martes, 15 de abril de 2014
La ciudad imprevista
jueves, 10 de abril de 2014
Camino a Nepal, segunda parte
No me puse camino a Nepal por gusto. El caso es que la visa de turismo para 6 meses, como la mía, tiene la condición de que tengo que dividir mi estancia en dos partes: "cada estancia no podrá exceder los 90 días", dice bien clarito. Así que tenía que salir del país tarde o temprano; España me pilla un poco a trasmano y mi barba aún no ha crecido lo suficiente como para pasar desapercibido en Afganistán; así que Nepal me pareció una buena opción, y la frontera desde Banbassa (en la India) hasta Bhimdatta (en Nepal), la más cercana.
BANBASSA
De nuevo un viaje infernal, desde Haridwar a Banbassa. Los dos autobuses anteriores eran privados o "deluxe". Éste era un autobús de línea... durante ocho horas... por una carretera absolutamente destrozada, y un conductor kamikaze claxonero. Por suerte era en llano y no había curvas. La conducción aquí es un puro adelantamiento, hay dos carriles y ambos se pueden utilizar para los dos sentidos; los arcenes también. A veces pasábamos por zonas de cultivos o de bosque, pero por lo general el paisaje parecía un pueblo continuo, siempre hay casas, siempre hay tiendas, siempre hay gente, parados o en movimiento, a caballo o en bici o en carros o embutidos en furgonetas. Es verdaderamente abrumadora la cantidad de gente que hay en todos lados.
Quiero hacer un paréntesis-mención a los camiones indios. Son numerosísimos, creo que es el tipo de vehículo que más circula, y son muy divertidos. He leído por ahí un símil muy acertado, y es que parecen carrozas del desfile del orgullo gay. Y es verdad. Todos los camiones, sin excepción, van pintados de colorines, sobre todo la cabina. Por encima de los colores, dibujos, sobre todo corazones, ojos y pavos reales. De todas partes cuelga espumillón, cascabeles, borlones, cintas brillantes; hay muchos camiones de cuya delantera cuelga una zapatilla. También tienen pintados muchos símbolos religiosos, Oms (que es el símbolo más sagrado de todos) y esvásticas y lo que se les ocurra. Por encima de todo este color y brillantina, mucha información escrita: números de teléfono, tipo de permiso de circulación (toda India, o bien sólo algunos estados), y una serie de emblemas: "India is great"; "claxon por favor" y "echa las largas por la noche" (para los que quieran adelantar); y "deja distancia de seguridad, que yo no lo hago". Además, el claxon suele ser alguna cancioncilla estridente y las luces de posición no son blancas ni amarillas sino de colorines intermientes. En resumen, cruzarse con un camión es todo un festival para los sentidos. Cierro paréntesis.
Si de algo he pecado en este viaje, ha sido de leer de antemano demasiada información sobre los sitios que iba a visitar, o las situaciones a las que me iba a enfrentar. Había últimamente dos asuntos en particular que me preocupaban. El primero, que al parecer uno no podía salir de la India y luego entrar al día siguiente, sino que había que esperar como mínimo DOS MESES. Esto hubiera complicado un poquito mis planes, la verdad. El segundo asunto era que la frontera de Banbassa era difícil de cruzar: que si sólo abría a determinadas horas, que si los polis están borrachos, que si no es segura, que si hay que pagar la visa nepalí con dólares americanos y nadie sabe con seguridad si admiten euros. En Internet, la gente habla y habla sobre estos temas pero nadie sabe nada con certeza; y yo, cagueta como soy, me las veía negras para salir sano y salvo de este trámite. Así que en principio tenía pensado pasar de largo de Banbassa y alojarme en la ciudad vecina de Tanakhpur para al día siguiente, desde primera hora de la mañana, dedicarme con energías renovadas a cruzar la frontera y enfrentarme a todos mis enemigos. Y sin embargo, cuando el autobús paró en el pueblecito fronterizo de Banbassa a eso de las cuatro de la tarde, no se bien por qué impulso suicida, me bajé. Al cuerno los foros de Internet.
Banbassa es una aldea en medio del campo, cuatro casas y un bazar. Le pregunté a un señor que por dónde se iba a la frontera y me dijo que le siguiese, que él también iba para allá. Nos montamos en su moto y me condujo por las callejuelas y luego por un bosque de árboles majestuosos, un atajo, me dijo. Luego fuimos paralelos a un río durante un trecho, río que hace de frontera; luego cruzamos un puente muy largo y finalmente nos encontramos con el primer puesto de control. Ya está, aquí empieza la hecatombe, me dije. El señor no tenía que presentar ningún papel ni nada. Yo me bajé de la moto y entré en una cabaña-oficina. Allí había dos funcionarios, pero no estaban borrachos. Al contrario, eran muy agradables. Me hicieron algunas preguntas (algunas formales, otras por pura curiosidad), sellaron mi pasaporte, y cuando les expuse mi mayor miedo con voz temblorosa, me dijeron que podía volver a entrar en la India mañana mismo si quería, que lo de los dos meses no era cierto.
Volví con el señor de la moto (cuya amabilidad era un tanto sospechosa), y cruzamos un kilómetro de campo, tierra de nadie entre los dos países. Luego cruzamos otro riachuelo y volví a entrar en una oficina-casucha, esta vez de la autoridad nepalí. Ya está, ahora es cuando me dicen que no aceptan euros, sólo dólares, me dije; y hasta mañana no puedo entrar en la India a cambiar dólares así que voy a pasar la noche en tierra de nadie, a merced de las panteras. Pero nada de eso. El funcionario que me atendió estaba sentado en una silla con la funda de Justin Bieber. Veinte euros, varias preguntas, dos formularios, pasaporte sellado y hala, bienvenido a Nepal.
BHIMDATTA
El señor de la moto me llevó a la pequeña ciudad de Bhimdatta, la primera a este lado de la frontera. Me dijo que me ayudaría a encontrar un hotel, y yo no pude menos que aceptar. Un par de ellos estaban llenos, y al tercero encontramos una habitación bastante sórdida por un precio abusivo, pero que aún así vale menos que un yogur en Noruega, así que la acepté. Luego el señor de la moto desveló torpemente sus intenciones ocultas; me dijo que yo era muy simpático y me preguntó que si era verdad que en España las relaciones homosexuales eran legales, que si tal y que cual. Me dio mucha pena, la verdad; le di cien rupias por haber sido tan amable ayudándome a cruzar la frontera, y le dije que ya podía arreglármelas yo por mi cuenta.
Dejé mis cosas en el cuarto y salí a darme un paseo por la ciudad, en parte porque me apetecía mucho y en parte porque la habitación roza lo tétrico. Y la ciudad (más bien un pueblo grande), me sorprendió mucho. Me pareció increíble que con sólo cruzar dos puentes, el paisaje humano pudiera cambiar tanto.
A ver, todo está tan sucio como la la India o incluso más, hay basura por todas partes y en el restaurante en el que cené estaban en la mesa las migajas de antesdeayer. Hay vacas y perros por todos lados.
También hay miseria, quizás incluso más que al otro lado de la frontera, no se ve demasiado pero se nota. Los precios son ridículamente baratos. Por la noche, a la salida del restaurante, había un niño muy pequeño en la puerta, acariciando un billete de diez rupias que quizás es lo único que tiene en su vida. ¿Qué se hace en estos casos? No se puede hacer nada; la vida de ese niño está tan decidida como lo estaba la mía cuando tenía su edad e iba a la escuela. Yo llevaba un pastel en la mano y se lo di; ya sé que un pastel no es nada, pero mi mente europea necesita consolarse de alguna manera.
Pero esta ciudad también me ha dado una de cal y otra de arena. Hay una paz, una tranquilidad, inauditas. Hay tráfico pero muy pocos bocinazos. No hay rickshaws, esos cafres omnipresentes en las calles indias. Se puede andar tranquilamente, no hay aglomeraciones ni gente durmiendo en mitad de la acera. Quizás sólo sea esta ciudad y el resto del país vuelva a sorprenderme; por el momento, es lo único que puedo contar. Es muy llano, hay mucho campo por todos lados, mucho bosque, y en el horizonte se perfilan altas montañas. Me di mi paseíto, y la gente se me quedaba mirando, pero no con frialdad ni para venderme nada, sino con sonrisas y genuina curiosidad.
