martes, 11 de marzo de 2014

La Ciudad Azul en la Tierra de la Muerte

Con tristeza me despedí de Ahmedabad. Porque a lo tonto a lo tonto he pasado cuatro semanas allí, y realmente me ha encantado. Y aunque fácilmente podría quedarme cuatro meses más, sé que me arrepentiré si no sigo viajando y explorando este país increible. Así que el lunes a las 8 de la mañana salí en tren hacia Jodhpur, la Ciudad Azul, en el estado de Rajastán.

El viaje en tren duró diez horas, costó dos euros y medio, y daría él solito para un post entero. Y eso que por motivos que no vienen al caso no estaba yo del mejor de los humores y no tenía muchas ganas de socializar (y os digo: no creo que haya nada en el mundo más difícil que un forastero proponerse no socializar en la India, sobre todo si compartes vagón durante 10 horas con otras cincuenta o sesenta personas). La clase de mi billete era sleeper class, es decir, tenía asignada una litera y yo me las prometía muy felices en mi habitáculo en soledad. Pero claro, nada es como uno se imagina. El tren venía desde Pune, a medis India de distancia, el vagón estaba atestado de gente, niños pequeños berreando, maletas gigantescas y fardos de todo tipo; no había compartimentos como tal sino que todo se abría al pasillo. Sólo podía acostarse uno en las literas superiores porque las de abajo estaban plegadas. Por suerte mi billete era para una litera superior así que, casi sin saludar, escalé a mi colchoneta, me puse la mochila como almohada y me dormí un par de horas.

Después de remolonear bastante y cuando consideré que mi actitud ya era más ruda que otra cosa, me bajé al asiento y ofrecí la litera a uno de mis acompañantes, un señor mayor que trepó rápidamente como un mono (me arrepentí en el acto de haberle ofrecido mi cama porque así desaparecía mi bastión de tranquilidad, pero bueno). El resto de mis acompañantes eran jóvenes cuyo inglés por suerte era muy limitado así que las conversaciones eran lacónicas. Lo más interesante era el trasiego de gente por el pasillo. No sólo madres llevando a los niños al retrete o gente cargando mochilas buscando asientos cuando parabamos en alguna estación. Sobre todo, lo más increíble es el comercio constante, el intercambio de bienes y servicios por dinero. Nunca he visto tanta transacción como en la India. Por el pasillo no dejaban de pasar, anunciando su mercancía en voz alta, vendedores de té, chass (así llaman al buttermilk), agua, zumos, agua de coco; y no es que pase un tío vendiéndolo todo sino que cada tío vende solamente una cosa. Luego otro pasa con una cesta llena de verduras y en treinta segundos y por veinte rupias te prepara una ensalada. Luego tarrinas con arroz, chocolatinas, uvas, chucherías. Y té, una y otra vez. Los desperdicios que todo esto genera ni que decir tiene que desaparecen por la ventana (yo cuando me fui dejé sobre mi asiento una triste bolsita llena de mi basura, que temo que habrá acabado junto a las vías).

Luego alguien pasa vendiendo juguetes; a unos padres de cerca no se les ocurrió otra cosa que comprarle a su hija un silbato. Estos eran dos hermanos, y no dejaban de comer, de trepar por la montaña de equipajes, de jugar con los otros niños que correteaban por el vagón, y el más pequeño lloraba y gritaba y mamaba a menudo. Luego justo antes de irse los padres les acicalaron bien y les pintaron los párpados de negro (todos los niños tienen los ojos así, muy sombreados).

El caso es que, excepto un revisor, por allí pasó todo tipo de gente. Un tío que arreglaba in situ las cremalleras y las correas rotas de las maletas. Otro que limpiaba zapatos. Unos monjes con turbante que tocaban una flautilla y un tambor y te obligaban a darles unas rupias a cambio. Unas mujeres siniestras que leían el futuro. Uno vendiendo llaveros y tabaco. Luego pasó un niño arrodillado que barría el vagón y pedía unas monedas a cambio; y lo malo de este país es que hasta esto acaba pareciendo algo normal, algo que pasa porque tiene que pasar.

