miércoles, 22 de enero de 2014

La llegada (1)

Escribo desde el teclado minúsculo del móvil. Son las 8.30 de la mañana y al otro lado de la puerta atronan una sierra eléctrica y un mar embravecido. Llegar desde Madrid a Mahabalipuram ha sido probablemente lo más complicado que he hecho jamás. Recuerdo que al aterrizar en Chennai pensé que la parte difícil del desafío ya estaba terminada. Jajaja, qué infeliz. Estas 24 horas que llevo en la India han sido, como la sierra y el mar, atronadoras.

PARTE 1: MADRID - CHENNAI

Salió el avión medio vacío de Madrid, después de haber escuchado por megafonía el canto que rezaba el Profeta antes de lanzarse a algún viaje. Muchos de los viajeros eran árabes de turbante y barba larga, lo cual encontré extrañamente estimulante. El viaje lo hicimos, por desgracia, con las ventanillas bajadas para evitar asarnos con el sol, lo cual no me hizo gracia. Fue una feliz casualidad que abrí la mía a hurtadillas justo cuando sobrevolabamos el río Nilo, que fue una visión extraordinaria. También lo era la belleza de las azafatas, ataviadas con un curioso velo. Comí pescado con salsa Harra, lo cual fue valiente por mi parte porque no tenía ni idea de lo que era eso; y sigo sin tenerlo muy claro.

Aterrizó el avión en Jeddah, cuando ya era de noche. Sobrevolar la ciudad fue alucinante: era inmensa, no se acababa nunca. Me recibió un golpe de calor. Unos guardas me mandaron a la zona de tránsito, adonde se llegaba por un pasillo solitario y ridículamente siniestro. Al llegar me encontré con la actividad frenética de los viajeros que volaban a destinos como Kartoum, Jakarta o Karachi; la mayor parte gente que volvia de su peregrinación a La Meca.

Era muy raro. No había alegría en el ambiente, a pesar del frenesí . Muchas mujeres iban cubiertas de negro completamente, no dejando a la vista ni siquiera los ojos, y charlaban con toda normalidad con sus hijos y/o/u/e novios que iban con ropas de marca; esto era perturbador. O tíos con dos mujeres. Entablé amistad con un hombre tamil que trabajaba en Pepsi. También intenté caerle bien al árabe sentado al otro lado, que hablaba con tono airado por teléfono, ofreciéndole unas galletas; la mirada siniestra que me lanzó me dejó claro que no le apetecían demasiado.

A las 22h, (hora local), se produjo el embarque más alocado que he visto nunca. Era un avión grande, cargado de tamiles musulmanes con un concepto curioso sobre la manera de hacer una cola, o sobre la costumbre occidental de taparse la boca para toser y estornudar. El ambiente, que en el aeropuerto era trémulo, se volvió festivo. Era como ir en un autobús que lleva en Andalucía a las mujeres del pueblo a visitar el Rocío, solo que en vez de Huelva volvían de La Meca, y en vez de un autobús era un Airbus 330.

Despegamos con gran potencia. Al cabo de una hora de sobrevolar oscuro desierto, aterrizamos en la ciudad de Dammam (?), donde no nos bajamos del avión siquiera y el capitán se enfadó con las azafatas que no estaban a lo que tenían que estar; luego, tras la ya habitual plegaria de Mahoma, emprendimos el camino hacia la India.

Hice varios amigos. El ambiente era jovial. Todo el mundo tosía con ganas. La gente tiraba la basura al suelo. No pegué ojo mas que durante media hora, asi que cuando llegamos, mi nivel de cansancio era ya muy elevado (ni que decir tiene que la noche anterior tampoco había dormido mucho). Un indio cercano me pidió mi toallita perfumada para regalársela a su hija; se la di gustoso. Pero mi mejor amigo sin duda era el hombre mayor que estaba sentado a mi izquierda. Parecía tener la necesidad constante de abrocharse y desabrocharse el cinturón, y siempre se le olvidaba cómo se hacía así que le ayudaba yo. Le ayudé a gestionar el espacio en la bandeja de su cena, que era demasiado pequeña y las cosas estaban demasiado prietas. Mi fama de buen samaritano llegó hasta varias filas más atrás, desde donde me llegó una magdalena de parte de un hombre barbudo para que la sacara de su envoltorio. Comí cordero y tuve la desgracia de masticar un trozo de algo tan picante que tuve que sacarmelo de la boca, lo cual de todas maneras no disonaba con el ambientillo.

Amanecía y aterrizamos en Chennai, donde desde el avión se veían las casas de colores, lo cual era muy hermoso.

Salir del avión fue tan caótico como entrar: todo el mundo quería ser el primero. Me despedí cariñosamente de mi amigo. Al final de un pasillo estaban las múltiples colas para enseñar el pasaporte. Como digo, el concepto de cola es curioso aquí. La gente se cuela con total impunidad, sobre todo si eres de edad avanzada, tienes barba blanca y miras alrededor como quien no quiere la cosa, sumido en algún tipo de pensamiento trascendental.

La recogida del equipaje era alocada también. Y, tras mucha espera, y sin mas desayuno que el cordero con arroz, descubrí que habían perdido mi maleta. Maldición. Lo importante lo llevaba encima; en la extraviada llevaba cosas secundarias como chanclas, comida, jabón, agua, papel higiénico...; pero me dio rabia igualmente así que fui a poner una reclamación. Ahora bien, yo había oído hablar del tema de la burocracia en la India, pero no sabía que tan pronto me toparia con ella. Tuve que rellenar múltiples papeles y acompañar al encargado (muy majo por cierto) por todo el lugar para que lo firmaran diferentes personas con funciones poco claras (para mí), y que no estaban en despachos sino por ahí, desperdigados; pero el encargado sabía exactamente dónde encontrarlos. Una vez hecho esto intenté sin éxito adquirir una tarjeta para mi móvil pero el chiringuito destinado a tal fin estaba desmantelado; compré una botella de agua y llegó la hora de salir y enfrentarme a lo que, creí entonces, era la parte fácil del desafío.

4 comentarios:

  1. Emocionante, romántico, curioso, perfecto inicio... Me ha gustado mucho la descripción del viaje, con todos los detalles. Al final, ¿quién se comió la madalena, tu o el compi de viaje? Esperamos ansiosos fotooooos

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  2. Esto promete...
    Gracias por compartirlo!!!

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