Me tomé una cocacola en la puerta de una tienda, y varios lugareños se me acercaron, uno de ellos incluso me habló un poco. Saqué dinero, muy bonitos los billetes, con animales y montañas. Y en un momento dado me olió a porro pero sólo era la marihuana que crecía en los bordes de la calle. Un bar, perdido en este lugar a su vez perdido de la mano de dios, anunciaba que sirven cerveza San Miguel. También hice por toda la ciudad una búsqueda de papel higiénico tan humillante como infructuosa.
Después del paseo, volví al hostal, pedí al recepcionista que por favor pusiera agua corriente en mi habitación, y luego, lleno de esta extraña y contradictoria paz, salí a cenar. El camarero que me sirvió se me quedó mirando fijamente mientras comía, con una sonrisa de oreja a oreja, maravillado quizás ante mi destreza con el tenedor.
FINAL MELOSO
Así que mis dudas y mis miedos se esfumaron y ahora parece que nunca existieron, cuando de hecho me he pegado bastantes días preocupado por todo este lío administrativo. En este viaje, todas mis expectativas e ideas preconcebidas están siendo constantemente destruidas... hay tanta gente por todos lados que forzosamente, para que esto no se colapse, las cosas tienen que fluir, que funcionar sin demasiadas complicaciones.
Aquella noche antes de acostarme estuve escuchando la canción "Katmandu" de mi viejo amigo Cat Stevens. No es casualidad, me la puse a propósito, me parecía apropiado escucharla aquí y ahora. Katmandú se desvía un poco de mi ruta; la ciudad de Pokhara me venía muchi mejor. De hecho, llevaba unos días comiéndome la cabeza sobre adónde ir después: Katmandú o Pokhara, Pokhara o Katmandú; pero la canción parecía decidida a convencerme. "Katmandu, I'll soon be seeing you; and your strange, bewildering time, will keep me home...". No estoy del todo seguro de lo que quiere decir pero suena bien. Decidí consultar con la almohada qué hacer después, si ir a Katmandú o seguir mi ruta prevista. Pero de repente tampoco me preocupaba tanto adónde iría a la mañana siguiente.
Camino a Nepal, primera parte
Escribo esto desde la pequeña y pacífica ciudad de Bhimdatta, en Nepal, país al que me convenía venir por motivos de visado. Estos últimos días han consistido básicamente en largos e infernales viajes en autobús, desde la paz de Manali hasta la paz de aquí, que me dispongo a relataros en dos partes para que no os aburrais y para tener así el doble de comentarios.
SHIMLA
Como venía diciendo en el post anterior, me despedí de Manali de madrugada, cuando todo el mundo dormía y nadie podía convencerme de lo contrario; de otra manera hubiera entrado en un bucle y a estas alturas aún estaría rodeado de montañas e israelitas.
Me embarqué en un viaje infernal hacia Shimla; el paisaje era genial pero me mareé así que más que en los Himalayas me concentré en no vomitar. Después de muchas horas y de que unos chavales limpiaban el autobús a manguerazos, llegamos a Shimla, la ciudad-laberinto en la montaña.
Era la segunda vez en este viaje que vuelvo a una ciudad de la que me he ido (la primera vez fue a Ahmedabad después de la boda de Manali, la prima, no la ciudad), y la sensación es muy agradable. De alguna manera, conoces ya un poco la estructura y el ambiente del sitio, y puedes concentrarte más en disfrutar el lugar y explorar los sitios más recónditos. De todas maneras no sé para qué digo esto porque en los dos días que estuve de vuelta en Shimla no dejó de llover así que estuve encerrado en casa con Unara, Tarim, y el lacónico padre de familia.
Me contaron historias de fantasmas. Y os digo una cosa: una historia de miedo en la India, contada por un indio que se la cree a pies juntillas, da mucho miedo. Unara me contó mientras cocinaba cómo una noche hace muchos años llegó a Delhi y se perdió en unas calles neblinosas, y que un señor vestido de negro al que no llegó a verle la cara la acompañó exactamente al lugar que buscaba y que luego desapareció sin dejar rastro. También me contó que en el oscuro y desierto camino de Shimla a Sanjauli, una noche un joven volvía del cine y se encontró a un vendedor solitario vendiendo naranjas, y que cuando el chico se le acercó, vio que el hombre tenía las uñas larguísimas y horribles; que le dio mucho miedo y en esto pasó un desconocido en moto que se ofreció a llevarle a Sanjauli, pero cuando se acercó vio que sus uñas también eran largas como cuchillos... por último me contó que en esa misma casa había habido un espíritu maligno, precisamente en la habitación donde yo duermo; pero que vino un día un gurú exorcista y lo echó de la casa para siempre. Suena a risa pero con la lluvia arreciando fuera, cuadros por toda la casa representando dioses siniestros, y los ojos temibles de Unara clavados en mí, me rilé bastante.
El nueve de abril, para celebrar la víspera del cumpleaños del dios Rama, celebramos en casa una pooja, que es un pequeño ritual religioso en el cual se le ofrece algo al dios. Todo fue muy solemne. Por la mañana nos duchamos (órdenes de la madre) y Tarim le pasó cristasol a los cuadros de los dioses siniestros; luego nos reunimos en torno a la foto de un templo y unas velas aromáticas, Unara recitó unos versos, luego nos pusimos un punto de color en la frente y nos servimos cada uno un plato de comida, incluyendo un plato para el dios, que más tarde el padre llevaría al templo. Para terminar, nos pusimos unas pulseras cuyo significado desconozco. Bueno, en realidad desconozco todos los significados.
DEHRADUN
El día de la pooja no dejó de llover y granizar, para terror de los monos que no dejaban de gritar por los tejados. Cuando escampó, al anochecer, fue hora de irme. Me las prometía muy felices en un autobús nocturno catalogado como "deluxe". Jajaja.
Fue otro viaje infernal. No pegué ojo en toda la noche, y no porque no quisiera sino porque mi ventana no cerraba bien, y entraba un frío pelón. Además de que el asiento era bastante incómodo. Así que sufrí en silencio toda la noche, pero no era plan de quejarme: ¡algunos indios tenían que ir de pie en el pasillo!
El autobús nos dejó, sobre las 5.00 am, en la ciudad de Dehradun, que permanecerá ignota en mi memoria. A las 5.01 un rickshaw wala se me ofreció, muy seguro de si mismo, a llevarme a Haridwar por ochocientas rupias; a las 5.02 cogí un autobús que me llevó a Haridwar por sesenta.
HARIDWAR
De nuevo en una ciudad que ya había visitado: good vibrations. Ya sabía adónde ir: el Hotel Dorado; sabía hasta qué habitación era la que tenía el cuarto de baño occidental (la 105). Me eché una siesta, luego pasó una boda por la ventana armando gran jaleo y tirando fruta; a mi me lanzaron un plátano, y salí a darme un paseo para comérmelo tranquilo.
Dos pasos di en la ruinosa acera, cuando por no mirar bien, tropecé con algo y se abrió una pequeña herida en el pulgar; nada serio pero con sangre. Maldito país, me dije. Pero la India te da una de cal y otra de arena. Un minuto más tarde, estaba sentado en la parte se atrás de la moto de un desconocido, que me llevó a una farmacia a curarme la herida y ponerme unas tiritas. Bendito país, me dije. Luego me llevó de vuelta al hotel y le regalé lo único que llevaba en la mano: el plátano.
Lo mejor de Haridwar fue un nuevo amigo que hice, un chico canadiense llamado Martin, que se hospedaba en mi mismo hotel. Pasamos juntos el rato, caminando por Haridwar, charlando mucho y maravillándonos una y otra vez ante la gente, siempre la gente.
