Así que volví al Sur, a la exuberante y despreocupada Kerala. Volví a La Arcadia, al reencuentro de Carmen y José, que siguen en su lucha permanente contra los elementos y contra los keralitas. Volví a intentar sin éxito hacerme amigo de Seis y de Junio, las gatas. Volví a esos increíbles desayunos, comidas y cenas, todo sacado del jardín; y al té a todas horas. A las conversaciones sobre los lugares en que han vivido y, con amargura y un toque de acidez, sobre la sociedad en que viven ahora. "Kerala es la tierra de Dios, pero su gente es del Diablo", dicen que dicen.
Volví a trabajar en el jardín-jungla, bajo las directrices de José. A cortar árboles a machetazos (mal verdugo hubiera yo sido en la Edad Media), a limpiar de algas un pozo (poco profundo), a poner tejas en un tejado (poco elevado), a vaciar una camioneta de ladrillos bajo la mirada impávida del camionetero, que no movió un dedo (a ver si va a ser verdad eso que dicen...); a llevar ramas de aquí a allá, a abrir cocos, a apilar leña llena de arañas, a intentar arrancar la motosierra que estaba atascada, a recoger fruta del suelo: el primer día que cayó un mango frente a mis narices lo cogí entusiasmado y me lo comí como si fuera el último mango en el mundo. Días más tarde, cuando ya había recogido tres millones de mangos, dejó de hacerme tanta ilusión.
Después de tanto trabajo íbamos al pueblecito a tomar té con algún picoteo típico, idli o masala dosa o utapám, palabras que inevitablemente se me olvidarán pero que ahora son el pan de cada día, todo muy rico. Luego volvíamos a casa y quizás les tocaba dar alguna clase de español o de inglés, a niños o a adultos, todos igual de atontados y sonrientes. También a veces venía un profesor de malayalam a darles lecciones a ellos. Yo asistí a una clase y acabé horrorizado porque el idioma es infernal y el profesor no parecía tener demasiadas aptitudes ("mejor dilo en inglés y ya está", decía cuando uno de los alumnos trataba de decir algo en malayalam).
Volví a ver a Ajith en su habitación en la clínica. Le pregunté si no le picaban los mosquitos y me dijo que, mientras le picaran de cuello para abajo, a él le daba igual... Ajith no puede mover las piernas ni el torso, y los brazos sólo los mueve un poco; su sonrisa la maneja a la perfección. Los amigos van a diario a ver la tele con él, a traerle de estranjis cualquier chuchería, a plantarle cara al drama. Me hacían comer cosas extremadamente picantes sólo por verme la cara; y Ajith desde su cama nos cuidaba a todos. Eso sí que no voy a olvidarlo nunca.
El último día en Kerala tomamos un último té, Carmen, José y yo; estaban planeando enseñar a los niños de la clase de inglés los nombres de las plantas y cómo hacer compost. Cosas que en otros mundos son tan poco importantes pero que en éste lo son. La Arcadia es una burbuja, frágil pero superviviente, que contiene lo que realmente importa. Hay algo que José y Carmen dicen mucho: "aquí nunca se gana", cuando hablan de las termitas que les están socavando la casa o cuando a unos alumnos desmemoriados se les olvidan las cosas de un día para otro o cuando un árbol se les pudre por culpa de la lluvia; y a mi me entraban ganas de decirles que ellos ya han ganado.
Y luego volví finalmente a Tamil Nadu; mi tren, el Chennai Mail, iba puntualísimo pero a nada de llegar estuvimos parados cuarenta y cinco minutos entre dos estaciones, supongo que para no fallar al horario de retrasos.
Me costó muy poco encontrar un hotelito en el barrio de Triplicane, cerca de una gran mezquita. El hotelito, eso sí, tenía truco: me propusieron pagar un pequeño suplemento por usar el aire acondicionado y accedí... ahora bien, los canallas no me avisaron de que no hay suministro eléctrico durante la mayor parte del día y que el aire acondicionado no está enchufado al generador de gasolina. Pero bueno, no podía ser que me fuera de la India sin vivir una última triquiñuela de éstas.