El paisaje agrícola de Gujarat dio paso, después de una pequeña cordillera, al paisaje casi desértico de Rajastán. El horizonte, plano hasta el infinito, se extendía polvoriento, caluroso y con árboles cada vez más separados entre sí; no en vano Jodhpur se encuentra en la llamada Tierra de la Muerte, a las puertas del Desierto de Thar (parecen cosas de Juego de Tronos pero es verdad, lo juro). Al parar en las estaciones por la ventana nos asaltaban vendedores de té y helado; aunque algunas estaciones estaban peladas y otras directamente abandonas (lo ponía con grandes letras en los muros, "ABANDONED"). A veces esperábamos en mitad de ninguna parte a que nos cruzara algún otro tren, todos larguísimos. En una de estas había un grupillo de niños pobres junto a las vías, que se dedicaban a acumular botellas de plástico; al verme subieron al vagón y se pusieron a pedirme insistentemente dinero; no lo hice pero las entrañas se me revolvían. Conforme llegamos a Jodhpur, el vagón iba ya casi vacío y yo había podido echarme otro sueñecito, y por una suma astronómica (para él) el zapatero me arregló los zapatos y les echó betún. Luego en un pueblo unos críos se entretenían echando cubos de agua para adentro, los muy gamberros. Luego por fin llegamos.

Mi contacto, Manish, me esperaba en el parking de la estación, para decepción de los taxistas y rickshaw walas que me miraban con avidez. Manish me llevó en coche a su cortijito, en el que yo me quedaría. Él vive con sus padres. En aquellos quince primeros minutos quedaron claras dos cosas: Manish iba a desvivirse por ser un buen anfitrión (me preguntó mil veces qué necesitaba, qué quería); y que es un tío pudiente. No tiene moto sino dos coches, regenta una fábrica de textiles, y se construyó él mismo en las afueras un cortijo con piscina, desde donde ahora escribo.

Me enseñó la casa, grande y a medio equipar, las paredes con plumas de pavo real colgadas para ahuyentar a las lagartijas, la nevera con algunas provisiones y el jardín polvoriento y pelado; no pude resistir darme un baño en la piscina, y luego, sintiéndome refrescado, me llevó en coche hasta el centro de la ciudad, donde llegamos ya anocheciendo.

Me di un paseo por el casco antiguo, atiborrado de tiendas y gente, e inmediatamente me di cuenta de algo: esta ciudad, aunque mucho más pequeña que Ahmedabad, es mucho más turística, y se nota en que se ven muchos extranjeros (saboríos eso sí: no sonríen de vuelta), y los vendedores callejeros son mucho más pesados con su hello how are you, whats your good country, whats your good name, come to my shop, etc. Los niños te saludan y persiguen y la gente quiere echarse fotos contigo; y aunque desde luego no es con mala intención, cansa un poco, joler.

Me gustó el centro de la ciudad, atestado de gente, perros, vacas, con su alcantarillado a cielo abierto, sus grifos y piletas en cada esquina, los arcos de piedra enmarcando las callejuelas, y todo esto en torno a un cerro en el cual se levanta, majestuoso y enorme, una fortaleza de piedra. Tuve la sensación de estar dentro de una película. Pero estaba muy cansado, así que cené rápido en un bar y luego llamé a Manish que me llevó velozmente en coche hasta mi nuevo hogar en el campo.

Desperté recuperado y lleno de energía; me tomé tres tés y descubrí con alegría cómo enchufar el móvil al equipo de música del salón así que me puse la Penguin a todo volumen en un momento de lo más surrealista. El agua de la piscina estaba helada así que aplacé la idea de bañarme. Esperé al chófer de Manish a que viniera a recogerme (tal como suena), y una vez que llegó me llevó al centro de la ciudad, a visitar la fortaleza de Mehrangarh. El tío no hablaba ni papa de inglés ni yo de rajastaní así que nuestra comunicación era poco fluida; pero compartimos un momento de hilaridad cuando vimos a un señor cruzar un trozo de carretera recién asfaltada y cuya sandalia se quedó pegada en el suelo. Cuando quiso despegarse se le quedó pegada la otra sandalia, y al final el pobre hombre acabó cayéndose.