Era el cumpleaños del dios Rama (que en realidad no es un dios sino una personificación de Vishnu, que sí que es un dios), y al atardecer había una gran multitud a orillas del Ganges, entregada a él. Ruido por todas partes, campanas, tambores, cánticos, rezos por megáfono; fuego, ya sea antorchas agitadas por monjes o pequeñas candelas que el agua se lleva, o en unas bandejitas que pagas unas rupias y puedes pasarte el humo por la cara. Vendedores y vendedoras, timadores, mendigos, santones agitando varas con cascabeles. Gente bañándose, claro, bebiendo el agua, echándola al público; gente casi en cueros, y alguno que otro en cueros. No hay solemnidad ni silencio, es como una gran fiesta, la gente se empuja en el agua, se hacen ahogadillas, los niños pasan redes por el fondo para hacerse con las rupias que otros han tirado; y por encima de las casas, presidiendo la escena, un cartel gigante que dice Nokia Conecting People.
Es tan impactante todo, tan constructivo pero demoledor, que al final me quedé dos días más en Haridwar; y luego fue hora de despedirme de Martin y seguir mi camino.
sábado, 5 de abril de 2014
Shanti, shanti
Total, que me iba a quedar tres noches en Manali y al final por culpa del shanti shanti me quedé ocho. No os vayáis a creer que el shanti shanti es algún tipo de droga; el shanti shanti es la actitud de la gente de esta región de la India ante la vida, y básicamente quiere decir Tranqui tronco, Paz hermano (algo así como el mítico shuiya shuiya). En Manali nadie se apresura por nada. El tiempo pasa a un ritmo diferente entre el río y las montañas, los manzanos, los bancales de cebada y las cascadas. Así que fueron ocho días con un grupo de indios de mi edad majísimos, también unos pocos mochileros igualmente buena gente, muchas historias que compartir y cosas que aprender... más, perdonadme, de las que podrían caber en el blog...
También me di bastantes paseos-rutas por el campo, a pesar de que sabéis que bien prefiero un rascacielos a un ciprés; pero es que el paisaje en Manali es precioso (a propósito, si habéis memorizado cada palabra del blog, como bien espero, recordaréis que la novia de la boda a la que fui, la hermana de la prima guapita, también se llamaba Manali: qué juguetones son estos dioses). En dos ocasiones hice un paseo valle arriba hasta llegar a Solang, que es donde empieza la nieve. Allí hay muchísimos excursionistas, puestecillos de té y comida y de alquiler de equipamiento para esquiar y botas de agua, muchos jeeps, un teleférico, gente haciendo parapente, y sobre todo mucha nieve. Un poco apartado de este jaleo había un pequeño asentamiento tibetano, y tenían varios yaks con ellos. Son como vacas pero con los cuernos brillantes y afilados y el pelaje largo hasta el suelo; muy majestuosos. La segunda vez que fui a Solang fui con dos amigos; nos paramos en las aldeas a tomar té, subimos hasta una cascada, y una perra a la que bautizamos Nutella nos acompañó todo el camino desde Manali hasta Solang y luego de vuelta a Manali.
Las posibilidades de excursiones en Manali creo que son ilimitadas: hay más ríos, montes y cascadas de las que se puedan contar. Lo malo es que aún mucha nieve en las alturas así que aún no se pueden hacer muchas cosas. La carretera que va a Leh ("el Paraíso en la Tierra"), permanece cerrada hasta mayo porque el paso de Rohtang, a varios miles de metros de altura, está cerrado. Están excavando un túnel bajo la cordillera pero, aplicando el factor shanti shanti, tardarán más en construirlo que las pirámides. Pocas veces me he sentido tan dentro de una película como cuando entré en la oficina de turismo y pregunté: "¿está abierto el paso de Rohtang?". Pero no me quejo, faltaría más; es suficientemente placentero andar por un camino rodeado de cultivos que se extienden hacia arriba y abajo en cientos de niveles, saludando a las mujeres y hombres que cargan con cestos, maderas y quéséyo, y a los niños que conducen burros o van al colegio con sus uniformes y sus mochilas gigantes.
En Manali hay dos templos famosos: el dedicado a Manu y el dedicado a Hadimba. Son templos muy pequeñitos, de madera, con poca decoración y cornamentas de animales colgando en la fachada. Al de Manu no entré: me daba pereza quitarme los zapatos (shanti shanti, me dije). El de Hadimba en realidad no es un templo en sí sino una protección para el auténtico templo, que es una pequeña caverna bajo una roca, muy misteriosa, donde arde un pequeño fuego. Hadimba es una diosa-demonio, y según me contaron el templo lo construyeron para que durara siglos sin tener que hacer reformas, pues la diosa se enfada si tocan el templo y entonces hay que sacrificar muchos animales si quieren, por ejemplo, reparar el tejado. Vi también un árbol que era en sí un templo, junto al cual había mujeres con yaks, o sosteniendo en brazos unos conejos enormes: veinte rupias si quieres una foto con el yak o con el conejo. Sin embargo, el templo más chulo no aparece en ninguna guía ni había nadie visitándolo: un día me eché a andar por un sendero monte arriba y en lo alto encontré una pequeña cabaña de madera que era un templito. Allí me quedé un rato largo mirando el horizonte nevado y el pueblecito disperso, shanti shanti total.
El pueblecito. Manali en sí no es nada del otro mundo, una pequeña ciudad turística, con muchos perros, unos pocos monos, tropecientas agencias de viajes y hostales, y muchos indios de otra parte de la India que a veces parecían más guiris que yo mismo. Había excursiones de instituto, grandes masas de niños y niñas ruidosos que hacían, por ejemplo, tirolina en el río. Yo me quedaba en Old Manali, más tranquilo, menos masificado, lleno de israelíes.
Lo de los israelíes en la India es algo bastante sorprendente. Hay muchísimos. El caso es que, después de tres años de servicio militar obligatorio (no es obligatorio, dicen, pero si no lo haces se te considerará un deshecho social), les dan un dinerillo y entonces se vienen a la India de tranquileo, hasta que les dure el dinero. Por lo general no hacen excursiones, no se mueven apenas, no se integran; hacen sus grupillos y van a sus propios restaurantes (en Manali había muchos carteles en hebreo). En mi hostal había dos, muy buena gente. Uno de ellos por la mañana se envolvía en una tela blanca, se agarraba unas correas al brazo y rezaba con la Torá en la mano; luego dejaba todo el instrumental en la habitación y se ponía en el patio a escuchar música machacona a toda voz y a fumar cigarrillos. Me contaron que hay gente en Israel especializada en venir a la India a llevarse de vuelta a los jóvenes que vienen y, entre tanto shanti shanti y marihuana, se "pierden" aquí durante años.
He renegado a veces, lo sé, del contacto con otros mochileros, pero es que a veces llevan un plan jipi-piji-esotérico que no me gusta. Pero es verdad que también hay muchos con grandes historias que contar, y en Manali escuché unas cuantas. Por ejemplo, el chico holandés de diecinueve años y mejillas sonrosadas que se compró un camello en Rajastán y estuvo tres semanas viajando por el desierto de aldea en aldea; luego vendió el camello. También hay historias de gente que lleva viajando años y años y que, al cabo de tanto tiempo, acaban perdiendo un poco el norte. Un chaval coreano, el pobre, que tenía diarrea aguda y sin embargo se hizo un viaje de doce horas en autobús, no sé en qué condiciones. Gente que ha venido veinticuatro veces a la India, gente sin billete de vuelta, gente que viaja sin tarjeta de crédito, gente increíble, en resumen, aventureros sobre los que se podrían escribir libros.
También había unos chavales y una chica de Delhi. Aquí hablan de Delhi como si fuera Nueva York (y probablemente lo sea). Urbanitas, modernos, todo puede suceder en Delhi. Nos contaron que recorrieron la "autopista" hasta Manali a 120 km/h (una parte de mi no se lo cree porque son indios y por lo tanto fantasmas, y otra parte sí porque son indios a secas), y que en Delhi venden los mecheros al peso: dame un kilo de mecheros (esto nos hizo mucha gracia a todos).
El hostal eran cinco o seis habitaciones en fila que daban a un cespecito que a su vez daba a una calle, un río y un bosque. La habitación estaba limpia a pesar de la intrusión de escolopendras, babosas y arañas (una de las cuales era como mi puño de grande e inhabilitó el uso del cuarto de baño durante varias horas). Yo me iba al jardincito a charlar con los indios. Había un montón, siempre entrando y saliendo, shanti shanti. Los que no trabajaban en mi hostal, trabajaban en otro; aunque sinceramente no había mucho trabajo que hacer. Una vez más, es sorprendente la relación con el dinero, extraña, casi perversa. Eran amigos de toda la vida, sin duda; pero se debían constantemente dinero unos a otros, hablaban de engaños; un día me quedé solo con uno que trabajaba en otro hostal e intentó convencerme para que me cambiara, que el suyo era más barato. Por mí mismo, y lo digo sin infantilismo, sentían auténtico aprecio y genuino interés; pero aún así me cobraban más dinero de la cuenta por la habitación, y también por la parca comida; yo prefería ir a un restaurante, para su desconcierto.
