compartida. Elegí compartida, y vaya si fue una buena elección. La vidilla que me han dado mis compañeros de habitación (y sobre todo sus visitantes) no ha tenido precio. La habitación era pequeñita y muy luminosa (una de las paredes era un ventanal entero; el hospital está cerca del Instituto Indio de Investigación Espacial y a lo lejos se veía un radiotelescopio gigante, lo cual era en cierto modo reconfortante); había tres camas y la mía era la del medio. A la derecha había un señor que había tenido un infarto cerebral y no podía casi moverse. A mi izquierda otro señor al que le habían puesto hace unos días un bypass en el corazón.

El trasiego de gente en la habitación era sorprendente. Enfermeros y enfermeras entraban cada media hora a medirnos la tensión y el pulso, cambiarnos los sueros, ponernos tantas medicinas por vena que perdí la cuenta. Vino uno a llevarme adonde se hacían las ecografías para hacerme una, uy qué fresquito el gel ese en la barriga. Dos o tres veces al día venían los médicos, acompañados de un séquito de secretarios cuyo propósito no lo tengo claro. Cada dos por tres venían unos chicos con mascarilla a pasar la mopa (los enfermeros tiran las cosas que.sobran, los restos de suero, etc, al suelo). Para quitar el polvo de las superficies, su método era poner a tope los ventiladores del techo, lo cual nos obligaba a los enfermos a cubrirnos con las mantas (bueno, más bien los visitantes nos cubrían con las mantas; es una sensación rara pero bonita ser arropado por un completo extraño). Luego venían unos chavalines a "pasarnos la esponja". Entre cama y cama había unas cortinas. La primera tarde corrieron las cortinas en torno a mi, y pensé que era para dar privacidad a los dos hombres mientras les pasaban la esponja; pero entonces los chicos entraron en MI cubículo, con guantes, toallas y un cubo de agua, yo de un salto salí de la cama y les dije que iba al cuarto de baño a pasarme la esponja yo solito.

Después venía una dietóloga a ver lo que me vendría bien para comer, y al poco llegaba la comida. Qué comida. Ni en un restaurante, vaya. Suave, buena y variada (para almorzar me servían seis platos diferentes!). Aparte de la comida, había un goteo constante de catering: que si té, que si colacao, café, galletas, algo así como palomitas, zumo de limón, agua de coco, etcétera. (Hago un inciso para hacer notar que la broma le ha costado a mi seguro casi 100 euros al día, pero que no es mi culpa que me mandaran a uno de los hospitales mejor reputados de Ahmedabad). Luego volvía a venir la dietóloga a preguntarme si la comida había estado bien; y la jefa de enfermeros a ver si tenía alguna queja sobre su equipo. Venía también uno con pijamas de repuesto para que nos cambiaramos, y una fisioterapeuta a controlar que los hombres hicieran ejercicios. Cada uno de ellos tenía asignados unos ejercicios de recuperación; al de la parálisis le habían dado una pelota amarilla y tenía que intentar lanzarla lo más lejos posible, lo cual no era mucho. Al del bypass, para ejercitar los pulmones, le dieron un tubo con una bolita dentro: tenía que soplar por el tubo y conseguir que la bolita subiera. Al final, todo quisqui incluido yo probamos el chisme de la bolita.

Pero sobre todo, los visitantes. Qué cantidad de gente, por dios. Desde el primer momento quedó claro que, si bien yo no tenía allí ningún pariente, todos los visitantes de ambos pacientes serían mis visitantes también (y también entre ellos, es decir, si alguien visitaba al del bypass también se sentaba un rato junto al otro, charlaba, le ayudaba a lo que fuera). Así que basicamente, he estado tres días a cuerpo de rey porque la gente se toma muy en serio eso de cuidar de los enfermos. En un momento llegué a contar hasta dieciséis personas metidas en la habitación, mezclados los de una cama y otra, interesándose por el estado de los enfermos; todo el mundo mirándome al principio con timidez, pero luego cuando empiezan las preguntas ya no hay quien les pare; y cuando me hacía el dormido podía distinguir claramente en sus conversaciones que hablaban sobre el español que se puso malo después de comer pani puri junto al lago Vastrapur (en la India lo mejor es simplificar la propia historia para evitar muchas preguntas... ya os contaré lo que es el pani puri en un post que estoy preparando sobre la gastronomía india). En la foto, yo con algunos de los visitantes y los pies del del bypass, que no quería salir en la foto.