Chennai, la capital de Tamil Nadu, es una de las ciudades más grandes de la India pero no se nota demasiado: más que una ciudad parece un pueblo que se extiende hasta el infinito, con las casas de colores, puestos de té en cada esquina, motos y rickshaws a ver quién toca el claxon más fuerte, vacas por todos lados y montañas de basura; y la gente que te mira fijamente y mueven la cabeza de un lado a otro cuando les devuelves la mirada, como si quisieran comunicarte algo.
En Chennai me he dedicado a pasear por las calles y por la playa y a comer mucho: ¡me quedan tantas cosas por probar! Pero la sensación que tengo es muy extraña. Camino por las callejuelas pero mi cabeza ya no está en los templos, ni en las pastelerías tan exóticas, ni en descifrar los carteles en tamil, ni en las verduras tan exóticas que se amontonan en los puestos callejeros, ni en las mujeres de casta más baja que se dedican a barrer las calles y llevan orgullosas sus chalecos reflectantes del ayuntamiento. He tenido la cabeza aquí durante muchísimo tiempo, pero ahora ya no sé dónde la tengo.
Ayer fui al aeropuerto a dejar mi segunda mochila en la consigna, y así ya de paso explorar un poco la zona para no perderme mañana. Fui hasta allí en tren y me bajé en la estación de Trisulam, que era precisamente la estación donde por primera vez, cuatro meses atrás, salté a un tren en marcha, confiando ciegamente en unos chicos que me dijeron (¿qué otra opción tenía?) que ése era mi tren hacia Mahabalipuram. Qué difícil me pareció entonces todo, pero seamos sinceros: qué fácil ha sido.
A mediodía, para refugiarme del calor, visité el Museo de la ciudad. Son un grupo de edificios que en su dia serían monumentales pero que hoy parece que se caen a pedazos, con jardines entre medio que llevan años sin que los cuiden. Había cosas interesantes aunque un tanto desordenadas; lo mismo te encontrabas una víbora en formol que un bodegón al óleo que un diagrama sobre las placas tectónicas que una escultura de Shiva de hace mil años. En la sala principal había un dinosaurio gigante que cada quince minutos cobraba vida, se movía y lanzaba unos rugidos espantosos, para terror de los niños y admiración de sus padres.
Luego al atardecer, después de la siesta, lo mejor es irse a la playa. Es enorme y anchísima, y está llena de gente de todos los colores, edades, castas y religiones. Como no puede ser menos, la playa es también un bazar gigante, donde lo mismo compras un algodón de azúcar o una mazorca de maíz que un silbato estridente o que te das un paseo en caballo. La gente se baña vestida, pero no más allá de las rodillas porque el mar tiene mucha fuerza; y el ambiente es como si fuera una fiesta, hay una alegría que está a la vez contenida pero desbordada, la gente está oprimida pero liberada, son simples pero voluptuosos, no sé cómo explicarlo... pero bueno, si no he podido hacerlo en todo este tiempo, no podré hacerlo ahora tampoco.
Y hoy he venido de excursión a Mahabalipuram, desde donde escribo estas líneas, que está a una hora y media trepidante de autobús. He venido a darme un paseo por las primeras calles por las que paseé en la India, a comprar algunos regalos de última hora y a ver si por casualidad me cruzaba con alguno de los amigos que hice; y ahora me estoy tomando un lassi. No me he encontrado con nadie, pero el zapatero que me vendió unas sandalias me ha reconocido por la calle y se ha sentido muy orgulloso de que sus sandalias hayan resistido tantas aventuras y caminatas.
He venido a Mahabalipuram por un camino distinto al de la primera vez. Aquel primer día, aquellas primeras horas, las recuerdo de una manera increíblemente nítida y no he querido alterar ese recuerdo tan mágico. Me acuerdo que os dije que llegar desde Madrid hasta Mahabalipuram había sido lo más difícil que había hecho en mi vida. Ahora me he dado cuenta de que me equivocaba. Lo más difícil va a ser hacer el camino de vuelta.