Pero aparte de esto, que lo cuento porque es chocante, son gente pacífica y muy amable. No se relacionan con niñas ("no quieren estar con nosotros porque fumamos", me dijo uno). Hablan de animales, de las montañas, de cuándo abrirá el paso de Rohtang, de películas, y de otras cosas pero como es en hindi no me entero. Uno de ellos estaba muy interesado en el reciclaje y las energías renovables (algo en lo que la India ciertamente NO es pionera) y me preguntaba muchas cosas.
Cada uno vive su religión a su manera; uno de ellos venía de una familia musulmana pero llevaba del cuello la foto del Dalai Lama, otro bendecía discretamente los porros antes de fumárselos (hay un cartelón en plaza del pueblo que advierte que está prohibido el consumo de cannabis; pero es difícil controlar esto en un lugar donde la marihuana crece hasta en los arcenes de la carretera). Por las noches a veces encendíamos un fuego (aunque de una manera bastante salvaje, pues para avivarlo le echaban gasolina), ponían música en unos altavoces y hablaban de hacer una cafetería en el tejado: siempre empezarían al día siguiente, pero con el shanti shanti, creo que aún pasarán años antes de que se sirvan cafés allí.
Así pasaron los ocho días, a veces con lluvia, a veces con sol, siempre con un frío pelón. Al octavo día me despedí de madrugada de dos indios madrugadores que estaban en el césped contemplando las montañas, y me fui. Podría haberme quedado, pero tengo aún muchos lugares que visitar, y algunos asuntos consulares que resolver... si en dos semanas no salgo de la India durante al menos un día, tendré ciertos problemas con la ley y se acabó el shanti shanti; por suerte Nepal está a tiro de piedra... así que al lío.
lunes, 31 de marzo de 2014
Uno de los mejores paseos de mi vida
Se dice que, cuando en la era pasada hubo un diluvio, un hombre-dios llamado Manu fabricó un arca donde metió toda la naturaleza para poder salvarla. Guiado por el dios Vishnu, a cuyo cuerno amarró una cuerda (cuerno de soplar, no de vaca), consiguió alcanzar la única tierra firme que sobresalía de las aguas: el Himalaya. El sitio en que Manu atracó su arca, y a partir del cual volvió a extenderse la vida por el mundo, se llamó Manali en su honor.
Mi llegada a Manali no fue tan pomposa. No llegué en arca sino en autobús, y tampoco nos guiaba Vishnu con su cuerno, aunque sí es verdad que llovía a mares. El viaje había sido una especie de montaña rusa entre desfiladeros increíbles, camioneros kamikazes y desprendimientos de rocas que ocupaban la mitad de la calzada (ya de por si angosta y ruinosa). La pobre de delante mía pasó el viaje entero vomitando por la ventana.
Cuando me hube instalado en mi habitación salí a dar un breve paseo por un camino junto al río, pero hacia bastante malo, todo gris y ventoso, así que volví al hostal a congeniar con el dueño (muy joven) y sus amigos; muy majos por cierto.
A la mañana siguiente hacía mucho sol. Desayuné una ensalada en el barecito de la esquina (mi hostal está en la Old Manali, que son cuatro calles y casas al lado del río) y decidí darle otra oportunidad al camino de la tarde anterior. ¡Y qué buena sorpresa! En la distancia, donde ayer se veía todo gris, ahora se veía una inmensa hilera de picos, altísimos y nevados. Así que seguí andando por el caminito, paralelo al río Beas, que llevaba poca agua pero no beas con qué fuerza.
Mi trayectoria era hacia el norte, por el Valle de los Dioses. Fueron unos siete kilómetros, y fueron geniales. Conforme andaba por la carretera-carril embarrada, la cordillera frente a mí crecía más y más majestuosa. Si miraba hacia atrás, el pueblecito iba haciéndose cada vez más chico, y otra hilera de picos gigantescos iba desvelándose por detrás. A mi izquierda, después de bordear la curva de un monte, y casi de repente, se me aparecieron, cerquísima, unas laderas escarpadas, nevadas y rocosas. Todo un espectáculo. Además, por no sé qué brujería, estas nuevas laderas parecían más grandes conforme el camino me alejaba de ellas.
Los que me conocéis sabéis que el alpinismo no ha estado nunca entre mis aficiones predilectas. Sin embargo, ante esta visión, pude entender a los montañistas que quieren llegar más y más alto; aquellas montañas ejercían un extraño magnetismo en mí que me impulsaban asimismo a seguir caminando (pero no os preocupéis que el alpinismo sigue sin ser mi afición principal).
También entendí otras cosas. Por ejemplo, aunque os parezca una tontería, el ciclo del agua. Lo aprendí en la escuela, claro, pero hasta ese momento no lo he visto tan evidente. Por la mañana, con el sol, el suelo mojado literalmente desprendía nubes de vapor; y ahora, con el calorcito derritiendo la nieve en las cumbres, la ladera literalmente rezumaba agua. Desde un reguero de gotitas hasta cascadas de cientos de metros de altura al borde del camino; se veía claramente cómo toda aquella agua se reunía en pequeños riachuelos (el mismo camino hacía a veces de cauce) que luego desembocaban en el Beas en infinidad de puntos. Y yo reflexionaba que todas aquellas gotitas algún día formarían parte del río Indo y desembocarian en Pakistán; y era un pensamiento peliculero pero sobrecogedor.
Pero la India quiere decir Gente, y aquí no era menos. El caminito estaba sembrado aquí y allá de pequeñas aldeas, casas muy bajitas con toda la ropa de colores puesta a secar; y los aldeanos, con pañuelos y trajes de colores, trabajando en campos de flores o llevando madera de un lado a otro en cestas. Muy pacíficos y silenciosos, morenos y con los ojos rasgados, me saludaban muy alegres y se reían no sé de qué. Y todos, padres, madres y abuelas, fumándose sus porrillos, en las puertas de sus casas o al borde del camino.
Llegué a una encrucijada, donde un puente cruzaba el río para poder volver a Manali por la orilla de enfrente. Y me asaltó otro pensamiento peliculero de los míos, y es si seguía caminando hacia delante llegaría hasta Afganistán y Tayikistán (al cabo de unos días, claro); hacia la derecha a China y hacia la izquierda a Pakistán: no era moco de pavo. Después de plantearmelo un poco, crucé el puente y me encaminé de vuelta a Manali.
Por esta otra orilla va la autopista de Manali hasta Leh, en Cachemira (uuuhhh), pero el concepto de autopista en el Himalaya es sensiblemente diferente al que tenemos en España. La carretera es pura piedra y barro, no en todos los puntos pueden pasar dos coches a la vez, y de cuando en cuando hay desprendimientos recientes y las excavadoras y los trabajadores limpian la calzada arriesgando claramente sus vidas. Cada cierto trecho había señales con recordatorios para que la gente fuera con cuidado, como "el cielo o el infierno o la madre tierra: tú decides", "el que se pone a noventa morirá a los diecinueve", o "se cuidadoso con mis curvas".
Se notaba, sin embargo, más actividad y comercio: bordeaban el camino vendedores con sus mercancías expuestas y puestos para alquilar equipos de esquí. Los vendedores eran pesados pero amables, a excepción de un tío con mala pinta al que le rechacé, consecutivamente, sus ofertas para venderme una ruta esquiando, un vuelo en parapente, un poco de marihuana y un poco de cocaína. También pasé junto a centros tales como el Instituto de Investigación de Nieve y Avalanchas, y el de Estudio del Hormigón en Climas Fríos.