El chófer me dejó a las puertas de la fortaleza, que prometía unas vistas espectaculares sobre la ciudad. Era mediodía y hacía un calorín de aúpa. Pagué quinientas rupiacas (primera vez que pago por entrar en un monumento, y os digo que ha merecido la pena), y entré en la fortaleza.

De repente, fue como entrar en una película (yaaa, ya sé que he dicho esto antes, pero lo repito). El fuerte está hecho de piedra roja y está rodeado de muros anchisimos tras los cuales se abren patios y arcadas; y por encima, los aposentos de los reyes de aquellos tiempos, con cúpulas y balcones y ventanas, todo increíblemente tallado en piedra roja. Parecía como la película de Aladín. Había muchos turistas y muchas salas que visitar; algunas eran puramente exposiciones de objetos (espadas, utensilios de cocina, palanquines, sillas para elefantes; y a cada vez mi cerebro tenía que borrar todo lo que alguna vez he creído saber sobre el diseño básico de, por ejemplo, un cucharón); otras salas eran donde los rajás se lo pasaban bien y hacían sus consejos y bacanales: salas con vidrieras, columnas de mármol, y cientos de espejos en las paredes y techo para no perderse, ah pillines, ni un ángulo de las bailarinas. Uno podía seguir subiendo y subiendo y asomándose a los balcones cual sultán de antaño; desde arriba las vistas sobre Jodhpur eran increíbles. El casco antiguo, rodeando el cerro, enorme, denso y laberíntico, del cual ascendía un rumor lejano de claxones; y un color predominante en los muros y techos de las casas, el azul, que a pesar de haberlo leído antes, nunca pensé que podría ser tan bonito. Y a lo lejos, las tierras desérticas y mortíferas bajo el sol, el polvo y la polución.

Tardé dos horas en recorrer el fuerte; podría haber pasado el día entero pero no quería hacer esperar a mi chófer, que me esperaba para llevarme a casa, a una comida y una sobremesa muy agradables con Manish y su novia secreta (son de castas diferentes... la historia se repite... ¡pero me quedo sin espacio ni tiempo para más!).

7 comentarios:

  1. Creo que lo que más me gusta de este post es la descripción del caos del tren,con los niños,los ruidos, los zapateros, ensaladas, monjes y pitonisas...es de película realmente. Tampoco se queda atrás el hecho de que, en la casa donde estás, por muy desierto que sea el sitio, tengas piscina y chófer. ¡Qué pasada, no?

    ResponderEliminar
  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  3. Oye, ¿es que se puede fumar en el tren,o qué?

    ResponderEliminar
  4. Bueno, maxo, ya era hora que escribieras un pos nuevo. Lo leí cuando lo publicaste, que conste, pero tengo un poco de lío, you know. Y es que ha sido ver tu piscina en La Peña decir: enga, voy a ponerle algo al Rixal. Y aquí estoy.
    Mancantao el pos, iyo, que tú lo sepas. Que sepas también que sigues super engloriao, literariamente hablando. Te lo digo por si no te das cuenta, que yo creo que no. Un par de frases pa subrayar esto:
    "ascendía un rumor lejano de claxones;"
    "Y a lo lejos, las tierras desérticas y mortíferas bajo el sol, el polvo y la polución."
    Que ya te vale, Rixi, ya te vale.
    No veas rencor detrás de mis palabras, solo envidia, iyo. Envidia de la guena y de la mala, de las dos. ( o de una, yo creo que solo hay un tipo de envidia...)
    Lo más importante: tu lista de contactos, Ricardo, no la pierdas, por lo que más quieras, que me resultará de gran utilidad la próxima vez que me las pira payá.
    Enga, pasatelo tó dabuti en Jodpur, y avisame cuando llegues a Jaipur, que también te va a encantar. Allí fue donde nosotros aprendimos a cruzar la calle!!!
    El Indio envidioso.

    ResponderEliminar
  5. mancantaoeltioquesequedapegaoalasfato!!!!

    ResponderEliminar