Claro está que en la habitación no hay asiento para tanta gente, así que los más ancianos se sentaban en parcas sillas de plástico y los demás en el suelo o en el borde de las camas, incluyendo la mía, claro. Lo mismo con los bolsos y los móviles y los vasos con agua y medicinas: donde sea que hubiera un hueco era un buen sitio; yo por accidente creo que me tomé la medicina de alguien, pero por suerte no me pasó nada. Para contribuir al ambiente festivo, la tele. Todo el rato puesta. El primer día vimos un partido de cricket, y pensé que era buena idea eso de la tele; pero luego la audiencia pareció decantarse por las telenovelas, y os digo: las telenovelas indias son MUY malas. Los personajes van todos emperifollados y parecen comunicárselo todo mediante miradas sobreactuadas que, por si la intención no quedaba clara, queda reforzada con zooms extremos, música orquestal, cámara lenta y efectos cutres. Todo lo que diga es poco. Una tarde, ambos hombres y sus parientes se fueron a que les hicieran pruebas y me quedé momentáneamente solo. Vi el cielo abierto: cogí el mando de la tele y cambié a un canal en el que ponían un documental en inglés sobre medusas gigantes. Música para mis oídos. Luego llegó la peña, y al principio nadie dijo nada. Fui yo el que tímidamente les señalé el mando (como si el canal se hubiera cambiado él solo). Inmediatamente me torturaron de nuevo con la novela y luego dejaron un canal con las barras de ajuste permanentes, como si aquello fuera más interesante que las medusas. Fue esa misma noche, durante la cena, que nos quedamos solos en la habitación el del bypass y yo. Y al señor que ni siquiera podía soplar una bola por un tubo no se le ocurrió mejor momento para darse un paseíllo, cosa que me puso muy nervioso y tuve que levantarme para ayudarle a llegar al pasillo sin caerse.

Dormir no era tan fácil porque, he ahí el talón de Aquiles del hospital, dejaban las luces encendidas. Pero bueno. También me desconcentraba que allí, tirados por el suelo, dormían muchos de los visitantes, y el festín de ronquidos era atronador. La segunda noche, el último suero del día me lo puso una enfermera muy muy negrita y guapita que creo que debería ser su primer día. Digo esto porque tuve que explicarle cómo abrir la llavecita en el tubo para dejar pasar el suero, y porque después de hacerme polvo la muñeca luchando para desenroscar una tapadera perteneciente al tubo, tuve que explicarle que se abría para el otro lado. Una vez que el suero empezó a gotear, se quedó mirando cómo caía gota a gota. Le dije que la avisaría cuando acabara y me dijo que no me preocupara. Y allí se quedó, viendo caer cada gota que entraba en mi sangre, y yo entre tanto cayendo plácidamente en el sueño; y entreabriendo de vez en cuando los ojillos a ver si la enfermera me estaba mirando pero no, ella sólo estaba atenta a la caída de las gotas.

Al señor de la parálisis le dieron el alta por la noche, y en su lugar vino por la mañana otro señor al que iban a operar de la rodilla, con su séquito de visitantes/preguntantes. Pero no nos dio mucho tiempo a congeniar porque a mi mismo me dieron el alta aquella tarde. Aunque debilucho y aún con la barriga rebelde, me encontraba ya mejor y con ganas de irme. La doctora Falguni se me despidió diciéndome que me parecía a Jesucristo, y la jefa de enfermeras que dios me bendijera. Me despedí con tristeza del señor del bypass y su esposa, y sentí gran alivio cuando por fin me sacaron la aguja de la muñeca. Me quité el pijama de hospital y me puse la misma ropa maloliente y sucia que llevaba tres días antes en el rickshaw; al poco vino mi amiga, firmamos unos cuantos papeles, y me llevó en moto a casa.