Este camino no era tan relajante como el anterior, aunque las vistas eran igualmente impresionantes. En un momento dado se cruza el pueblecito de Vashist que se extiende ladera arriba, y me perdí un poco por sus calles. Era precioso, casitas de colores, banderolas tibetanas, turistas pero no muchos, y además saludaban; mujeres lavando la ropa en fuentes públicas, hombres con azadas de un lado a otro, niños y niñas jugando al cricket en cualquier esquina. Me tomé un té y una especie de churros salados con cebolla y patata en un plácido bar, y luego seguí mi camino hacia delante, por senderos en lugar de por la autopista, que zigzagueaba por debajo.
El camino cruzaba riachuelos y cataratas, era muy bonito a excepción de la basura omnipresente, lo cual es una pena pero bueno. En todas direcciones surgían más senderos y rutas, y había muchas casitas, hostales y huertos. Cuando en la otra ladera se vio por fin Manali, me senté en una roca a meditar un poco, y estuve hablando con un montañero que había subido a muchas de las montañas que nos rodeaban (de cinco mil y seis mil metros de altura).
Poco a poco sin embargo había ido nublándose; bajé como malamente pude a la carretera por una pendiente embarrada y quizás hasta peligrosa; y crucé otro puente hasta Manali, cerrándose así mi ruta circular. Me compré un pastel riquísimo y volví a la habitación, que parecía un congelador. Justo en ese momento empezó a llover, y supongo que en las cumbres a nevar; así que el agua cerraba también su ciclo, reflexioné; y escribí en el blog que acababa de darme el mejor paseo de mi vida. Perdonad el melosismo pero es que estaba muy cansado... no es justo comparar unos paseos con otros, por ejemplo ir en bici desde Roskilde hasta Copenhague o por Tahivilla con mis amigos o renqueando desde el Roadhouse hasta el Onda... no diré que éste fue el mejor paseo de mi vida pero sí uno de los mejores.
sábado, 29 de marzo de 2014
Shimla
El autobús que me llevó hasta Shimla tardó once horas en llegar, y bien podría haber sido un avión que me llevase a Estocolmo, por ejemplo. Cuando llegué estaba nublado, llovía y hacía frío. Mientras esperaba a mi contacto en la plaza principal del pueblo, mi perplejidad iba en aumento. No había rickshaws liándola, ni coches, ni motos, ni vacas. No había basura en el suelo. Y tampoco nadie escupía. El pavimento estaba en perfecto estado y había incluso cespecitos con flores. Las casas eran de colores, de madera y piedra con los tejados puntiagudos, como salidas de un cuento de Andersen. Lo único que había para recordarme que estaba en la India eran muchísimos indios paseando (con chaquetones y paraguas), y un montón de monos en los tejados.
Shimla, "la Reina de las Montañas", es una ciudad muy especial, pasé allí cinco días geniales, alejado del mundanal ruido, tan tranquilo que hasta dejé de lado la escritura del blog (tarea ardua porque sé que algunos me leéis con las zarpas afiladas). Shimla está repartida en la ladera de siete montañas, a dos mil metros de altura, y es uno de los principales destinos turísticos para los indios (lo cual creó en mí una reflexión filosófica... ¿debía considerarla una ciudad turística?... a fin de cuentas no deja de ser una ciudad india llena de indios... qué paradoja). Fue en esta ciudad donde se firmó la separación del país en dos estados (India y Pakistán), y ahora es la capital de Himachal Pradesh. Y tienen una estricta política que impide fumar y escupir en las calles, la circulación de vehículos por el centro de la ciudad, y la utilización de bolsas de plástico. Además, hay papeleras por doquier y las farolas funcionan con energía solar. Sin embargo, lo que la hace tan especial para mí es su estructura, el caos de sus calles y escaleras... pero vayamos por partes. Porque de todo esto no me di cuenta hasta dos días después, ya que el primer día no dejó de llover y lo pasé entero en casa viendo la tele, comiendo y durmiendo.
Vivía con una familia realmente encantadora. Unara, la madre, era mi contacto (los nombres son falsos); ronda los sesenta años, es pequeñita, habladora y muy expresiva, y tiene muchísima energía. Con el padre no tuve mucha interacción, hablaba poco y salía y entraba. Por último Tarim, el hijo, dieciocho años, claramente atravesando la edad del pavo, serio pero sonriente, pendenciero pero dócil, aniñado pero se hacía el durito. La verdad es que la adolescencia en Shimla no parece fácil. Hay mucha droga entre los jóvenes; la mayor parte de sus amigos están enganchados (aquí el término droga es genérico pero creo se refería a los porros), y se dedican a hacer chanchullos para poder pagársela. Sin embargo Tarim, por lo que sea, se resiste a entrar en ese mundo, lo cual conlleva que el pobre pasa casi todo el día en casa, ayudando a sus padres o viendo dibujos animados o haciendo planes para su futuro lejano. No quiere estudiar más ni ir a la universidad, quiere ser marino mercante; por ahora se gana un dinerillo haciendo de guía turístico. Y me confesó (su trabajo le costó) que le gusta pintar y escribir poemas, y que quiere vivir lejos y solo. Nos hicimos amigos.
La madre, por su parte, era toda vitalidad, risas, y una dedicación total a Couchsurfing (han tenido más de cuarenta visitas). En parte, creo que este ajetreo de gente en casa es parte de su estrategia para mantener a Tarim por el buen camino. Unara sabe que Tarim a veces fuma tabaco, me decía con gran preocupación; ella le deja hacerlo y reza porque no se enganche a nada más... Unara hablaba sobre dios, sobre los couchsurfers, y me daba recetas de cocina. Me cobraba, eso sí, cien rupias por cada comida, cosa aceptable..., lo único que me rechinaba de Unara era, en sus conversaciones, una alusión casi constante al dinero (esto es muy común en los indios). Pero bueno, me trataba como una madre: me servía té a todas horas y por la noches me daba una bolsa de agua caliente para llevarmela a mi cama-nevera.
En la tele, aparte de las abominables telenovelas indias, había una serie de canales (por ejemplo, quince) que, en grupos de cinco, ponían todos la misma película durante todo el día, pero cada canal con media hora de diferencia. De esa manera podías pillar una película empezada y luego ver el principio, o ver el final, o dejarla para más tarde... muy práctico. En los días de lluvia vi El Origen del Planeta de los Simios, El Núcleo, y Slumdog Millionaire (qué típico, macho), comentándolas con Tarim y comiendo frutos secos picantosos. La casita era pequeña y acogedora, la madre y el padre dormían en una cama en el salón, el lavabo estaba en un pasillito y el agua salía congelada, en detrimento de mi higiene.
Cuando al día siguiente amaneció soleado, salí a darme un paseo por la ciudad, y me quedé alucinado. La ciudad es un laberinto en vertical. Cientos, miles de casas se apiñan en la ladera del monte, ocupando un desnivel vertical de más de mil quinientos metros. Las calles principales y el bazar están en los niveles superiores. Las casas están puestas unas encima de otras, sin orden ni concierto, a veces tan apretadas que parece que se abombaban hacia afuera, como queriendo salir. Todas de colores y con muchísimas ventanas; y un caos de tuberías y cables en todas direcciones. Y para conectarlo todo, un auténtico laberinto de escaleras y pasadizos, algunas vertiginosas, otras amplias, algunos oscuros, otros luminosos, todo enmarañado y aparentemente a punto de venirse abajo. Me encantó. Me perdí conscientemente varias veces. Incluso había en un recoveco la boca de un túnel que atravesaba el monte y aparecía en el laberinto del otro lado, lleno de vendedores de verduras y chals de Cachemira.
El bazar principal era una de estas calles sinuosas, un caos de mercancías y gente. Había muchos hombres con barba y turbantes (sikhs), otros con un gorrito cilíndrico (himachalis), y muchos hombres y mujeres de ojos achinados y ropas de colores que eran como tibetanos o nepalíes. Había muchos estudiantes con uniforme (Shimla debe ser una importante capital educativa, porque había colegios y universidades por todos lados). También había hombres barbudos con túnicas grises, que parecían los afganos que salen por la tele; y portadores llevando a sus espaldas cargas monstruosas de un lado al otro. Y lo mejor de todo es que no era la tele.
Un día vi al alcalde de Shimla, y por vergüenza no le saludé; me arrepiento. Estaba sentado en un banco cuando, delante mía, unos turistas pararon a un señor con bigotito para preguntarle una dirección; cuando se despidieron el señor les dijo: "yo soy el alcalde de Shimla". Y no era un farsante porque en los siguientes cien metros se detuvo veinte veces a charlar con gente que reclamaba su atención, y eso que el pobre parecía que llevaba prisa.
Decidí un día contratar a Tarim para que me hiciera de guía y me llevase a ver el templo de Hanuman y las cataratas de Chadwick.
Hanuman es el dios-mono. En la montaña más alta de Shimla se erige una estatua gigante de Hanuman, y allí que me llevó Tarim. Fue una subida agotadora. Y arriba del todo nos esperaba, apropiadamente, una cantidad ingente de monos. Y (ya lo he dicho antes pero lo repito) los monos no son simpáticos. Tienen mucha mala leche. Me quise hacer una foto al pie de Hanuman y no me dejaron, nos persiguieron. Tuve que quitarme las gafas porque al parecer les encanta robarlas. Tarim estaba más asustado que yo y al final ni disfrutamos de las vistas ni nada, y bajamos a la ciudad con el rabo entre las piernas. En la ciudad también hay muchos monos, pero se acercan mucho menos a la gente (por la mañana me despertaban corriendo de tejado en tejado haciendo mucho ruido).
Por la tarde fuimos a las cataratas de Chadwick. Lo de Hanuman fue un paseo en comparación con esto. Por suerte no había monos (había leopardos, me dijo mi guía, pero sólo salían por la noche). Fue cansadisimo. Dos horas de bajada por senderos pedregosos (y una vocecita en mi cabeza decía Sigue bajando, sigue bajando... todo esto a la vuelta es subida!). En el camino Tarim se fumó un cigarrillo: antes de hacerlo el chaval me pidió permiso, avergonzado, y cuando le dije que no tenía que pedirme permiso me dijo que sí porque yo era de más edad. Después de un tramo final estrechisimo en el que nos cruzamos con varios portadores cargando troncos gigantes, llegamos a la cascada, que era muy alta y bonita, aunque con poca agua.
A la vuelta, mi guía iba más asustado que yo; en un trecho especialmente vertiginoso me pidió si podía darle la mano; una vez lo hubimos superado, para darle ánimos le di unos golpecitos en la espalda y entonces casi lo tiro precipicio abajo; decidí no dar más muestras de amistad hasta no estar en territorio seguro. Nos tomamos un té en un puestecillo con unas vistas impresionantes. Luego se fumó otro cigarro furtivo y volvimos a casa.
Fue una despedida triste de la ciudad, la casita y la familia. Pero tenía que irme: estando en Shimla me sentí peligrosamente como en casa, y no es plan. Les regalé un imán para la nevera y ellos me regalaron una bandeja entera de Sweet Milk Cakes, que es mi producto favorito de la pastelería india, y que consumo a porrillo. Luego una mañana fría y de nuevo nublada, un autobús me llevó más al norte todavía.
Pero no os creáis que mis peripecias acaban aquí: el próximo día os cuento el Mejor Paseo de mi vida, que me lo he dado hoy mismo y me ha dejado tan agotado como maravillado; aún tengo los ojos como platos y la piel de gallina.
viernes, 21 de marzo de 2014
Un fantasma en el Himalaya
Escribo esto desde el patio del hotel Paraíso del Ganges en Rishikesh. Pero no os dejéis engañar por el nombre: el sitio es bastante sórdido, la habitación es oscura y pelada, y el cuarto de baño, aunque limpio, tiene un sistema de cañerías absurdamente complejo e ineficaz; tanto que esta noche después de varias horas de desvelo tuve que hacer un apaño de fontanería para que cierto goteo parase. Pero vayamos por partes.
Después de toda la noche viajando en autobús desde Jaipur, despertar en mitad de la noche y darme cuenta de que estábamos atravesando Delhi, volver a dormirme, volver a despertar y darme cuenta de que seguíamos atravesando Delhi, llegué sobre las 9 de la mañana a Haridwar, a orillas del Ganges y a las puertas del Himalaya. Hice el check in en el Hotel Dorado (tampoco dejéis que este nombre os engañe...), y salí a darme un paseo por Haridwar, al calorcito de mediodía.
Haridwar se estructura en torno al río Ganges, que a estas alturas de su curso ya es anchísimo, formando islas de diversos tamaños, unidas por puentes. Pero no todas las islas están urbanizadas, si bien vive mucha gente en ellas, en cabañas o al aire libre, en un caos de tráfico, vacas, perros, lavanderas, monjes y santones. Haridwar es una de las ciudades más sagradas de la India; cada muchos años se celebra aquí el Kumbh Mela, que es la celebración más multitudinaria del mundo, y que hace un par de años congregó a más de 70 millones de personas. La ciudad es más bien pequeña y las infraestructuras están ruinosas, y sólo imaginarme tamaña aglomeración en las mismas calles por las que yo paseaba, me ponía la piel de gallina. En la parte central de la ciudad bajan unas escaleras al río, llamadas ghats, que la gente utiliza para poder llegar al agua y darse un baño purificador. En esta zona el río está dividido y por lo tanto es más estrecho, desde una orilla puede abarcarse la otra, y es espectacular, los templos apiñados, los vendedores de cualquier cosa, monjes con túnicas naranjas y turbantes, santones tocando instrumentos y pidiendo dinero, los puentes llenos de gente echando monedas, flores y frutos secos al río; y debajo, además de los fieles bañándose, niños y mayores sumergiéndose en el agua y emergiendo con cestas llenas de porquería del fondo marino de la cual, con suerte, podrán rescatar una moneda. Hay que decir que el agua va con bastante fuerza y la gente para meterse se agarra a unas cadenas.
Comí en un restaurante atestado, al lado de una familia cuyo hijo pequeño se ponía a llorar cada vez que me miraba. Luego subí a un templo en lo alto de un monte (había la opción de coger un telecabina pero no soy tan suicida); y arriba había, en una ladera-vertedero, unos monos liándola parda, muy graciosos. A la bajada un santón muy pícaro me pidió dinero para una manta porque tenía pensado subir al Himalaya. Le di diez rupias y me dijo que una manta valía cien rupias, y le dije que después de nueve pardillos más como yo ya podría comprarse su manta. Luego me eché la siesta en el hotel.
Al despertar ya anochecía, y bajé al ghat principal a ver el momento de las poojas, que son las ofrendas que la gente hace al dios, en este caso, el río. Volví a sentirme un alien, un espectador en un espectáculo que no entendía... ¡pero qué espectáculo! Estaba todo lleno de gente, muchos rezaban en grupo cerca del santuario más sagrado de todos, muchos se bañaban en el río, y muchos echaban al agua barquitas fabricadas con una gran hoja, dentro de la cual ponen unas flores y arde una vela. No había tantas velas flotando como podría uno imaginarse; pero suficientes para crear un ambiente mágico. A todo esto superponedle niños pidiendo dinero con carita triste, vendedores de té y ensalada anunciando a voz en grito lo que venden, policías falsos pidiendo "donaciones para los pobres", hileras de santones de barba larga pidiendo dinero y comida, y podréis haceros una idea del ambientillo que reinaba.
A la mañana siguiente me duché con agua caliente después de mucho tiempo (lo del agua caliente, no lo de la ducha, no seáis mal pensados) y cogí un autobús para ir hacia la ciudad vecina de Rishikesh, tan sólo una hora de viaje por una carretera con un cien por cien de baches. Si bien Haridwar está a las puertas de las montañas, y éstas se veían impresionantes en el horizonte, Rishikesh se encuentra ya dentro de la cordillera, también a orillas del Ganges. Durante el viaje le compré a un vendedor un paquete de palomitas, lo cual fue bastante apropiado porque la ventana del autobús parecía una pantalla de cine.
Sin embargo, sería bastante fantasma por mi parte decir que estoy en el Himalaya. Más bien me encuentro en la parte exterior de los Himalayas Exteriores; y si bien es verdad que estamos rodeados de montañas, los picos nevados de miles de metros de altura están aún a cientos de kilómetros de aquí.
Rishikesh me sorprendió (bueno, en verdad me lo esperaba) tanto para lo bueno como para lo malo. El paisaje es desde luego espectacular, la ciudad está construida en las laderas a ambos lados del Ganges (mucho más estrecho aquí que en Haridwar), hay ghats que bajan al río, y dos altos y estrechísimos puentes colgantes cruzan de un lado a otro. Los puentes se mueven y están permanentemente atestados de gente, vacas y motos; el río sale detrás de un recodo, majestuoso y turquesa. Lo malo de Rishikesh, y lo digo desde el respeto y la autoinculpación, es el turismo. Aunque haya muchos indios (porque hay muchos indios anyway), hay muchos, muchos occidentales. Rishikesh es la capital mundial del yoga, la ciudad está llena de centros de yoga, ashrams, librerías esotéricas; lo que en Haridwar era espiritualidad, aquí es más bien misticismo; con todo el respeto, creo que se respira un poco de tonteo. Pero bueno, yo mismo soy parte de esto, supongo. Hice check in en el Paraíso del Ganges y fui a encuentro de Cristian, un chico español muy agradable que conocí en Jaipur, y juntos vimos la puesta de sol al son de timbales y al olor de porros. Cenamos en un restaurante con vistas sobre el río. No negaré que es agradable hablar en español después de tanto tiempo; pero este ambiente colonial-europeo es un poco descorazonador.
Esa fue la noche en que una gota no me dejaba dormir y tuve que poner una serie de cubos en el cuarto de baño para poder detenerla (eran varios goteos pequeños que desembocaban en uno grande). A las 3 me despertó una riña de gatos que alguien acalló de un petardazo. A a las 7 me despertaron unos niños gritando y jugando. Desayuné una ensalada y empecé a andar con el espíritu ligero por la carretera siguiendo el curso del río hacia arriba.
Yo quería ver unas cascadas que tienen muy buena fama. Sin embargo, rumores de un tigre suelto, y la presencia de muchos monos, me hicieron detenerme a los cinco minutos de comenzar. Los monos son chungos, y los tigres también. Casi me vuelvo, pero vi a un hombre adelantarme y pasar alegremente junto a los monos, sin que le atacasen. Así que seguí al enigmático personaje; al final acabé por darle alcance, y así fue como conocí a Ilia, ruso, uno de los más grandes personajes que he conocido en la India.
Es un enigma cómo Ilia y yo nos comunicamos durante todo el día porque él sólo habla ruso, ucraniano, moldavo, búlgaro y rumano (lo juro). Ni papa de inglés. Pero bueno. Tiene 70 años y es un cachondeo. Me dijo que iba a una playa en el Ganges, mucho mejor que las cataratas. Cuando nos cruzábamos con gente o coches saludaba a voz en grito y alegremente ¡¡namasté!!, cuando abajo en el río pasaba una lancha haciendo rafting, silbaba y gritaba (y yo también, por imitación); cuando nos cruzábamos con monos sacaba una armónica y la tocaba, y los monos lo miraban alucinados. El paisaje era impresionante, el río muy por debajo, y los montes muy por arriba.
Después de dos horas de marcha y de charla (desprovista de comunicación) y de un té, llegamos finalmente a la playita. Enmarcada entre montañas, arena blanca y finísima, con el agua muy calma en nuestra parte pero muy rápida en la orilla contraria. No dejaban de pasar lanchas haciendo rafting, parecía muy divertido. Así que había llegado el momento de purificarme en el más sagrado de los ríos: me bañé en las aguas heladas; apenas fue un minuto pero suficiente para limpiar mis pecados (espero). Luego tomé el sol durante un rato larguisimo mientras Ilia tocaba la armónica, y compartimos unos tomates, pepinos y pan que llevaba en su mochila.
Al rato, un chico occidental con aire beatífico llegó a la playa y se dio un baño. Pero el muy infeliz no había estudiado bien el terreno y empezó a irse demasiado lejos... Ilia y yo empezamos a gritarle y hacerle señas pero demasiado tarde: cruzó cierto punto a partir del cual la corriente lo agarró y lo llevó directo a la zona de los rápidos. Fueron cinco segundos y lo pasamos mal, la verdad. Por suerte el chico consiguió subirse a una roca y nos hizo señas de que todo iba bien. Yo me medio adormecí, Ilia miraba en dirección al chaval. Cuando volví en mi, Ilia había desaparecido. No le di importancia. Al rato vi movimiento detrás de una gran roca; me levanté y allí estaba Ilia, con un montón de indios, al mando de una operación de rescate del náufrago, que no podía llegar hasta la orilla porque la corriente era muy fuerte; un indio se amarró a una cuerda y consiguió llegar nadando hasta la roca, y luego, agarrado a la cuerda y con los indios tirando, el chaval consiguió llegar a la orilla para alivio de todos (he de hacer notar que el indio rescatador pasó a un segundo plano y el pobre volvió a nado, sin cuerda ni nada). Ilia estrecho solemnemente la mano del joven y volvió a mi lado. Al poco empezamos el camino de vuelta.
Merendocenamos en su habitación de hotel, más pepino y tomate y pan; después de la tercera ensalada del día, me encontraba muy cansado; me despedí de Ilia, que tenía carrete para rato, y volví al hostal. He cortado la circulación general del agua y el goteo ha cesado: esta noche podré dormir tranquilo.
martes, 18 de marzo de 2014
Jaipur
Yo tengo un contacto couchsurfer en Jaipur, Gaurav, un chico que no podía alojarme pero que se ofreció a enseñarme la ciudad; el chaval está aprendiendo español y quiere practicar. Al día siguiente de mi llegada quedamos y visitamos la ciudad juntos. Es una ciudad bonita y, gran novedad, ordenada. El casco antiguo es una cuadrícula, se acabaron las calles sinuosas y los laberintos: en Jaipur lo que predominan son los ángulos rectos, las calles anchas, y el color anaranjado en todos los edificios del casco antiguo (dicen que es la Ciudad Rosa pero francamente para mi eso no es rosa). Este orden arquitectónico no impide el caos a pie de calle: vacas, cabras y cerdos descansan tumbados sobre montañas enormes de basura; autobuses de todos los colores invaden la carretera y los cobradores gritan el recorrido desde la puerta; y los niños, que están de vacaciones estos dias, juegan a las canicas o al cricket en mitad de la calle.
martes, 11 de marzo de 2014
La Ciudad Azul en la Tierra de la Muerte
Con tristeza me despedí de Ahmedabad. Porque a lo tonto a lo tonto he pasado cuatro semanas allí, y realmente me ha encantado. Y aunque fácilmente podría quedarme cuatro meses más, sé que me arrepentiré si no sigo viajando y explorando este país increible. Así que el lunes a las 8 de la mañana salí en tren hacia Jodhpur, la Ciudad Azul, en el estado de Rajastán.
El viaje en tren duró diez horas, costó dos euros y medio, y daría él solito para un post entero. Y eso que por motivos que no vienen al caso no estaba yo del mejor de los humores y no tenía muchas ganas de socializar (y os digo: no creo que haya nada en el mundo más difícil que un forastero proponerse no socializar en la India, sobre todo si compartes vagón durante 10 horas con otras cincuenta o sesenta personas). La clase de mi billete era sleeper class, es decir, tenía asignada una litera y yo me las prometía muy felices en mi habitáculo en soledad. Pero claro, nada es como uno se imagina. El tren venía desde Pune, a medis India de distancia, el vagón estaba atestado de gente, niños pequeños berreando, maletas gigantescas y fardos de todo tipo; no había compartimentos como tal sino que todo se abría al pasillo. Sólo podía acostarse uno en las literas superiores porque las de abajo estaban plegadas. Por suerte mi billete era para una litera superior así que, casi sin saludar, escalé a mi colchoneta, me puse la mochila como almohada y me dormí un par de horas.
Después de remolonear bastante y cuando consideré que mi actitud ya era más ruda que otra cosa, me bajé al asiento y ofrecí la litera a uno de mis acompañantes, un señor mayor que trepó rápidamente como un mono (me arrepentí en el acto de haberle ofrecido mi cama porque así desaparecía mi bastión de tranquilidad, pero bueno). El resto de mis acompañantes eran jóvenes cuyo inglés por suerte era muy limitado así que las conversaciones eran lacónicas. Lo más interesante era el trasiego de gente por el pasillo. No sólo madres llevando a los niños al retrete o gente cargando mochilas buscando asientos cuando parabamos en alguna estación. Sobre todo, lo más increíble es el comercio constante, el intercambio de bienes y servicios por dinero. Nunca he visto tanta transacción como en la India. Por el pasillo no dejaban de pasar, anunciando su mercancía en voz alta, vendedores de té, chass (así llaman al buttermilk), agua, zumos, agua de coco; y no es que pase un tío vendiéndolo todo sino que cada tío vende solamente una cosa. Luego otro pasa con una cesta llena de verduras y en treinta segundos y por veinte rupias te prepara una ensalada. Luego tarrinas con arroz, chocolatinas, uvas, chucherías. Y té, una y otra vez. Los desperdicios que todo esto genera ni que decir tiene que desaparecen por la ventana (yo cuando me fui dejé sobre mi asiento una triste bolsita llena de mi basura, que temo que habrá acabado junto a las vías).
Luego alguien pasa vendiendo juguetes; a unos padres de cerca no se les ocurrió otra cosa que comprarle a su hija un silbato. Estos eran dos hermanos, y no dejaban de comer, de trepar por la montaña de equipajes, de jugar con los otros niños que correteaban por el vagón, y el más pequeño lloraba y gritaba y mamaba a menudo. Luego justo antes de irse los padres les acicalaron bien y les pintaron los párpados de negro (todos los niños tienen los ojos así, muy sombreados).
El caso es que, excepto un revisor, por allí pasó todo tipo de gente. Un tío que arreglaba in situ las cremalleras y las correas rotas de las maletas. Otro que limpiaba zapatos. Unos monjes con turbante que tocaban una flautilla y un tambor y te obligaban a darles unas rupias a cambio. Unas mujeres siniestras que leían el futuro. Uno vendiendo llaveros y tabaco. Luego pasó un niño arrodillado que barría el vagón y pedía unas monedas a cambio; y lo malo de este país es que hasta esto acaba pareciendo algo normal, algo que pasa porque tiene que pasar.
El paisaje agrícola de Gujarat dio paso, después de una pequeña cordillera, al paisaje casi desértico de Rajastán. El horizonte, plano hasta el infinito, se extendía polvoriento, caluroso y con árboles cada vez más separados entre sí; no en vano Jodhpur se encuentra en la llamada Tierra de la Muerte, a las puertas del Desierto de Thar (parecen cosas de Juego de Tronos pero es verdad, lo juro). Al parar en las estaciones por la ventana nos asaltaban vendedores de té y helado; aunque algunas estaciones estaban peladas y otras directamente abandonas (lo ponía con grandes letras en los muros, "ABANDONED"). A veces esperábamos en mitad de ninguna parte a que nos cruzara algún otro tren, todos larguísimos. En una de estas había un grupillo de niños pobres junto a las vías, que se dedicaban a acumular botellas de plástico; al verme subieron al vagón y se pusieron a pedirme insistentemente dinero; no lo hice pero las entrañas se me revolvían. Conforme llegamos a Jodhpur, el vagón iba ya casi vacío y yo había podido echarme otro sueñecito, y por una suma astronómica (para él) el zapatero me arregló los zapatos y les echó betún. Luego en un pueblo unos críos se entretenían echando cubos de agua para adentro, los muy gamberros. Luego por fin llegamos.
Mi contacto, Manish, me esperaba en el parking de la estación, para decepción de los taxistas y rickshaw walas que me miraban con avidez. Manish me llevó en coche a su cortijito, en el que yo me quedaría. Él vive con sus padres. En aquellos quince primeros minutos quedaron claras dos cosas: Manish iba a desvivirse por ser un buen anfitrión (me preguntó mil veces qué necesitaba, qué quería); y que es un tío pudiente. No tiene moto sino dos coches, regenta una fábrica de textiles, y se construyó él mismo en las afueras un cortijo con piscina, desde donde ahora escribo.
Me enseñó la casa, grande y a medio equipar, las paredes con plumas de pavo real colgadas para ahuyentar a las lagartijas, la nevera con algunas provisiones y el jardín polvoriento y pelado; no pude resistir darme un baño en la piscina, y luego, sintiéndome refrescado, me llevó en coche hasta el centro de la ciudad, donde llegamos ya anocheciendo.
Me di un paseo por el casco antiguo, atiborrado de tiendas y gente, e inmediatamente me di cuenta de algo: esta ciudad, aunque mucho más pequeña que Ahmedabad, es mucho más turística, y se nota en que se ven muchos extranjeros (saboríos eso sí: no sonríen de vuelta), y los vendedores callejeros son mucho más pesados con su hello how are you, whats your good country, whats your good name, come to my shop, etc. Los niños te saludan y persiguen y la gente quiere echarse fotos contigo; y aunque desde luego no es con mala intención, cansa un poco, joler.
Me gustó el centro de la ciudad, atestado de gente, perros, vacas, con su alcantarillado a cielo abierto, sus grifos y piletas en cada esquina, los arcos de piedra enmarcando las callejuelas, y todo esto en torno a un cerro en el cual se levanta, majestuoso y enorme, una fortaleza de piedra. Tuve la sensación de estar dentro de una película. Pero estaba muy cansado, así que cené rápido en un bar y luego llamé a Manish que me llevó velozmente en coche hasta mi nuevo hogar en el campo.
Desperté recuperado y lleno de energía; me tomé tres tés y descubrí con alegría cómo enchufar el móvil al equipo de música del salón así que me puse la Penguin a todo volumen en un momento de lo más surrealista. El agua de la piscina estaba helada así que aplacé la idea de bañarme. Esperé al chófer de Manish a que viniera a recogerme (tal como suena), y una vez que llegó me llevó al centro de la ciudad, a visitar la fortaleza de Mehrangarh. El tío no hablaba ni papa de inglés ni yo de rajastaní así que nuestra comunicación era poco fluida; pero compartimos un momento de hilaridad cuando vimos a un señor cruzar un trozo de carretera recién asfaltada y cuya sandalia se quedó pegada en el suelo. Cuando quiso despegarse se le quedó pegada la otra sandalia, y al final el pobre hombre acabó cayéndose.
El chófer me dejó a las puertas de la fortaleza, que prometía unas vistas espectaculares sobre la ciudad. Era mediodía y hacía un calorín de aúpa. Pagué quinientas rupiacas (primera vez que pago por entrar en un monumento, y os digo que ha merecido la pena), y entré en la fortaleza.
De repente, fue como entrar en una película (yaaa, ya sé que he dicho esto antes, pero lo repito). El fuerte está hecho de piedra roja y está rodeado de muros anchisimos tras los cuales se abren patios y arcadas; y por encima, los aposentos de los reyes de aquellos tiempos, con cúpulas y balcones y ventanas, todo increíblemente tallado en piedra roja. Parecía como la película de Aladín. Había muchos turistas y muchas salas que visitar; algunas eran puramente exposiciones de objetos (espadas, utensilios de cocina, palanquines, sillas para elefantes; y a cada vez mi cerebro tenía que borrar todo lo que alguna vez he creído saber sobre el diseño básico de, por ejemplo, un cucharón); otras salas eran donde los rajás se lo pasaban bien y hacían sus consejos y bacanales: salas con vidrieras, columnas de mármol, y cientos de espejos en las paredes y techo para no perderse, ah pillines, ni un ángulo de las bailarinas. Uno podía seguir subiendo y subiendo y asomándose a los balcones cual sultán de antaño; desde arriba las vistas sobre Jodhpur eran increíbles. El casco antiguo, rodeando el cerro, enorme, denso y laberíntico, del cual ascendía un rumor lejano de claxones; y un color predominante en los muros y techos de las casas, el azul, que a pesar de haberlo leído antes, nunca pensé que podría ser tan bonito. Y a lo lejos, las tierras desérticas y mortíferas bajo el sol, el polvo y la polución.
Tardé dos horas en recorrer el fuerte; podría haber pasado el día entero pero no quería hacer esperar a mi chófer, que me esperaba para llevarme a casa, a una comida y una sobremesa muy agradables con Manish y su novia secreta (son de castas diferentes... la historia se repite... ¡pero me quedo sin espacio ni tiempo para más!).